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Porque aunque he conocido a lo largo de mi vida laboral a tres o cuatro verdaderas brujas -una de las cuales surcaba siniestra en su escoba los pisos superiores del Palacio Liévano-, y sentido el espanto que el arte de Goya grabó en memoria de las brujas de Zugarramurdi, no he podido perdonar lo que una de ellas le hizo a Blancanieves.
Así recordaba a la hechicera: pavorosa bajo el gorro puntiagudo, mueca, con la nariz encorvada como garra de cuervo, verruga putrefacta que supuraba en su rostro mortecino, un cuerpo deforme y contrahecho y oliendo peor que los siete enanitos.
Cuando la voz de la madre ya anunciaba por quinta vez "Sara, se le va a hacer tarde", de la puerta de su habitación brotó mi...