Resumen
En este trabajo se examinan las principales variables relacionadas con la permanencia de la mujer maltratada en convivencia prolongada con el agresor. También se analizan las diferentes respuestas emocionales generadas en la víctima por el maltrato en función de las fases de la violencia. Asimismo se describen las estrategias de afrontamiento inadecuadas empleadas por las víctimas en convivencia con el maltratador. Se comentan las implicaciones de este estudio para la práctica clínica y para las investigaciones futuras.
Palabras clave: Mujeres maltratadas. permanencia en el maltrato. toma de decisiones.
Abstract
This paper examines the main variables related to the stay of battered women with aggressors. The different emotional responses in the victims are also analyzed according to the longitudinal course of domestic violence. Likewise, the maladapted coping strategies used by the victims to survive in this situation are described. The implications of this study for clinical practice and future research in this field are commented upon.
Key-words: Battered women. Stay in abusive relations. Decision making.
1. Introducción
La violencia contra la mujer en el hogar representa un grave problema social. Se trata de un fenómeno frecuente que produce unas consecuencias muy negativas en las víctimas, en los familiares y en la sociedad en su conjunto. En concreto, en España, según un informe reciente del Ministerio de Asuntos Sociales (2000), hay 640.000 mujeres (un 4,2% de la población femenina mayor de 18 años) que son maltratadas habitualmente y un 12,4% adicional (1.865.000 mujeres) que, aun siendo víctimas de la violencia doméstica, no se consideran como tales. Por si esto fuera poco, se registran en España más víctimas mortales a manos de la pareja o ex pareja (de 50 a 60 anuales) que las producidas incluso por el terrorismo (Garrido, 2001).
Por extraño que pueda parecer, el hogar-lugar, en principio, de cariño, de compañía mutua y de satisfacción de necesidades básicas para el ser humano-puede ser un sitio de riesgo para las conductas violentas. Las situaciones de cautiverio-y la familia es una institución cerrada-constituyen un caldo de cultivo apropiado para las agresiones repetidas y prolongadas.
Una vez que ha surgido el primer episodio de maltrato, y a pesar de las muestras de arrepentimiento del maltratador, la probabilidad de nuevos episodios-y por motivos cada vez más insignificantes-es mucho mayor. Rotas las inhibiciones relacionadas con el respeto a la otra persona, la utilización de la violencia como estrategia de control de la conducta se hace cada vez más frecuente. El sufrimiento de la mujer, lejos de constituirse en un revulsivo de la violencia y en suscitar una empatía afectiva o, al menos, un nivel de compasión, se constituye en un estímulo provocador de la agresión (Echeburúa y Corral, 1998).
Los estereotipos sociales acerca del papel de la mujer y de las relaciones de pareja desempeñan un papel determinante en el mantenimiento de este tipo de violencia (Lorente, 2001). El maltrato doméstico, a diferencia de otras conductas violentas, presenta unas características específicas: a) es una conducta que no suele denunciarse, y si se denuncia, la víctima muy frecuentemente perdona al supuesto agresor antes de que el sistema penal sea capaz de actuar; b) es una conducta continuada en el tiempo: el momento de la denuncia suele coincidir con algún momento crítico para el sistema familiar (por ejemplo, la extensión de la violencia a los hijos); y c) como conducta agresiva, se corre el riesgo de ser aprendida de forma vicaria por los hijos, lo que implica, al menos parcialmente, una transmisión cultural de los patrones de conducta aprendidos (Echeburúa y Corral, 1998; Sarasua y Zubizarreta, 2000).
Un fenómeno controvertido en el ámbito del maltrato doméstico se refiere a la permanencia de la víctima en convivencia prolongada con el agresor. Este hecho no supone una elección fruto exclusivamente del libre albedrío de la mujer. Es decir, existen multitud de condicionantes socioeconómicos, emocionales y psicopatológicos que influyen en la continuidad en la relación de maltrato. Por otra parte, considerar con carácter genérico esta realidad-sin tener en cuenta el contexto idiográfico de cada víctima-puede llevar a conclusiones enormemente arbitrarias o erróneas.
En este artículo se analiza-desde una perspectiva predominantemente psicológica-por qué una mujer maltratada puede seguir conviviendo con el agresor durante un tiempo prolongado. En este sentido, se describen las variables que guardan relación con la decisión que toma la víctima de continuar o de abandonar definitivamente al agresor. A su vez, se pone en relación el curso longitudinal del maltrato-o las fases de la violencia en el hogar-con el tipo de respuestas emocionales y de distorsiones cognitivas en las víctimas, así como con las estrategias inadecuadas de afrontamiento adoptadas.
2. Permanencia de la mujer maltratada en convivencia con el maltratador
2.1. Factores relevantes de la permanencia en el maltrato
A pesar de que cada mujer maltratada es un caso único, con una personalidad determinada y con un conjunto específico de circunstancias (Rhodes y Baranoff, 1998), existen múltiples factores asociados habitualmente a la permanencia de la mujer con el agresor.
a) Variables sociodemográficas
Desde esta perspectiva, la dependencia económica y el aislamiento familiar y social, con la existencia de hijos pequeños, explican, en parte, la convivencia prolongada de la víctima con el agresor. A modo de ejemplo, se exponen en la tabla 1 las características sociodemográficas de una muestra de 250 mujeres maltratadas que acudieron a en busca de tratamiento psicológico a diferentes Centros de Asistencia Psicológica para Víctimas de Violencia Familiar, ubicados en el País Vasco (Amor, Echeburúa, Corral, Zubizarreta y Sarasua, 2002).
Se trata, en general, de personas que, aun siendo relativamente jóvenes (de menos de 40 años), cuentan con una larga historia de maltrato y que, en su mayor parte, pertenecen a un nivel cultural y socioeconómico bajo. Asimismo la mayoría de ellas, o bien carece de trabajo extradoméstico, o bien, si lo tiene, suele ser poco cualificado. Finalmente, un porcentaje considerable de estas víctimas carece de apoyo social.
No obstante, la percepción de falta de control de la situación, la baja autoestima y la dependencia emocional de la víctima, que tiende a darse porque el maltrato es un proceso de ascensión lenta y progresiva, pueden ser factores más significativos que las variables socioeconómicas para explicar la permanencia de la víctima con el agresor (Rhodes y Baranoff, 1998).
b) La gravedad de las conductas violentas y las repercusiones psicológicas en la víctima
En principio, la mayor gravedad de la violencia, en cuanto a intensidad y frecuencia, es un elemento que facilita en la víctima el abandono de la convivencia con el maltratador. Sin embargo, hay ocasiones en que la indefensión y la desesperanza producidas en la víctima por un maltrato intenso y prolongado, así como el deterioro en la autoestima, dificultan la adopción de decisiones enérgicas y generan un miedo infundado ante un futuro en soledad. Por ello, según Johnson (1992) y Mitchell y Hodson (1983), puede darse el caso paradójico de que quienes regresen con el maltratador sean las víctimas afectadas por una violencia más grave.
c) Características de personalidad
Las mujeres maltratadas, permanezcan o no con el agresor, constituyen un grupo heterogéneo, lo que dificulta el establecimiento de un perfil preciso de personalidad (Macías, 1992; Rhodes y Baranoff, 1998).
Hay una tendencia en las víctimas en convivencia prolongada con el agresor a experimentar una baja autoestima, unos mayores sentimientos de culpa y unos menores niveles de asertividad, que llevan consigo unas mayores dificultades en las relaciones interpersonales (cfr. Amor, 2000; Rhodes y Baranoff, 1998), así como una mayor tendencia a la evitación (Saarijärvi, Niemi, Lehto, Ahola y Salokangas, 1996) y a la dependencia emocional.
Sin embargo, no es fácil delimitar lo que es una personalidad previa de lo que resulta ser una consecuencia del maltrato crónico. En concreto, ser objeto de violencia conyugal reiterada durante mucho tiempo-alrededor de 13 años en las víctimas anteriormente descritas (tabla 1)-genera cambios emocionales profundos y obliga a la mujer maltratada a adaptarse a dicha situación (conductas de resignación y de baja autoestima, expectativas infundadas de cambio, etcétera). Así, por ejemplo, mostrarse resignada y poco asertiva puede impedir, hasta cierto punto, nuevos y más graves episodios de maltrato (Cascardi y O'Leary, 1992).
d) Factores cognitivos y emocionales
Desde una perspectiva cognitiva, son muchas las creencias, incorporadas en el proceso de socialización, que pueden favorecer la permanencia de una mujer en la relación de maltrato. Algunas de estas cogniciones son las siguientes: a) sentir vergüenza de hacer pública en el medio social una conducta tan degradante; b) creer que los hijos necesitan crecer y madurar emocionalmente con la presencia ineludible de un padre y de una madre; c) tener la convicción de que la víctima no podría sacar adelante a sus hijos por sí sola; d) considerar que la familia es un valor absoluto en sí mismo y que, por tanto, debe mantenerse a toda costa; e) creer que la fuerza del amor lo puede todo y que, si ella persevera en su conducta, conseguirá que el maltrato finalice; f) pensar que su pareja, que, en el fondo, es buena persona y está enamorado de ella, cambiará con el tiempo; y g) estar firmemente convencida de que ella es imprescindible para evitar que él caiga en el abismo (del alcohol, de los celos, etcétera) (Brockner y Rubin, 1985; Garrido, 2001; Salber y Taliaferro, 2000).
A veces se cometen errores atribucionales, como atribuir la violencia del agresor a la conducta de la víctima. Se trata, en el fondo, de evitar la disonancia cognitiva («si él no es tan malo y, sin embargo, se porta mal, será que hay algo que yo no hago bien»). Ello lleva a la víctima a convencerse de que las cosas no están tan mal y de que ella puede evitar nuevos abusos cambiando su comportamiento para con él. Este autoengaño puede mantenerse incluso a pesar de la duración prolongada del maltrato.
Desde un punto de vista emocional, la víctima puede sentirse enamorada de su pareja y desear tan sólo que deje de ser violento. Por otra parte, el miedo de la víctima, sobre todo si viene acompañado de períodos intermitentes de ternura o de arrepentimiento por parte del agresor, sume a la mujer en un estado de confusión emocional que la paraliza y le lleva a mantenerse dentro de la relación (Echeburúa y Corral, 1998).
e) Acceso a recursos comunitarios
La ausencia de alternativas reales en cuanto al alojamiento, al empleo y a los servicios sociales y psicológicos de ayuda, junto con la falta de información por parte de la víctima en relación con los recursos comunitarios disponibles (al estar centrada en sobrevivir), se relacionan también con la permanencia de la mujer en la relación violenta (Salber y Taliaferro, 2000).
f) La conducta y el estado emocional del maltratador
El agresor puede generar tal miedo real en la víctima que le disuada de abandonarlo. De este modo, el maltratador logra atemorizar a la mujer, con el mensaje explícito o implícito de que, si lo deja y se aparta de él, sufrirá graves consecuencias (la muerte, la pérdida de los hijos, represalias contra otros miembros de la familia, etcétera) (Salber y Taliaferro, 2000). Además de estas amenazas, la víctima puede ser consciente, a raíz de los casos referidos en los medios de comunicación, de que una mujer maltratada, cuando se separa del agresor, corre el riesgo de ser acosada, de sufrir lesiones graves, de experimentar vejaciones psicológicas o incluso de ser asesinada (Cerezo, 2000).
Otras conductas de los agresores pueden resultar más sutiles, pero son igualmente determinantes. Es el caso de los maltratadores que se presentan con un estado de ánimo deprimido y amenazan con suicidarse, culpando a la mujer de tal decisión, o de los que piden perdón y quieren reconciliarse, o de los que juran y perjuran que van a cambiar y que van a solicitar ayuda terapéutica.
2.2. La ruptura de la convivencia: el proceso de toma de decisiones
Romper la relación de pareja supone la toma de una decisión enérgica que trata de poner fin a una convivencia violenta prolongada. La toma de decisiones constituye un proceso sujeto a cambios. Si esta decisión se adopta ahora y no antes, se debe a una serie de circunstancias. Hay un momento del proceso en el que la víctima se da cuenta de que existe un problema, de que no lo puede solucionar por sí sola y de que los costes de la relación son claramente superiores a los beneficios obtenidos, lo que está directamente relacionado con las alternativas existentes fuera de la relación (Rusbult, 1983).
En concreto, la víctima, al percatarse de la frecuencia e intensidad de la violencia o al aparecer circunstancias violentas nuevas (por ejemplo, amenazas de muerte, agresiones durante el embarazo o extensión de la violencia a los hijos), comienza a darse cuenta de que el maltratador no va a cambiar y a culparlo en exclusiva de la violencia ejercida contra ella. Si la víctima cuenta con un buen apoyo familiar y social, dispone de una cierta autonomía económica, sus hijos no son muy pequeños y tiene acceso a los recursos comunitarios de apoyo económico, jurídico o psicológico, la probabilidad de tomar una decisión de ruptura es alta (Alexander, 1993; Campbell, Rose, Kub y Nedd, 1998).
En último término, la decisión finalmente adoptada-continuar o concluir con la relación-está en función de la respuesta de la víctima a dos preguntas clave (Choice y Lamke, 1997): a) ¿estaré mejor fuera de la relación?; y b) ¿seré capaz de salir de ella con éxito? (figura 1).
Respecto a la primera pregunta (¿estaré mejor fuera de la relación?), la respuesta está modulada por cuatro factores: a) los sentimientos de la mujer en cuanto a la satisfacción obtenida con la pareja; b) la percepción de los beneficios logrados en relación con el esfuerzo invertido; c) la calidad de las alternativas disponi bles; y d) la presión ambiental y familiar en uno u otro sentido.
Si la respuesta a la primera cuestión es afirmativa, la víctima da un segundo paso en el proceso de toma de decisiones formulándose la siguiente pregunta: ¿seré capaz de salir con éxito de esta relación? La respuesta final va a depender de los recursos psicológicos disponibles (por ejemplo, la edad, la autoeficacia, los sentimientos de control, etcétera) y de los apoyos comunitarios (sociales, jurídicos, económicos, etcétera).
2.3. Fases en el maltrato doméstico y respuestas emocionales en la víctima
La violencia familiar es, habitualmente, un estilo de conducta crónico que tiende a aumentar en frecuencia e intensidad con el paso del tiempo. Este comportamiento suele ser de instauración precoz dentro de la relación de pareja. En concreto, de las 250 víctimas de maltrato estudiadas, 184 de ellas (el 74%) comenzaron a sufrir el acoso violento durante los dos primeros años de convivencia (noviazgo o primer año de vida en común) (Amor et al., 2002). (figura 2).
Las mujeres que viven en una situación de violencia intentan activamente superar su situación. Una buena parte de ellas-ya sea al comienzo de los malos tratos o tras años de sufrimiento-acaban por separarse del agresor o, al menos, buscan alternativas fuera de la relación. De este modo, de las 250 víctimas de maltrato analizadas, el 56% de ellas estaban separadas de su pareja o en trámites de separación. Aun así, hay un 44% que siguen conviviendo con el agresor (figura 3).
La respuesta emocional de la víctima a una violencia crónica en el hogar va a evolucionar con el transcurso del tiempo. En una primera fase, al comienzo de la relación, si el maltrato surge de una forma sutil e incluso imperceptible para la víctima (gestos aislados de desprecio, desvalorizaciones frecuentes, conductas de control excesivo, etcétera), cabe la posibilidad, sobre todo si la víctima está enamorada, de un acostumbramiento progresivo a la violencia, que se considera, hasta cierto punto, como una servidumbre de la vida en pareja. Ahora bien, si la violencia se plantea de forma explícita y descarnada ya desde el principio, sólo se puede mante-ner la relación si la víctima, confiada en el poder persuasivo de su cariño, tiene la firme esperanza de que su pareja va a cambiar y de que, por tanto, va a desaparecer la violencia. Esta vana esperanza puede ayudar a la víctima a soportar la convivencia con el maltratador durante meses e incluso años.
En una segunda fase, una vez establecida la violencia crónica como pauta frecuente de relación, se ve entremezclada habitualmente con períodos de arrepentimiento y de ternura, lo que lleva a la víctima a una situación de dependencia emocional, también denominada apego paradójico (Saltijeral, Ramos y Caballero, 1998) o unión traumática (Dutton y Painter, 1981). Pero esta situación, claramente insana, genera en la víctima diversos síntomas psicopatológicos o estrategias de afrontamiento defectuosas. Es en esta fase cuando la mujer, al no explicarse el porqué de la violencia, puede culparse a sí misma de provocarla o de no saber tratar adecuadamente a su pareja.
Por último, en una tercera fase, cuando la víctima se siente mal y se percata de que la violencia continúa e incluso aumenta en intensidad, la percibe ya como incontrolable. Por ello, puede llegar a perder la esperanza en el cambio y a desconfiar incluso de su capacidad para abandonar la relación. Es decir, la víctima-ante su desamparo y desesperanza-entra en una especie de vía muerta, que la conduce a una mayor gravedad psicopatológica (depresión, trastorno de estrés postraumático, etcétera).
No obstante, algunas mujeres pueden atenuar su sintomatología psicopatológica, aun a pesar de convivir con el agresor, resignándose y haciendo propio el sistema atribucional del maltratador. De esta forma, la conducta violenta puede ser atribuida a factores externos (el estrés laboral, el consumo de alcohol, las dificultades con la educación de los hijos, etcétera) o internos del sujeto (el mal carácter, los prontos, etcétera). A su vez, la víctima presta una atención selectiva a los aspectos positivos de la situación (contar con un hogar, tener una estabilidad económica, disfrutar de los períodos sin violencia, etcétera), lo que constituye una variante del síndrome de Estocolmo (Montero, 2000) (figura 4).
3. Consecuencias psicopatológicas del maltrato crónico
Las víctimas de violencia familiar presentan un perfil psicopatológico caracterizado por el trastorno de estrés postraumático y por otras alteraciones clínicas (depresión, ansiedad patológica, etcétera) (Amor et al., 2002; Echeburúa, Corral, Amor, Sarasua y Zubizarreta, 1997; Golding, 1999). El resultado, en último término, es una inadaptación a la vida diaria y una interferencia grave en el funcionamiento cotidiano.
Más específicamente, la tasa de prevalencia del trastorno de estrés postraumático en las vícti-mas estudiadas es muy elevada (figura 5) y similar a la que sufren las víctimas de agresiones sexuales (Amor, Echeburúa, Corral, Zubizarreta y Sarasua, 2001a). Un 46% del total de la muestra está afectada por este cuadro clínico, pero hay un 16% adicional que muestra el denominado por Hickling y Blanchard (1992) subsíndrome de estrés postraumático (es decir, presencia de dos de los tres criterios diagnósticos, siendo uno el de reexperimentación y otro el de evitación o el de hiperactivación). Por tanto, en realidad sólo hay un 38% de mujeres maltratadas que no presenta sintomatología clínicamente relevante de este trastorno.
Asimismo las víctimas de maltrato analizadas presentan otros síntomas psicopatológicos. En concreto, el 83% de la muestra manifestaba niveles altos de ansiedad-evaluados a partir de la Escala de Ansiedad Estado-Rasgo (Spielberger, Gorsuch y Lushene, 1970)-y el 50,5% superaba el punto de corte establecido en el Inventario de Depresión de Beck (Beck, Rush, Shaw y Emery, 1979). Finalmente, según la Escala de Inadaptación (Echeburúa, Corral y Fernández-Montalvo, 2000), el 71% de las víctimas tenía un ajuste deficiente a la vida cotidiana. Es decir, el maltrato interfería claramente en el funcionamiento diario de estas personas (tabla 2).
Por otra parte, en estudios recientes no se han encontrado diferencias significativas en el perfil psicopatológico entre las víctimas de maltrato físico y las de maltrato psicológico (Amor, Echeburúa, Corral, Sarasua y Zubizarreta, 2001b; Echeburúa et al., 1997). Según Follingstad, Rutledge, Serg, House y Ploek (1990), las humillaciones continuas tienen un impacto sobre la estabilidad emocional de las víctimas similar al producido por las agresiones físicas.
4. Estrategias inadecuadas de afrontamiento
La convivencia continuada en una situación de violencia requiere la adopción de una serie de estrategias de afrontamiento peculiares, que, sin embargo, presentan variaciones de unos casos a otros. Las tácticas inmediatas adoptadas pueden ser de tipo interno, en un sentido defensivo (llorar, protegerse de los golpes, hablar con el maltratador en los momentos buenos y afearle por su conducta, evitar al agresor siempre que sea posible, etcétera) o agresivo (gritar, devolverle los golpes, amenazar con llamar a la policía o con solicitar el divorcio, etcétera), o de búsqueda de seguridad externa (acudir a casa de unos familiares, llamar a las amigas, presentar una denuncia, ir al médico o a los servicios sociales, etcétera) (Bowker, 1983; Larrain, 1994). Cuanto mayor sea la gravedad de la violencia, mayor es la probabilidad de buscar ayuda externa (Gelles y Strauss, 1988).
El abandono del agresor es la estrategia más radical para hacer frente a la violencia de la pareja. Esta estrategia, sin embargo, no se lleva a cabo con la frecuencia con que sería esperable porque suele ser frenada por el agresor con diversos tipos de chantaje emocional e incluso con amenazas explícitas (de homicidio o de suicidio, de represalias sobre los hijos, de estrangulamiento económico, etcétera). Si la mujer opta, pese a todo, por abandonar al agresor, sigue corriendo riesgos, especialmente en los primeros meses tras la separación, de acoso, de agresión e incluso de asesinato (Cerezo, 2000; Echeburúa y Corral, 1998; Roberts, 1996).
En el caso de que la víctima continúe conviviendo con el agresor, hay determinadas tácticas o estilos de afrontamiento que suelen adoptarse para hacer frente a una situación crónica generadora de tanto estrés.
4.1. Distorsiones cognitivas
Las mujeres que siguen conviviendo con el agresor tienden a buscar una consonancia cognitiva entre la realidad del maltrato y el mantenimiento de la relación. Las estrategias cognitivas empleadas suponen una distorsión de la realidad y varían en función de las diferencias individuales (experiencias vividas, creencias transmitidas culturalmente, etcétera) y de la fase evolutiva del maltrato.
Si la violencia comienza de forma sutil y es de tipo predominantemente psicológico (insultos, desprecios, etcétera), la víctima suele tender a la negación o mimimización del problema, así como al autoengaño y a la atención selectiva a los aspectos positivos de su pareja. Los comportamientos violentos pueden llegar incluso a justificarse o, cuando menos, a ser considerados como algo normal derivado del hecho de vivir en pareja (discusiones, roces, etc.).
Cuando el maltrato comienza de forma brusca e intensa-o adquiere ya esta forma-, la víctima puede buscar ayuda externa o intentar separarse, pero, en otros casos, opta por luchar para que la relación salga adelante. En este caso la víctima puede sobrevalorar la esperanza de cambio en su pareja o autoinculparse por la violencia sufrida, de forma directa o más tenue (al considerar que las agresiones son fruto de una responsabilidad compartida con la pareja).
El sufrimiento del maltrato intermitente, alternado con etapas de cariño dado por parte del agresor, además de provocar diferentes reacciones psicopatológicas en la víctima, puede llevarla a un estado de confusión emocional, que se ve agravado por el aislamiento social y familiar en el que habitualmente se encuentra. En este contexto la mujer puede considerar que debe seguir luchando para que su pareja cambie, que su pareja sería el hombre ideal si no fuera por la violencia, etcétera.
Más adelante, cuando la víctima se percata de que la violencia no sólo no desaparece sino que aumenta en intensidad y de que es ya incontrolable, se siente desesperanzada e incapaz de salir de la situación por ella misma. Las estrategias utilizadas en esta fase están relacionadas con la dependencia emocional, la resignación y la justificación de la permanencia en la relación, a modo de defensa psíquica (Vázquez, 2000), para reducir la disonancia cognitiva (tabla 3).
4.2. Consumo de sustancias adictivas
Las mujeres maltratadas pueden recurrir al consumo de sustancias adictivas (alcohol, psicofármacos o drogas) a modo de estrategia de afrontamiento defectuosa del sufrimiento experimentado. Esta conducta supone un alivio a corto plazo del malestar emocional, pero, sin embargo, a la larga puede ser causa de un agravamiento de la situación de la víctima.
a) Abuso de fármacos
El consumo excesivo de medicamentos, sobre todo de analgésicos y de psicofármacos (ansiolíticos, hipnóticos o antidepresivos), recetados por el médico o, más frecuentemente, consumidos en forma de autoterapia, puede responder a un intento de superar el malestar físico o emocional generado por una situación de estrés crónico (Echeburúa y Corral, 1998).
Según la Generalitat Valenciana (1997), en una muestra de 524 mujeres maltratadas atendidas en el «Centro Mujer 24 Horas», una de cada tres víctimas consumía fármacos-tranquilizantes, antidepresivos, etcétera-, si bien, en este caso, lo hacía mayoritariamente por prescripción facultativa (91,30%).
El abuso de fármacos es una conducta difícil de eliminar. Muchas mujeres maltratadas son reacias a abandonar su consumo ya que la automedicación supone un alivio transitorio y bloquea los síntomas del trastorno de estrés postraumático y de otro tipo de respuestas psicopatológicas (Walker, 1994).
b) Dependencia del alcohol
El abuso de alcohol es mucho más frecuente en mujeres maltratadas que en el resto de la población femenina. Según Golding (1999), la tasa de prevalencia media puede situarse en el 18,5%, que está muy por encima de la media de la población normativa (del 4% al 8%) (Kessler, McGonagle, Zhao, Nelson, Hughes, Eshleman, Wittchen y Kendler, 1994).
Según Clark y Foy (2000), la cantidad de consumo de alcohol en las mujeres maltratadas está directamente relacionada con la gravedad de la violencia sufrida. En concreto, cuanto mayor es la percepción de amenaza para su vida, mayor es el consumo de alcohol. Además, las víctimas que han logrado salir de una relación violenta tienden a reducir su consumo de alcohol, incluso sin ayuda terapéutica (Eberle, 1982; Walker, 1984).
c) Consumo de drogas
El consumo de drogas afecta especialmente a las mujeres maltratadas más jóvenes. En concreto, según Golding (1999), la tasa de prevalencia media puede alcanzar hasta el 8,9% de las víctimas, que está por encima de la media de la población normativa (del 4% al 6%) (Anthony y Helzer, 1991; Kessler et al., 1994).
Por otra parte, según Dutton (1992), pueden darse también otras adicciones sin drogas (a las compras, a los juegos de azar, etcétera), así como trastornos de la impulsividad (bulimia, cleptomanía, etcétera).
4.3. Intentos de suicidio
El desamparo y la desesperanza vividos por las mujeres maltratadas hacen más probable la aparición de ideas o de intentos de suicidio. El sufrimiento experimentado, así como la percepción de ausencia de salidas (el temor a mayores daños si continúa la convivencia y el miedo al acoso o a las agresiones si se consuma la separación), llevan a muchas víctimas a sentirse atrapadas en la relación.
Por otra parte, la depresión, que es un trastorno mental habitualmente presente en las mujeres maltratadas, es el cuadro clínico en el que es más frecuente el suicidio. Por ello, no es extraño que una de cada cuatro mujeres que lleva a cabo un intento de suicidio sea-o haya sido-víctima de maltrato (Stark y Flitcraft, 1988). Es más, según Golding (1999), la tasa de prevalencia de tendencias suicidas puede alcanzar hasta el 17% de las mujeres afectadas (es decir, una de cada seis), que está muy por encima de la media de la población normativa.
4.4. Homicidio del agresor
La violencia física en el hogar tiende a adquirir una escalada progresiva, que supone un aumento en la frecuencia e intensidad de los episodios de violencia. Por ello, la gravedad tiende a ser tanto mayor cuanto más duradera es la convivencia (Straus y Gelles, 1990). Esta escalada de la violencia puede terminar dramáticamente cuando uno de los dos miembros de la pareja muere a manos del otro. En este contexto la mujer es víctima de homicidio intraconyugal en una proporción 6 veces mayor que el hombre (Cerezo, 1998, 2000). Ello no obsta para que haya ocasiones en que el homicidio intraconyugal de la víctima hacia el agresor se constituya en una estrategia de afrontamiento extrema y dramática para acabar con la violencia sufrida.
Existen tres contextos relacionados con el homicidio intraconyugal hacia el agresor (figura 6):
a) En defensa propia: la mujer se defiende ante un ataque de violencia física que inició el agresor y que surge tras muchos años de maltrato grave (Torres y Espada, 1996; Walker, 1984). Este tipo no suele ser muy habitual por la desproporción de fuerza existente entre el hombre y la mujer (Campbell, 1995; Daly y Wilson, 1988; Jurik y Winn, 1990; Mann, 1990).
b) En situación de miedo insuperable: en este contexto la violencia puede estallar de forma explosiva como consecuencia de una ira reprimida durante mucho tiempo (Echeburúa y Corral, 1998; Torres y Espada, 1996) o de la percepción por parte de la víctima de que, al estar totalmente fuera de control el comportamiento violento del agresor, corre peligro su propia vida o la de sus hijos (Cerezo, 1998). De este modo, el miedo extremo puede funcionar como un detonante de los comportamientos agresivos. De hecho, en circunstancias hasta cierto punto similares, el animal depredador herido y el secuestrador acorralado adoptan con frecuencia conductas de violencia extrema impulsados por el dolor, el miedo o el pánico.
c) En situación incontenible de indefensión y de desesperanza: en estos casos la mujer, una vez agotadas todas las salidas posibles, recurre al homicidio como último recurso en sus intentos por acabar con la violencia y con su interminable padecimiento (Walker, 1984). De hecho, una buena parte de las mujeres homicidas han intentado antes suicidarse o han amenazado con hacerlo (Browne, 1987; Walker, 1984).
De los tres contextos señalados, los dos últimos están muy relacionados entre sí en función de las alteraciones psicopatológicas y de las estrategias de afrontamiento adoptadas por las víctimas. En concreto, hay síntomas del trastorno de estrés postraumático-imágenes intrusivas, futuro desesperanzador, ira, hipervigilancia, etcétera-que atenúan la percepción por parte de la víctima de alternativas positivas a su situación y que, por tanto, intensifican los sentimientos de desesperanza en su vida (Hattendorf, Ottens y Lomax, 1999). En estas circunstancias, sobre todo si hay amenazas de muerte por parte del agresor, el miedo insuperable y la depresión, junto con el aislamiento social y familiar, parecen ser los factores clave del homicidio intraconyugal en un contexto de indefensión y desesperanza (Roberts,1996).
5. Conclusiones
El abandono de la relación de pareja, una vez que la convivencia está consolidada y el maltrato resulta habitual, supone una decisión más compleja de lo que puede parecer. Conviene, por ello, preguntarse qué circunstancias son las idóneas para abandonar al agresor y qué ocurre cuando una mujer maltratada intenta acabar con la violencia (Rhodes y Baranoff, 1998).
En algunas ocasiones, las víctimas pueden sentirse incapaces de escapar del control de los agresores, al estar sujetas a ellos por la fuerza física, por la dependencia emocional, por el aislamiento social o por distintos tipos de vínculos económicos, legales o sociales (Echeburúa y Corral, 1998). En otras, las reacciones psicológicas de las víctimas (especialmente, la indefensión y la desesperanza), las conductas del agresor (generar terror o miedo en la víctima, infundir pena, etcétera), la presión familiar o social o la percepción de una falta del alternativas de vida encadenan a las víctimas a los agresores (Echeburúa et al., 1997; Rhodes y Baranoff, 1998; Saarijärvi et al., 1996; Salber y Taliaferro, 2000). Y, por último, el temor al futuro desempeña un papel muy importante. Al margen de las dificultades para abrirse camino en la vida por sí solas, las víctimas de maltrato corren el riesgo de ser acosadas, de sufrir lesiones graves, de experimentar vejaciones psicológicas o incluso, en los casos extremos, de ser asesinadas (Cerezo, 2000; Garrido, 2001).
La toma de decisiones es un proceso dinámico-y, por tanto, variable en el tiempo-que está sujeto a la evaluación subjetiva por parte de la víctima de los costes y beneficios derivados de la relación de pareja. En último término, la decisión de abandonar al agresor surge sólo si la víctima se da una respuesta afirmativa a estas dos preguntas: a) ¿estaré mejor fuera de la relación?; y b) ¿seré capaz de salir de ella con éxito? Las respuestas a estas dos preguntas, a su vez, están vinculadas a los factores anteriormente mencionados (Choice y Lamke, 1997).
Pero mantenerse en una relación de maltrato crónico implica un coste psicológico alto (depresión, baja autoestima, trastorno de estrés postraumático, inadaptación a la vida cotidia-na, etcétera), que sólo puede ser soportado, relativamente, si existen unas distorsiones cognitivas y unas estrategias de afrontamiento inadecuadas (Amor et al., 2002; Echeburúa et al., 1997; Golding, 1999).
En cualquier caso, como ya se ha señalado en el texto, el impacto psicológico de la violencia en la víctima, a nivel de las distorsiones cognitivas y de las respuestas emocionales, es variable en función de las diversas fases del maltrato (al comienzo de la relación, cuando hay todavía esperanzas de cambio o cuando la violencia está definitivamente consolidada como estilo de relación y sólo caben la resignación y la justificación de la permanencia en la relación).
Por último, son muchas las cuestiones planteadas y aún insuficientemente resueltas, que deberían ser abordadas en investigaciones futuras. Las diversas respuestas cognitivas y emocionales en función de las fases del proceso violento, tal como se han planteado en este trabajo, deberían ser analizadas con mayor detalle. Asimismo, y más allá de las condiciones sociodemográficas (edad, nivel cultural, situación económica, etcétera) de la víctima, debería definirse más operativamente el concepto de dependencia emocional y ahondarse más en las diferencias individuales que pueden resultar responsables de un mayor o menor aguante en la relación. Y en cuanto al agresor, por encima de los meros perfiles psicopatológicos, deberían precisarse más los mecanismos psicológicos implicados en la coexistencia del mantenimiento crónico de la violencia como estrategia de control con la dependencia emocional respecto a la víctima.
1 Agradecimientos. Este estudio se ha financiado gracias a un convenio de investigación entre la Universidad del País Vasco, el Instituto Vasco de la Mujer, las Diputaciones de Vizcaya y Álava y el Ayuntamiento de Vitoria. El segundo autor ha contado con una beca de investigación predoctoral del Gobierno Vasco (proyecto n.° BFI96.080).
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