Resumen
Una de las cuestiones que han interesado a los historiadores sobre la muerte es la forma y el lugar del enterramiento del cadáver. Y ello es importante porque el rito es reflejo de las creencias del hombre acerca de sus postrimerías y porque afecta al papel del difunto en su conjunto social. Hebreos, griegos y romanos enterraban a sus muertos fuera de las ciudades. Sin embargo desde el siglo XIII en la Cristiandad se impuso el enterramiento en el interior de los templos buscando los beneficios espirituales que reportaba la cercanía a los restos de los mártires y los santos. Sirviéndonos de una parroquia madrileña veremos cómo esta costumbre por razones de salud pública, cambió a principios del siglo XIX, produciendo una transformación en las relaciones que mantenían los vivos y los muertos.
Palabras clave
Sepultura; iglesia; cementerio; salud pública; sufragios
Summary
One of the issues of interest to historians about death is the methods and the places of burial of the corpses. This is important because the ritual is the reflection of the beliefs of men about their last years and because it affects the role of the deceased in their social framework. Hebrews, Greeks and Romans buried their dead outside the cities. However from the 13th century, Christianity imposed the burials inside the temples looking for the spiritual benefits of being near the remains of martyrs and saints. By studying a parish in Madrid, we will see how this practice changed at the beginning of the 19th century due to reasons of public health resulting in a transformation of the relations that held the living and the dead.
Keywords
Grave; Church; Cemetery; Public Health; vote
1. LA PARROQUIA DE SAN SEBASTIÁN
En el contexto de la tesis que estamos realizando titulada La vida en Madrid a través de la muerte. La muerte en la Parroquia de San Sebastián de Madrid (1760-1810), uno de los asuntos importantes analizados lo constituye la elección del lugar y la forma de sepultura de los feligreses difuntos. Una de las fuentes esenciales que hemos utilizado en nuestro trabajo han sido los Libros de Difuntos Parroquiales de San Sebastián, y nos llamó la atención cuando súbitamente el 1 de marzo de 1809 leímos que había cambiado bruscamente el modo tradicional de enterrar a los cadáveres. Desde esa fecha se dejó de sepultar en el interior del templo parroquial y del cementerio anejo. Desde entonces figuró en los Libros una anotación con el texto siguiente:
y en cumplimiento de la orden superior se trasladó el cadáver desde la casa mortuoria a la bóveda de esta Parroquia de San Sebastián, y a su debido tiempo fue conducido desde ella al cementerio extramuros de la Puerta de Fuencarral de esta Corte, en que se le enterró, y se le hizo el oficio funeral en esta iglesia, con acuerdo y asistencia de los interesados.
El objetivo de este artículo es conocer las causas que motivaron la modificación de la costumbre secular de enterrar en el interior de los templos, lo que provocó una profunda transformación en la relación que hasta entonces habían mantenido los vivos y los muertos.
La Parroquia de San Sebastián2, y su anejo, la iglesia de San Lorenzo, a mediados del siglo XVIII era la más extensa de Madrid. Según los datos que nos facilita Fermín Caballero en su libro Noticias topográficas estadísticas, los límites de esta Parroquia en el año 1750 (fecha en que se numeró por manzanas el plano de Madrid) comprendía desde el
puentecillo sobre el arroyo Abroñigal, camino de Vallecas, viene por el arrecife de la Puerta de Atocha, sube la calle de éste título, entre por la de San Eugenio, Santa Isabel, del Olmo, Real de Lavapiés, calle de Relatores y por su frente corta la manzana número 234, sigue por la plazuela del ángel, calles de la Cruz y de la Victoria, atraviesa frente a ésta la manzana número 265, dejando fuera el Buen Suceso y saliendo a la calle de Alcalá. Puerta y camino del mismo nombre, a terminar en la Venta del Espíritu Santo3.
También Mesonero Romanos alude a la Parroquia de San Sebastián en los siguientes términos:
Esta iglesia, tan poco notable bajo el aspecto artístico, como importante por su extendida y rica feligresía. Se construyó en 1550, tomando la advocación de aquél santo mártir, por una ermita dedicada al mismo que hubo más abajo, hacia la plaza de Antón Martín. El cementerio contiguo a esta parroquia, que da a la calle de las Huertas y a la de San Sebastián (antes llamada Del Viento) era uno de los padrones más ignominiosos de la policía del antiguo Madrid; y así permaneció hasta la construcción de los cementerios extramuros, en tiempo de los franceses. Recordamos haber escuchado a nuestros padres la nauseabunda relación de las famosas mondas o extracciones de cadáveres que se verificaban periódicamente; en una de las cuales fueron extraídos de la bóveda, confundidos y arrumbados los preciosos restos del gran Lope de Vega4.
La Planimetría General de Madrid de 1749 señala
que cinco parroquias concentraban el 87,3 por ciento de las personas de comunión: San Andrés, San Justo, San Sebastián, San Ginés y San Martín (...). La feligresía de la Parroquia de San Sebastián era la más numerosa de las 19 que componían las distintas parroquias de la capital. Contaba con 36.273 personas de comunión, mientras que la segunda, la de San Martín, tenía 35.498, y la tercera, San Ginés, 28.3255.
El Censo de Aranda de 1768 que tomó como base del recuento las parroquias, señaló que la feligresía de la Parroquia de San Sebastián ascendía a 24.964 personas (siendo superada sólo por la de San Martín que tenía 30.047)6.
El núcleo de la feligresía lo conforman las calles Atocha, Huertas, Carrera del San Gerónimo y Del Prado, más largas y anchas que el resto, representan el corazón de la barriada, formado por calles rectas, estrechas y empinadas muy características de los Austrias. En cuanto a la estratificación social de su feligresía, hemos podido determinar a través de los difuntos, que está definida por un amplio segmento de sirvientes (en torno al 27,6%), seguido de eclesiásticos (el 18,8%), de empleados a sueldo del rey (16,9%), y de nobles (el 11,5%). Por último, el 88,7% de los difuntos que otorgaron testamento saben firmar.
2. LA SEPULTURA
La elección de la forma y lugar de sepultura del cadáver es una de las cuestiones que han interesado a los historiadores de la muerte porque constituye un elemento importante por varios motivos. En primer lugar, porque puede considerarse como una manifestación de las creencias del hombre acerca de sus postrimerías; en segundo lugar, porque afecta al papel de la persona en su conjunto social, buscándose en algunos casos que el sepulcro sirva para mantener determinados vínculos familiares y sociales y, en algunos casos, para prolongar ciertas dignidades recibidas en vida.
También su estudio sirve para confirmar o no la afirmación que hace Carlos Martínez Shaw de que es perceptible en la época de las Luces un proceso de desacralización, uno de cuyos elementos perceptibles lo constituye la indiferencia que, desde 1750, se mostraba con respecto al lugar de sepultura7. Este asunto ha sido importante para dos historiadores franceses dedicados al estudio de las actitudes ante la muerte y que difieren en su interpretación. Michel Vovelle sostiene que las disposiciones gubernamentales que se promulgaron en Francia relativas a la supresión de los cementerios parroquiales y la construcción de los municipales, constituyen, sin duda, una manifestación del proceso laicizador ocurrido en el país vecino desde mediados del siglo XVIII8, mientras que para Philippe Ariès, sin embargo, esta evolución es consecuencia de una menor preocupación de los testadores por señalar en los documentos de última voluntad el sitio y lugar de su sepultura y de una mayor confianza depositada en familiares y albaceas, que serán los que decidan esta cuestión.
Para el Cristianismo la muerte no es la palabra última de la existencia humana, es la puerta que lleva al ser humano al encuentro con Dios, pero antes es preciso que ocurra una separación traumática: el alma y el cuerpo. Mientras que la primera sobrevive y marcha a su destino escatológico, el segundo va a la tierra «de cuyo elemento fue formado» (como muchos de los feligreses difuntos señalan en sus testamentos), pero no para su destrucción definitiva, sino transitoria, a la espera de la resurrección. El sepulcro se convierte así en lugar sagrado de estancia temporal9. Porque el cuerpo muerto no es un despojo, constituye un elemento importante en la carrera de la salvación. El destino del alma sigue estando unido, en cierta forma, al cuerpo que le ha servido de receptáculo, pues este a través de ciertos ritos (la mortaja religiosa o su sepultura en lugar sagrado), puede beneficiar a aquella en su objetivo de alcanzar la vida eterna10.
Sostiene Ariès que el culto a las tumbas de los muertos que se daba en los siglos XIX y XX no tiene nada que ver con los cultos antiguos, precristianos, de los muertos. La práctica en Francia y en general en toda Europa occidental, de enterrar los cadáveres en el interior de las iglesias y en sus cementerios anexos comenzó en el siglo XIII y concluyó en el XVIII. Antes de esta época, en la antigüedad la gente temía la vecindad de los muertos y los mantenía aparte. Por eso, en aquella época las disposiciones del derecho romano11 prohibían las sepulturas en el interior de las ciudades, por lo que los cementerios estaban fuera de los centros urbanos, siempre a lo largo de las rutas. Entre otras razones se pretendía que los muertos no se entrometieran en la vida de los vivos. Sin embargo, hasta el siglo XVIII los muertos dejaron de causar miedo a los vivos y unos y otros han cohabitado en los mismos lugares12.
En efecto, en la Edad Media se produjo una gran ruptura en relación a las actitudes mentales que se habían mantenido en la época romana hacía los antepasados difuntos. El factor relevante fue la fe cristiana en la resurrección de los cuerpos, asociada al culto de los mártires y sus tumbas, pues los autores religiosos estaban convencidos de que la proximidad física de los cuerpos de los fieles y de los mártires y los santos, proporcionaban a los primeros beneficios espirituales para su salvación. Sostiene Jovellanos que «era tal la ciega confianza de algunos, que creían liberarse de las penas del Infierno o del Purgatorio con sólo tener la sepultura inmediata a la de los mártires»13. Por esta razón, los muertos eran confiados al beneficioso amparo de las iglesias y, hasta el siglo XVIII, dejaron de causar miedo a los vivos, y unos y otros cohabitaron en armonía14.
Sin duda, el interés de los testadores en ser sepultados en tierra sagrada es reflejo de una sensibilidad colectiva de permanecer estrechamente vinculados al mundo de los vivos después de su muerte. Por ello, las iglesias parroquiales y sus dependencias se fueron convirtiendo progresivamente en depósitos de cadáveres. Las reiteradas prohibiciones canónicas no pudieron impedir que esta costumbre se afianzara en toda la cristiandad occidental. Por el contrario, los testadores estaban convencidos
que quedando su cuerpo al amparo de la tierra bendita de la iglesia y del cementerio, serían protegidos esperando el día de la resurrección. Pero en el templo, dónde diariamente se renueva el misterio de la Eucaristía el cuerpo tenía aún mayor garantía de conservarse e incluso sentirse ligado misteriosamente al alma separada en compañía del Señor15.
Gran parte del éxito que tuvo en la mentalidad popular la preferencia por considerar el templo como lugar adecuado de sepultura por los beneficios espirituales que aportaba para la salvación16 hay que adjudicárselo a las órdenes mendicantes.
Existía, pues, una notable influencia de los regulares en la preferencia de los fieles, para sepultarse en las iglesias conventuales, las cuales estimaban, por sus indulgencias y devoción de ánimas, el medio más seguro para preservar el cuerpo hasta la resurrección, y garantizar la rápida ascensión al cielo del alma en pena17.
A partir del siglo XV, la mayoría de los testadores manifiestan en sus últimas voluntades querer ser enterrados en la iglesia o en el cementerio donde ya han recibido sepultura miembros de su familia (junto al marido, la mujer o los padres). Mientras que algunos dejan la elección a terceras personas (testamentarios, herederos o cónyuges), otros demuestran, sin embargo, gran interés en describir con detalle el emplazamiento en que desean ser sepultados18. Por otra parte, hay que significar que hasta finales del siglo XVIII no se generalizó la costumbre de señalar mediante una inscripción el sitio exacto de la sepultura, aunque el hábito de amontonar los cuerpos, de superponerlos, de trasladarlos, tampoco facilitaba esta práctica, sólo reservada a algunas tumbas.
No obstante, es notorio que se produce una ordenación del espacio de la iglesia, que denota una clara jerarquización del mismo, y que es reflejo del potencial económico de los difuntos y sus familias. Aunque, aparentemente estén prohibidas las sepulturas y las capillas particulares son visibles en todas las iglesias, formando parte de vinculaciones y mayorazgos; incluso la capilla mayor, caso éste que se da sobre todo en las iglesias conventuales, en las que son enterrados habitualmente sus patronos. En el resto de los templos, el emplazamiento más buscado y más costoso es el coro, cerca del altar donde se dice la misa. Después del coro se buscaba la capilla de la Virgen o su imagen y el crucifijo19. Si bien la elección del emplazamiento designado por los fieles en sus últimas voluntades quedaba subordinada a la aprobación del clero y de la fábrica. Era casi siempre asunto de dinero20.
Por eso los pobres, que no podían satisfacer los elevados derechos de inhumación en la iglesia, eran enterrados en el cementerio parroquial, que era una especie de patio adosado al templo. De esta forma, queda reflejada la diferenciación ante el hecho de la muerte. Los cadáveres de los menos acomodados tenían que conformarse con ser amontonados en fosas comunes.
No resultaba extraño en los siglos XVII y XVIII encontrar los suelos de las iglesias pavimentados de tumbas, unas cubiertas con simples lápidas y otras con mármoles orgullosos. Toda la superficie del templo era un cementerio compartimentado. En este sentido, resulta interesante el testimonio de un lector del Diario de Madrid que escribe a la redacción comentando una visita realizada a la Parroquia de San Sebastián en 1788, en la que se muestra sorprendido por el estado desigual que ofrecía el suelo de la iglesia (llegando a tropezar y hundírsele los pies) a causa de los frecuentes enterramientos en su interior, percatándose de que en varias sepulturas acababan de introducir cadáveres21.
En la prensa madrileña del último tercio del siglo XVIII se observa una inquietud, tanto por parte de lectores como de editorialistas acerca de lo inconveniente de esta costumbre de dar sepultura a los difuntos en el interior de los templos y los beneficios que implicaban los cementerios extramuros. Hemos considerado, a título de ejemplo, dos editoriales publicados en la prensa sobre este asunto. El primero de ellos, aparecido en el Diario Curioso de Madrid en 1786, señala las medidas que se utilizan en algunos países cristianos para evitar los indudables perjuicios que causan a la salud pública la tradicional costumbre, fundada en elementos religiosos, de dar sepultura a los cadáveres dentro de las poblaciones y, concretamente, en el interior de las iglesias. Dichas medidas se basan fundamentalmente en la utilización de la cal y el fuego para lograr una efectiva y rápida consunción de los cadáveres22.
En el segundo de los artículos, además de hacer referencia al informe publicado por la Real Academia de la Historia, previa consulta del Supremo Consejo de Castilla, sobre la disciplina eclesiástica relativa al lugar de sepulturas con fecha 10 de junio de 1783, se atribuye a la vanidad o a la devoción el interés de muchos difuntos en ser sepultados en lugares determinados del templo, especialmente los más cercanos al altar mayor. Luego, se advierte que la fina capa de tierra que suele cubrir a los cadáveres, junto al calor de las velas que arden en la iglesia, y el olor que desprende la gran cantidad de gente que en determinados días acude a las celebraciones, provoca ciertamente una atmósfera pestilente que es causa frecuente de problemas para la salud de clérigos y fieles. Continúa el texto relatando un incidente que ocurrió en la iglesia de San Ildefonso, anejo a la Parroquial de San Martín de Madrid, cuando se ordenó ejecutar una monda general de los cadáveres allí sepultados. Concluye el artículo haciendo varias recomendaciones para evitar estos problemas entre tanto se construyen los cementerios fuera de la Villa y Corte, como son realizar mondas generales en las iglesias y construir nuevas sepulturas con nueve o diez metros de profundidad23.
Sin duda, éstas y otras opiniones de las élites ilustradas en relación a los enterramientos, hicieron que las cosas cambiaran a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, fundamentalmente en Francia. Lo que venía siendo natural desde hacía un milenio sin provocar queja alguna comenzó a inquietar a los espíritus ilustrados, que consideraban esta práctica perjudicial para la salud pública, a causa de las emanaciones pestilentes y los olores infectos procedentes de las fosas. Los muertos debían volver a los cementerios situados lejos del centro de las ciudades y debían ser gestionados ya no por la Iglesia, sino por las autoridades civiles. De esa manera, la sepultura fue perdiendo paulatinamente su benefactor carácter sagrado. Pero lo más importante es que se produjo un importante cambio en la relación entre los vivos y los muertos. Estos dejan de estar obsesivamente presentes en la vida cotidiana de aquellos, se produce una disgregación entre el mundo de los vivos y de los muertos Entre ellos el nexo religioso se relaja notablemente, aunque se mantienen y afianzan las relaciones basadas en la familiaridad. Ahora se visita la tumba de un ser querido con la intención de evocar su recuerdo poniendo, en ocasiones, unas flores en su sepultura.
El destino del cuerpo cadáver, invariablemente, es la sepultura, y así lo señalan los testadores feligreses difuntos de la Parroquia de San Sebastián de Madrid en el punto primero de las cláusulas dispositivas de última voluntad. En efecto, tras manifestar su deseo de encomendar su alma a Dios y asumir la separación del alma y el cuerpo tras la muerte, piden que éste sea «devuelto a la tierra de cuyo elemento fue formado». Así lo señalan 214 otorgantes (el 63,7%) del total de los 336 documentos que hemos estudiado en nuestro trabajo24. Y ello da fe de la certeza de los testadores respecto de la naturaleza fugaz y corruptible de la parte física del ser humano.
A la hora de la elección de la sepultura, el otorgante en el testamento pone perfectamente en práctica la doctrina católica sobre la muerte, que no es otra que la separación del alma y cuerpo. Por ello, es una constante en las últimas voluntades encomendar el alma a Dios que la creó y enviar el cuerpo a la tierra. En las cláusulas testamentarias, algunos otorgantes señalaban expresamente donde deseaban ser sepultados, otros dejaban tal disposición al cuidado de sus testamentarios, herederos y cónyuges, y otros nada señalaban al respecto. Por último, había quien en sus últimas voluntades dejaba al azar la elección de su enterramiento, como don Gabriel de Fonseca, cirujano de la Real Familia del Rey, que señalaba en su testamento debía ser enterrado en la iglesia o paraje donde lo cogiera la muerte, pues como seguía las jornadas del Rey, podía sucederle en algún Real Sitio25.
Sin embargo, la fuente más importante para conocer el sitio y lugar donde fueron sepultados los feligreses difuntos de San Sebastián la constituyen los Libros de Difuntos Parroquiales, que señalan con claridad tal circunstancia a lo largo de los seis años que constituyen el objetivo cronológico de nuestro trabajo. Veamos los datos (cuadro 1).
Antes de empezar el análisis de las cifras contenidas en este cuadro, hay que significar que, como dijimos, desde el 1 de marzo de 1809 se dejó de sepultar dentro de la iglesia de San Sebastián y en su cementerio. En cumplimiento de una orden gubernativa, desde esa fecha fueron obligatorios los sepelios en el cementerio extramuros situado en la Puerta de Fuencarral. Por tanto, los datos de 1810 no admiten comparación con los años precedentes y deberán ser estudiados aparte.
Como decimos, los registros de difuntos parroquiales constituyen la fuente más segura para conocer el lugar exacto donde fueron sepultados sus feligreses (los testamentos reflejan un deseo del testador que algunas veces no puede cumplirse). Son éstos: el interior de la iglesia parroquial, su cementerio anexo, otras iglesias madrileñas (entre las que hay que citar la de San Lorenzo, que tenía la condición de aneja a la de San Sebastián), otras iglesias de pueblos, conventos, ermitas y otros cementerios.
2.1. EN LA IGLESIA PARROQUIAL
Como observamos en el cuadro 1, el lugar más utilizado de enterramiento entre los feligreses difuntos de la Parroquia de San Sebastián de Madrid es el interior del templo parroquial. En efecto, en el conjunto de los seis años que estudiamos, 1.228 personas fallecidas fueron sepultadas dentro de dicha Iglesia26. Lo que representa el 78,3% sobre el total de los 1.568 difuntos (excluidos los 303 que fallecieron en 1810 y obligatoriamente fueron inhumados en los nuevos cementerios extramuros). Por otra parte, si incluimos las 38 personas enterradas en la iglesia de San Lorenzo, que fue anexo de la Parroquia de San Sebastián hasta junio de 1799, el porcentaje aumenta hasta el 80,7%.
Veamos ahora la evolución de los enterramientos en el interior de la iglesia por años. Durante 1760 el 71,4% de los fallecidos de la feligresía de la Parroquia de San Sebastián de Madrid pidieron ser enterrados dentro del templo parroquial; en 1770 fue el 74,8%; en 1780, el 81,4%; en 1790, el 82,4%, y en 1800 el 81,7%. En la media de los cinco años el porcentaje fue 78,3%. El dato es contundente y señala con absoluta claridad la preferencia de los fieles en ser sepultados en el interior del templo. Hay incluso una evolución continuamente ascendente en el transcurso de los cinco años (a excepción del último), aunque no muy significativa, pues la horquilla progresa desde un porcentaje del 71,4% al 82,4%; es decir, un 10,5%.
Por otra parte, también podemos hacer un cálculo sencillo para conocer la frecuencia de los enterramientos dentro de la iglesia. Multiplicando los 5 años por 365 días, obtenemos la cantidad de 1.825 días, que dividiéndola entre 1.228, que fueron las personas sepultadas, resulta una media diaria de 1,49. Sin embargo, a través de los registros de difuntos de la Parroquia de San Sebastián, hemos verificado que había días que en el interior de la iglesia sepultaban hasta 5 y 6 cadáveres (esto último sucedió el 27 de febrero de 1780)27 y prácticamente todos los días se enterraba a alguien. ¿Cómo era posible esto teniendo en cuenta que el espacio era limitado y reducido? Se llevaba a cabo la llamada «monda de cuerpos», esto es, exhumaciones periódicas de cadáveres que se hacían removiendo el cuerpo enterrado anteriormente y separando los huesos (que se trasladaban al osario) de la carne putrefacta (que era mezclada entre la tierra de la tumba). Estos trabajos que se hacían entre uno y siete años después de la sepultura (tiempo en que se consideraba se producía la descomposición de los cuerpos y que dependía de ciertas condiciones ambientales), debían realizarse con precaución, pues en algún caso habían originado serios accidentes, incluso, según se decía mortales, a causa de los vapores mefíticos (utilizando una expresión de la época) que desprendían los cuerpos muertos en el proceso de corrupción. La insalubridad que ello provocaba fue -como hemos visto- una razón importante de que se prohibiera dar sepultura en el interior de los templos28.
Se solía fijar un año para realizar el «rompimiento» de sepultura y poder añadir en ella un cuerpo más. La norma en muchas diócesis para las sepulturas de fábrica era que los derechos de ocupación caducaran a los siete años, al cabo de los cuáles eran renovables, abonando de nuevo los aranceles correspondientes, aunque como la acumulación de restos era tan grande a veces no se cumplía este plazo.
En el siglo XVIII la preferencia social por los entierros en el interior de las iglesias es un hecho contrastado en todos los trabajos sobre las conductas ante la muerte. Las autoridades eclesiásticas sólo impiden la venta de sepulturas y la colocación sobre ellas de signos o relieves.
Como hemos dicho, las sepulturas en el interior del templo parroquial normalmente no estaban diferenciadas No existían marcas que señalaran las personas que estaban enterradas allí. Eran sepulturas anónimas, colectivas, por tanto compartidas y que cada cierto tiempo se renovaban; el lugar que ocupaban dentro de la iglesia marcaba la diferencia y el precio. Durante el Antiguo Régimen la mayor parte de los enterramientos fueron anónimos y sólo la extensión de las tumbas individuales, ya muy tardíamente, difundió el uso de las inscripciones y epitafios. La difusión de la sepultura individual únicamente pudo producirse cuando se llevaron a la práctica (como veremos más adelante) los proyectos ilustrados de desviar las inhumaciones a cementerios situados fuera de las ciudades, que coincidieron con la aparición de una nueva sensibilidad familiar que favoreció el culto a los muertos cimentado sobre la perennidad del recuerdo individual y al que repugnaban los antiguos enterramientos colectivos.
Ariès sostiene que
en Francia hasta finales del XVIII no se generalizó la costumbre de señalar mediante una inscripción el sitio exacto de la sepultura, el hábito de amontonar los cuerpos, de superponerlos, de trasladarlos, tampoco permitían generalizar esta práctica, sólo reservada a algunas tumbas. No había catastro del subsuelo funerario29.
Como decimos, no era práctica usual señalar con una lápida el lugar de entierro de los difuntos Sin embargo, una excepción la constituye la señora doña Vicenta Alfonsa Santillán y Zapata, viuda que fue de un caballero de la Orden de Santiago y miembro del Consejo de S.M. en el Tribunal de la Contaduría Mayor de la Real Hacienda, fallecida en 1790 a la edad de 70 años, quien en su testamento mandaba colocar una lápida encima de su sepultura, en la que se debía grabar su nombre, para que «los que lo leyesen se acuerden de rogar por mí a Dios con sus oraciones»30.
Los lazos familiares eran importantes en la vida y en la muerte, por lo que algunas sepulturas eran solicitadas por mantener o haber mantenido restos de personas conocidas y queridas. Es el caso de Felipe López, fallecido en 1780 a la edad de 80 años, quien en su testamento pedía ser enterrado en la misma sepultura que ocupa su primo Juan o, en su defecto, en la que lo está su compadre Domingo31.
Sin duda, la devoción -junto a contar con los recursos económicos adecuados- era un factor importante a la hora de decidir el lugar de entierro. Y ello se pone de manifiesto con el señor don Miguel Bañuelos y Fuertes, caballero pensionado de la Orden de Carlos III, del Consejo de S.M., intendente del ejército, secretario y único ministro de la Real Orden de la Reina, quien falleció en 1800 a la edad de 85 años y había dispuesto en su testamento, otorgado un mes antes, que se suplicara al cura propio de la Parroquia de San Sebastián le concediera la oportuna autorización para poder ser enterrado al pie de un altar dedicado a María Santísima, para que lo protegiera de difunto, al igual que lo había hecho durante su vida32.
A pesar de que las constituciones sinodales de todos los obispados determinaban que las sepulturas en el interior de las iglesias no podían ser de posesión particular, en la práctica, y al margen de los patronatos sobre capillas y altares, los dominios sobre las simples sepulturas de fábrica se cedieron con mucha mayor facilidad de lo que preveían dichas constituciones, y en verdad tales cesiones poco diferían de usufructos permanentes, derechos de propiedad o cesión a perpetuidad. Más bien eran derechos de enterramiento. Normalmente, la adquisición de tales derechos no solía implicar la colocación de una lápida sepulcral, ni la rotulación de la losa ya existente, ni dibujos de imágenes sagradas. Aunque entre los patronatos de capillas, conventos y ermitas hubo quienes quisieron sancionar su dominio gravando en piedra sus escudos heráldicos.
Como decimos no eran frecuentes, en el interior de los templos, las sepulturas en propiedad. Sin embargo, en algunos casos, se producían ciertos conflictos. Es el caso de doña Quintina Montesinos, fallecida en 1810 a la edad de 49 años, cuya anotación registral en el Libro de Difuntos señala que sus familiares no pagaron los derechos de fábrica o rompimiento, a causa de hallarse en litigio la propiedad de la sepultura33.
Algunas Cofradías y Hermandades, entre cuyos fines estaban el facilitar sepultura digna a sus miembros (pertenecientes fundamentalmente a la clase popular y artesanal), enterraban a estos en sepulturas propias, que eran comunes, tanto en el interior del templo parroquial como en el cementerio exterior.
Dentro del asunto de las sepulturas en el interior de la iglesia parroquial, conviene referirse brevemente a los entierros realizados en sus bóvedas y capillas. En el interior de los templos y otros edificios religiosos los personajes más favorecidos ocupan espacios privilegiados: capillas privadas, criptas o bóvedas excavadas en muros y suelos. La nave central se reservaba para jerarquías religiosas y familias reales. El resto de la población ocupaba el espacio restante. En los testamentos algunos otorgantes aluden explícitamente a su deseo de ser enterrados en estos lugares privilegiados por motivaciones diversas. Aunque en el fondo subyace la búsqueda de mayores beneficios espirituales, no hay que olvidar la importancia de los condicionantes económicos y sociales en la adopción de tal decisión.
Durante los cinco años que venimos considerando la sepultura en el interior de la iglesia parroquial de San Sebastián, del total de las 1.228 personas que fueron enterradas allí, 66 lo fueron en sus distintas bóvedas y capillas (el 5,4% del total), concretamente 32 en las primeras y 34 en las segundas. La costumbre se mantiene, e incluso se incrementa, con el transcurso de los años, siendo el de 1790 el de mayor número de enterramientos (17) seguido de 1800 (15). En las bóvedas recibieron sepultura 21 hombres (20 de ellos tenían tratamiento) y 11 mujeres (todas con tratamiento). En las diferentes capillas se enterraron 18 hombres (7 tenían tratamiento) y 16 mujeres (5 eran «doñas»). Resulta, por tanto, evidente que la sepultura en las bóvedas era más elitista.
Ello se comprueba también por las cantidades pagadas a la fábrica de la iglesia por los derechos de enterramiento. De los 32 difuntos que recibieron sepultura en las distintas bóvedas de la iglesia, por 18 se pagaron diversas sumas en ducados34 y todos ellos fueron sepultados en las bóvedas principales de la iglesia de San Sebastián. En 13 casos se abonaron 40 ducados por cada uno, y fueron inhumados en la bóveda que se halla bajo el altar colateral de Nuestra Señora de la Blanca, y por los 5 restantes se pagó la considerable cantidad de 80 ducados, también por difunto, siendo sepultados en el lugar más privilegiado, escogido del templo parroquial: la bóveda que se halla bajo el altar mayor. En este sentido, debemos significar que las aportaciones de 80 y 40 ducados constituyen las dos de mayor cuantía reflejadas por los Libros de Difuntos Parroquiales de San Sebastián pagados a la fábrica de la iglesia en el conjunto de los seis años que consideramos como ámbito cronológico de este trabajo.
Sólo por uno de los sepultados en la bóveda del templo parroquial la fábrica no percibió cantidad alguna. Se trata del señor don Vicente Gil de Olaún, que fue cura propio de la iglesia parroquial de San Sebastián, fallecido en 1800 a la edad de 75 años, por cuanto los presbíteros capitulares de determinadas iglesias tenían derecho a ser enterrados en el interior de las mismas de manera gratuita.
Los cinco difuntos por los que la fábrica de la iglesia recibió 80 ducados fueron:
- El señor don Domingo Alejandro Cerezo, que fue del Consejo de S.M. en el Supremo de Castilla, fallecido en 1780 a la edad de 61 años35.
- El señor don Antonio de Anda y Salazar, que fue Caballero de la Orden de Carlos III, oficial mayor de la Secretaría de Estado del Despacho Universal de Gracia y Justicia de Indias y secretario de S.M. con ejercicio de decretos. Falleció en 1790 a la edad de 45 años36.
- El Excmo. señor don Juan Pablo de Aragón, que además de ser titular de varios títulos de nobleza, era Grande de España de primera clase, Caballero de la insigne Orden del Toisón de Oro y Gentilhombre de Cámara de S.M. Murió el 18 de septiembre de 1790. Fue enterrado concretamente en la bóveda que se halla bajo el altar mayor, por lo cual se pagó a la fábrica la cantidad de 80 ducados37.
- La señora doña María Severa San Juan, marquesa de Cervera, fallecida en 1800 a la edad de 23 años38.
- Don Juan Ignacio de Aguirre, que fue teniente capitán del Regimiento de Milicias de Toledo, fallecido en 1800 a la edad de 19 años39.
Los 14 difuntos restantes que pagaron por los derechos de enterramiento diversas cantidades en reales (salvo dos por los que se pagó 8 y 10 ducados, respectivamente) fueron enterrados en distintas bóvedas de capillas propiedad de Congregaciones, gozando de un estatus socio-económico menor que los que lo fueron en las dos bóvedas principales del templo parroquial.
En las diversas capillas fueron sepultados 34 difuntos, todos ellos pertenecientes a distintas Cofradías y Congregaciones parroquiales, o familiares de ellos. Por sus enterramientos se pagaron a la fábrica de la iglesia diferentes cantidades en reales, a excepción de uno por el que se pagó un ducado.
2.2. OTROS LUGARES DE SEPULTURA DE LOS FELIGRESES DIFUNTOS DE LA PARROQUIA DE SAN SEBASTIÁN DE MADRID
Sirviéndonos nuevamente del cuadro 1, observamos que el segundo sitio más utilizado para sepultar a los feligreses difuntos de la Parroquia de San Sebastián fue su cementerio40. En efecto, en el conjunto de los cinco años (excluido 1810, pues como sabemos desde 1809 era obligatorio inhumar los cadáveres en los cementerios extramuros de la Puerta de Toledo y la Puerta de Fuencarral), fueron sepultados en el cementerio parroquial 196 personas lo que representa un porcentaje del 12,5% del total. Los registros de difuntos parroquiales recogen también la sepultura de dos feligreses en el cementerio del Hospital General y de otro en el cementerio del Hospital de San Juan de Dios.
Los Libros de Difuntos de la Parroquia de San Sebastián señalan que en 1760 el 16,4% de los feligreses difuntos fueron sepultados en el cementerio parroquial; en 1770 el porcentaje fue del 13,6%; en 1780 del 9%; en 1790 del 11,5%; y en 1800 del 12,6%. Se observa, por tanto, una progresiva disminución de los enterramientos desde 1760 a 1780, año en que la tendencia se invierte moderadamente hasta 1800. La media de los cinco años arroja un promedio del 12,5%.
El cementerio parroquial era un pequeño recinto situado detrás de la iglesia, donde actualmente se unen la calle Huertas y la calle de San Sebastián. Tras su desaparición debida a la remodelación de la zona, fue sustituido por una floristería que todavía existe en la actualidad. Naturalmente, el camposanto tenía la consideración de lugar sagrado ya que en él se enterraba a todo aquel que no podía costearse una sepultura en el interior del templo, siendo por tanto, el lugar de entierro de los difuntos pobres que se sepultaban de limosna41, y así figura en los registros parroquiales: «(...) se enterró de limosna en el cementerio de esta iglesia». Había días que se inhumaban dos y hasta tres cadáveres (uno de estos días fue el 8 de noviembre de 1760)42. Los difuntos se enterraban sin caja o ataúd, en una fosa común unos sobre otros. Las fosas se abrían constantemente ante la llegada de un nuevo cadáver y se utilizaban hasta que se llenaban. Luego se cerraban unos años, se abrían de nuevo para destruir los restos óseos que quedaban y volvían a reutilizarse. En las fosas no había lápidas ni inscripciones.
Sin embargo, en el recinto funerario existía una imagen del Santísimo Cristo del Consuelo a la que la feligresía tenía mucha devoción, y algunas personas, por este motivo, disponían ser enterradas allí. Así lo ponen de manifiesto los registros de difuntos parroquiales, al señalar que en el conjunto de los cinco años, diez personas, cinco hombres y cinco mujeres, fueron sepultados allí por devoción, pagando a la fábrica parroquial los derechos correspondientes. Reflejo de ese fervor es que existía una Congregación con ese nombre, que tenía una sepultura propia en ese mismo lugar y en la que se enterraba a sus congregantes y a algunos familiares de éstos. De 1760 a 1800 fueron enterradas allí 19 personas.
Manuel Muñoz así lo ordenaba en su testamento: «y sepultado en una de las sepulturas que se hallan bajo de la imagen del Santísimo Cristo del Consuelo en el cementerio de la iglesia parroquial de San Sebastián de esta Corte, sin ostentación alguna»43. El coste de su entierro en tal sepultura fue de veinticuatro reales de vellón.
2.3. OTRAS IGLESIAS
El tercer lugar de sepultura utilizado por los feligreses difuntos de la Parroquia de San Sebastián lo constituyen «otras iglesias», distintas del templo parroquial. Entre ellas estarían la iglesia de San Lorenzo que, hasta mediados de julio de 1799 fue aneja a la de San Sebastián, las iglesias de algunos conventos, los templos de ciertos pueblos en los que fueron enterrados varios feligreses que fallecieron allí, por ser naturales de ellos, o como consecuencia de accidentes o muerte súbita (cobrando la fábrica de San Sebastián los derechos correspondientes)44, otras iglesias de Madrid45, y la ermita de San Blas, perteneciente a la demarcación parroquial de San Sebastián, donde en 1790 fue enterrado un feligrés. Concretamente fueron 142 los difuntos sepultados en éstas «otras iglesias», lo que representa un porcentaje del 7,6% sobre el total.
Curiosamente en los Libros de Difuntos parroquiales de San Sebastián figura escrita con algún detalle la ceremonia de sepultura de don Gregorio Zulueta, fallecido en 1780 a la edad de 45 años, que fue presbítero colector del oratorio de San Ignacio y que fue enterrado en el mismo. La ceremonia comenzó con el toque de difuntos de la iglesia de San Sebastián. No se hizo procesión fúnebre por las calles de la parroquia, porque así lo pidieron los albaceas. Sí en el interior del oratorio, que fue presidida por el teniente mayor de cura de esta parroquia y el de la iglesia de San Ignacio, acompañados por sacerdotes y fieles. Posteriormente, ante el cadáver, se cantó la vigilia y un responso; después se celebró una misa de cuerpo presente con diácono y subdiácono (sin la intervención de los capellanes del oratorio); dándose, por último, cristiana sepultura al difunto46.
Cuando la inhumación se hacía en otra iglesia distinta a la parroquial de San Sebastián, y previa autorización del vicario, el cadáver era llevado y entregado a dicha iglesia por una comitiva presidida por la cruz y el clero parroquial de donde era feligrés el finado.
Los registros parroquiales de San Sebastián, en relación a los feligreses que solicitaron ser sepultados en «otras iglesias», muestran los datos siguientes: en 1760 representaron el 11,9%; en 1770 el 11%; en 1780 el 9,3%; en 1790 el 6%; en 1800 tan sólo el 5,6%; y por último, extrañamente, en 1810, cuando ya no se enterraba en el interior de los templos, hay un feligrés que consta fue enterrado en otra iglesia47. En la media de los cinco años los difuntos enterrados en «otras iglesias» fue del 7,6%.
No era frecuente, como decimos, en el siglo XVIII ser sepultado en conventos o monasterios, o más exactamente en el interior de sus iglesias. El entierro en ellas era caro y el gozar de este derecho estaba restringido a determinadas personas que tuvieran relación con la Orden que regía el cenobio. También era habitual que los presbíteros que realizaban su actividad pastoral en determinados conventos fueran sepultados en el interior de los mismos. Sin embargo, en ocasiones, los deseos de algunos de estos capellanes se veían condicionados por sus escasos medios económicos.
El entierro en conventos, por tanto, como ya ocurría en el siglo XVII, era una cuestión de devoción, de dinero y de estatus. Sin embargo en el XVIII se produce un descenso en las solicitudes de sepultura en conventos por parte de las altas capas de la sociedad, como así lo pone de relieve la mayor parte de los trabajos publicados al respecto; es decir, la parroquia gana protagonismo entre los testadores. En efecto, como señala Vovelle, la elección de conventos como lugar de sepultura retrocede en Francia desde la primera mitad del siglo XVIII, y aumenta la preferencia por las iglesias parroquiales.
Con relación a otros lugares de España, también es clara la superioridad de las sepulturas en las parroquias, aunque hay algunos casos particulares. Así, en Córdoba a finales del siglo XVIII eligen un convento el 8% de los testadores. Según Rivas Álvarez, en Sevilla, los enterramientos en iglesias parroquiales aumentan -del 82% en 1701 al 94% en 1799-, mientras que parece mantenerse la elección en los conventos -el 12% en 1701, el 7% en 1750 y el 10% en 1799. En Oviedo también predomina el entierro en las parroquias, con un porcentaje global del 70%; pero se aprecia una disminución: un 76% en la primera mitad del siglo XVII, frente a un 61% en la segunda del siglo XVIII48.
Por su parte, Máximo García Fernández, en su estudio sobre la religiosidad y comportamientos colectivos en el Antiguo Régimen en Valladolid, señala que las respectivas iglesias parroquiales albergaron los huesos del 83% (96,5% en poblaciones pequeñas) de sus feligreses49. Sólo en Cádiz, las iglesias conventuales fueron más demandadas que las parroquiales.
3. LOS ENTERRAMIENTOS EN LOS NUEVOS CEMENTERIOS URBANOS
Como hemos dicho anteriormente, desde el 1 de marzo de 1809 se dejó de enterrar, tanto en el interior de la iglesia Parroquial de San Sebastián, como en su cementerio exterior.
El primer testamento, dentro del ámbito cronológico que estamos considerando y, que se refiere a esta norma corresponde al otorgado por doña Josefa García de Tejada en agosto de 1810 y fallecida nueve días más tarde, en el que mandaba ser enterrada en el cementerio a que corresponda la parroquia de la que fuera feligresa a su fallecimiento, «con arreglo a las últimas órdenes que rigen en este punto»50.
El sepelio en los cementerios extramuros de la ciudad significó la ruptura en dos de la ceremonia religiosa; por un lado el servicio en la iglesia de cuerpo presente, que era público; por otro lado el enterramiento, que ya no lo es. Esto, con el paso del tiempo, provocaría indiferencia, un alejamiento del culto de la tumba y de las almas del Purgatorio. Veamos seguidamente cómo se desarrolló el proceso que llevó a las autoridades a prohibir los enterramientos tanto en el interior de los templos como en sus cementerios anexos.
En España y fuera de ella, como hemos visto, la opinión ilustrada estaba contra los enterramientos en las iglesias, y una parte del clero participaba de esta opinión, porque era el que más de cerca palpaba los inconvenientes de aquella situación. Peter B. Goldman, en «La lucha por los cementerios municipales»51 ha recogido algunos testimonios bien elocuentes, todos ellos referentes a la época que nos ocupa. La parroquia madrileña de San Sebastián tuvo que cerrar varios días el año 1786, porque habiendo reventado tres veces la sepultura del arquitecto don Juan Durán despedía un hedor insufrible. Dos años antes, la colegiata de Antequera también estuvo sin uso por la fetidez del aire. El obispo de Cartagena, Rubín de Celis, prelado ilustrado, se quejaba de que lo mismo ocurría en su catedral. El obispo de Córdoba informó al Consejo que el mismo peligro acechaba a aquella catedral por su dilatada extensión y bajo techo. Informes pedidos al Protomedicato y a la Academia de Medicina confirmaron la insalubridad y el riesgo permanente que conllevaba la práctica de inhumar en los templos, con argumentos parecidos a los que empleó la Real Academia de la Historia en su ya citado Informe sobre la disciplina eclesiástica antigua y moderna relativa al lugar de las sepulturas de 10 de junio de 178352, en el que además no sólo se acudía a los argumentos sanitarios, sino que, poniendo en juego una amplia erudición histórica, se significaba que la práctica de enterrar en los cementerios extramuros de las ciudades era acorde con las costumbres de la primitiva Iglesia.
Pero el cambio de la práctica funeraria de enterrar en el interior de las iglesias no fue fácil. Así lo expone Antonio Domínguez Ortiz:
Y sin embargo, la Real Cédula de 3 de abril de 1787 ordenando establecer cementerios fuera de las poblaciones no tuvo efectos prácticos; aunque las necrópolis previstas estuviesen dotadas de capillas, aunque su suelo fuera sagrado (campo santo), aquella sociedad estaba muy mentalizada en cuanto a la conveniencia, por decirlo así, de vivos y muertos, y la seguridad que al descanso eterno del alma parecía prestar la sombra tutelar de la iglesia. Fue más tarde, a comienzos del siglo XIX, cuando, venciendo fuertes resistencias, se impuso la práctica hoy habitual de enterrar en los cementerios extramuros, reservando para casos especiales la inhumación en el interior de las iglesias53.
Como hemos visto, será a finales del siglo XVIII cuando empiecen a escucharse numerosas voces a favor de la creación de los cementerios alejados de las ciudades. Gran defensor de ello sería el matemático y arquitecto catalán Benito Bails, quien en 1785 publica un Tratado al respecto titulado Tratado de la conservación la salud de los pueblos y consideraciones sobre los terremotos, en el mostraba un radical rechazo a la inhumación de los cadáveres en las iglesias de su población porque «no hay cosa más perjudicial a la salud de sus vecinos que enterrar los muertos en su recinto». Sostiene que, no solo la práctica es insana cuando el difunto ha muerto de una enfermedad contagiosa, lo es en todos los casos. Éste es el motivo por el que desde hace unos años en algunas naciones católicas de Europa se ha procurado desterrar esta práctica.
La epidemia ocurrida en 1781 en la villa guipuzcoana de Pasajes54 sería el detonante para que se tomaran medidas al respecto. Por el Consejo de Cámara se decidió la construcción de cementerios proporcionados a los entierros que más o menos pudieran tener lugar en unos decenios y, el propio rey, Carlos III, siguiendo el consejo de su ministro el Conde de Floridablanca, ordenó acometer el del Real Sitio de la Granja de San Ildefonso55, cuyo Reglamento serviría de base para la posterior legislación sobre el particular.
Esta legislación se iniciará por la Real Cédula publicada con fecha 3 de abril de 1787, estableciendo la prohibición de inhumaciones y entierros en iglesias y monasterios -con excepción de ciertas personas de relevancia social como reyes, obispos, fundadores, sacerdotes y religiosos-, debiendo realizarse en los cementerios a crear fuera de las poblaciones, aprovechando como capillas las ermitas existentes en muchos casos, todo ello bajo diseño de las autoridades eclesiásticas y con el consentimiento de los respectivos corregidores. No faltaron los clásicos enfrentamientos entre ambas jurisdicciones a medida que fueron promulgándose otras disposiciones sobre la materia.
No obstante, poco caso, por no decir ninguno, se hizo a la disposición real. Según parece, las causas para explicar el fracaso fueron varias, pero quizá la principal fue de índole económica, pues las autoridades civiles -a pesar de apoyarse en razones sanitarias- no quisieron contribuir al gasto de construcción de las nuevas necrópolis, dejándolo a cargo de las parroquias, ya de por sí perjudicadas con la decisión por la pérdida que iba a suponerles el dejar de ingresar los derechos de enterramiento. Además, no debemos de olvidarnos de otras cuestiones. A Carlos III, rey ilustrado y amante de mejorar en todos los aspectos de la ciudad de Madrid, le costaba sin embargo romper las tradiciones y, en este caso en concreto, fue muy generoso en cuanto a excepciones.
Pero, poco a poco, la sepultura en los cementerios iba calando en la mentalidad de las gentes. Como muestra el Diario de Madrid de fecha 10 de marzo de 1788, publicó la copia literal de una cláusula testamentaria otorgada por D.F.S. (como así se señala), quien encontrándose gravemente enfermo pide no ser enterrado en el interior de una iglesia, poniendo de manifiesto las condiciones de insalubridad que existían dentro de los templos con motivo de los enterramientos que en ellos se realizaban. Esgrimía como razón fundamental que la iglesia debe ser un lugar de alabanza y de adoración a Dios, en el que los fieles puedan orar y rogar entre velas y olor a incienso. Nunca esta atmosfera de santidad, compostura y respeto debe ser profanada por la putrefacción y la miseria de los cuerpos allí sepultados56.
Habrá que esperar a una nueva Disposición, ya de Carlos IV, de fecha 26 de abril de 1804, para que el Ayuntamiento de la Villa y Corte -al objeto de dar cumplimiento a lo ordenado- se dirija a la Iglesia instándole a ello y adelantando, de los fondos de sisas, 400.000 reales destinados a llevar a cabo el primer cementerio madrileño. Sin embargo, sería José I el que verdaderamente daría el definitivo empuje al respecto, ya que, sin más contemplaciones ordenó la construcción de tres cementerios: uno al sur, otro al este y un tercero al oeste. Finalmente se edificaron dos cementerios, ambos llamados Generales, situados fuera de la población y dependientes de la Iglesia, concretamente del arzobispado de Toledo.
El primero de éstos, fruto de la disposición de Carlos IV de fecha 26 de abril de 1804, fue denominado General del Norte, y también de la Puerta de Fuencarral, pues se construyó en terrenos inmediatos a la misma -entre las actuales calles madrileñas de Magallanes, Fernando el Católico, Rodríguez San Pedro y plaza del Conde del Valle de Suchil-, bajo diseño y dirección del arquitecto Juan de Villanueva, quien en ciertos aspectos, como lo relacionado con la estructura de los nichos, se inspiró en la del parisino y famoso Père-Lachaise.
Comenzaron las obras en 1804, pero no se bendijo hasta 1809. Desde el punto de vista eclesiástico correspondía a las parroquias de San Salvador y San Nicolás, San Ginés, San Ildefonso, San José, San Luís, San Marcos, San Martín, San Sebastián, Santa María, Santiago y la Patriarcal, por lo cual su superficie se dividió en parcelas, siendo asignadas cada una a su correspondiente iglesia. Los feligreses difuntos de San Sebastián dejaron de ser enterrados en el interior del templo parroquial y comenzaron a ser sepultados en este cementerio el 1 de marzo de 1809.
El segundo cementerio fue el General del Sur o de la Puerta de Toledo, que comenzó a edificarse en 1808 y que se ubicó, cruzando el río, en el llamado Alto de Opañel, ocupándose de su diseño y construcción el arquitecto Juan Antonio Cuervo, aunque en realidad es que todo quedó reducido a la explanación y cercado de los terrenos y la división del espacio destinado a los enterramientos en ocho cuarteles -uno con destino a los fieles de cada parroquia de su circunscripción: San Andrés, Santa Cruz, San Justo, San Lorenzo, San Millán, San Pedro y San Sebastián y, el último para los fallecidos en los reales hospitales. Los feligreses de la Parroquia de San Sebastián de Madrid comenzaron a ser enterrados en este cementerio el 30 de abril de 1810, año de su inauguración.
Pasarían años hasta que se decidió levantar una modesta capilla y la casa con destino al capellán. Además, al carecer de guardas y tener una verja muy baja, frecuentemente entraban perros que escarbaban en la tierra y cogían los huesos de los muertos. El desinterés por su mantenimiento fue continuo y el abandono progresivo, todo ello debido a que no pudo competir con los cementerios particulares de las Sacramentales (que fueron construyéndose muy próximos a él -especialmente las de San Isidro, Santa María y San Justo-, cuyas cofradías cuidaban con esmero y sentido religioso. De ahí que todo aquel que podía costearse un nicho o sepultura optase por éstos y que, no solo este General del Sur, sino incluso el del Norte, quedaran prácticamente circunscritos a los enterramientos de caridad y de los reos de pena capital que eran ejecutados en la Plaza de la Cebada. Ambos cementerios fueron clausurados oficialmente en 188457.
En España resulta perceptible que, a medida que avanza el siglo XVIII, se va produciendo un aumento en el número de personas que dejan la elección del lugar de enterramiento a sus albaceas. Así lo atestiguan muchos de los estudios regionales españoles sobre la muerte. En Cádiz empieza a ser apreciable este ascenso en la primera mitad del siglo, antes en los hombres que en las mujeres58. En Sevilla se produce en la segunda mitad, pasándose de un 18% en 1750 a un 28% en 179959. De todos modos la elección de sepultura en los documentos de última voluntad sigue siendo lo más usual por parte de los testadores y es la actitud mayoritaria durante todo el periodo. Por lo demás, la mayoría de los historiadores españoles suele interpretar esta evolución no como un síntoma de descristianización, como propone Vovelle para Francia, sino en la línea de Ariès, como resultado de la mayor confianza depositada en familiares y albaceas.
En nuestro país, como hemos visto, también se produjo un debate ilustrado sobre la conveniencia de los enterramientos en el interior de las iglesias y sus cementerios y, sin duda, las medidas de Carlos III y Carlos IV serían más bien iniciativas de las élites ilustradas, que las habrían impuesto desde arriba a una población apegada a las viejas costumbres, y buena prueba de ello lo constituye la dificultad con que se llevó a cabo la medida y la gran resistencia que la mayoría de los sectores sociales opusieron al cambio propuesto60. Y es que, como ya hemos comentado, en el siglo XVIII español las iglesias estaban llenas de cadáveres y así los atestiguan los estudios de los historiadores españoles. Entre ellos, citaremos a González Lopo, quien señala en sus trabajos sobre Santiago de Compostela que si bien a lo largo del siglo XVIII fue aumentando el número de personas que solicitaban ser enterrados en un cementerio, esto sucedió en una proporción poco significativa y por motivos en los que interviene menos la despreocupación religiosa que la renuncia al boato. A fines del siglo todavía un 90% de los testadores preferían la iglesia al cementerio61.
Por último, como conclusión al tema de la sepultura que hemos abordado en este artículo, podemos señalar varias cuestiones.
1. Sin duda, el estudio de la elección de sepultura es una cuestión interesante desde la óptica del conocimiento de las mentalidades colectivas, pues es reflejo de aspectos sociales, religiosos y familiares que conviene tener en cuenta. Aunque resulta evidente que no todos los difuntos disponen de la categoría social necesaria, ni de las rentas que tal estatus lleva aparejado, para permitirse la elección de sitio para ser sepultado. Cuando ello puede hacerse, son los factores de devoción y familiares los que priman en la opción.
2. En el siglo XVIII es un hecho contrastado la preferencia social por los entierros en el interior de las iglesias.
3. En España el cambio operado como consecuencia de la prohibición gubernativa de inhumar los cadáveres dentro de los templos, muy difícilmente puede tomarse, como sostiene Vovelle para el caso francés, como un elemento de laicización. Su origen, como lo demuestran varios testimonios periodísticos que hemos aportado, parece estar más bien en razones de higiene y salud pública. Además, la propia Real Cédula publicada el 3 de abril de 1787 sobre «Restablecimiento de la Disciplina de la Iglesia en el uso y construcción de cementerios, según el Ritual Romano», que como hemos dicho fue el comienzo de la legislación favorable a la prohibición de los enterramientos en el interior de las iglesias y sus cementerios, esgrimía argumentos que evidencian su preocupación por la salud de los habitantes y el vínculo que podría tener la acumulación de cadáveres en las iglesias, con el surgimiento de epidemias:
(...) Se harán los cementerios fuera de las poblaciones siempre que no hubiera dificultad invencible o grandes anchuras de ellas, en sitios ventilados e inmediatos a las Parroquias, y distantes de las casas de los vecinos62.
2. Declarada en 1969 monumento histórico-artístico en especial atención al rico archivo que cobija.
3. SUáREz SánChEz, 1965, 12.
4. MESOnERO ROMAnOS, 1861, 149/150.
5. CAMARERO BUllón, 2001, 162.
6. Archivo de la Real Academia de la Historia (en adelante ARAh). Sign. 9/6173.
7. MARTínEz ShAw, 1996, 80/81.
8. VOVEllE, 1997, 100.
9. LóPEz LóPEz, 1989, 82.
10. HERnándEz GOnzálEz, 1990,123.
11. La Ley de las Doce Tablas ordenaba que «ningún cadáver sea enterrado dentro de la ciudad». Norma que el emperador Antonino Pío hizo extensible a todo el Imperio.
12. En España, desde el principio, los godos enterraban los cadáveres en las afueras de la ciudad. Estas leyes se respetaron hasta el final del siglo VII. Pero en el Concilio de Toledo celebrado en el 792 ya se vislumbraba, o permitía, que algunas personas de jerarquía superior pudieran ser enterradas en las iglesias. Las Leyes del Fuero Juzgo (código elaborado en Castilla por Fernando III y que constituye la traducción del Liber Iudiciorum del año 654 promulgado en la época visigoda, no sólo impedían el entierro de los cadáveres en las iglesias, sino también en los cementerios situados cerca de los centros urbanos, señalando para este menester los campos ubicados en las afueras de la ciudad.
Las Partidas de Alfonso X en 1318 prohíben enterrar a los muertos dentro de las iglesias, aunque permiten que algunas personas si puedan hacerlo. («De cementerio a Camposanto» [en línea], por Manuel Fernández Grueso. Consultado el 25 de septiembre de 2012. URl: http://www.villardecanas.es/historia/cementerios.pdf).
13. JOVEllAnOS, «Informe sobre la disciplina eclesiástica antigua y moderna relativa al lugar de las sepulturas», 1956, 78.
14. Todavía en el siglo XX era posible observar en algunas iglesias de zonas rurales españolas, como algunos fieles asistían a la misa dominical con un reclinatorio que situaban sobre la sepultura de algún familiar difunto, costumbre que solían respetar el resto de los asistentes.
15. REdER GAdOw, 1992, 201-202.
16. También el interés que muestran los feligreses difuntos por ser enterrados en tierra sagrada, manifiesta claramente la sensibilidad colectiva de permanecer estrechamente vinculados al mundo de los vivos después de su fallecimiento (REdER GAdOw, 1986, 98).
17. HERnándEz GOnzálEz, 1990, 138.
18. Don Francisco Terán, fallecido en 1760, fue sepultado en la iglesia de San Sebastián, «al pie de la barandilla que está delante del altar mayor». Sus familiares pagaron a la fábrica parroquial 22 ducados. (Archivo Parroquial de San Sebastián (en adelante APSS). Libro de Difuntos n.° 28. Fol. 413).
19. Sin embargo estaba prohibido, por la Iglesia, conceder sepulturas en las gradas o peanas de los altares o lugares próximos a ellos, o en los huecos de los altares, bajo pena de excomunión mayor. (REdER GAdOw, 1986, 97).
20. La venta del espacio en el interior de los templos parroquiales constituyó una fuente de ingresos para las cuentas eclesiásticas. A través de este mecanismo se fue completando la fábrica de los templos parroquiales, mediante la erección de capillas y ermitas adosadas a sus muros. Así, a finales de la Edad Media, los cristianos recibían sepultura en su iglesia parroquial, envueltos en un simple sudario, sin ataúd; los adultos boca-arriba, con el cuerpo estirado; los niños, de lado, en posición de dormir. Un entierro digno era una importante preocupación para la gente. Y, aunque se decía que la muerte a todos iguala, la elección del lugar de sepultura servía no sólo para obtener determinados beneficios espirituales, sino para mostrar la diferencia de clases y para realzar la jerarquía social. («De cementerio a Camposanto» [en línea], por Manuel Fernández Grueso. Consultado el 25 de septiembre de 2012. URl: http://www.villardecanas.es/historia/cementerios.pdf).
21. Diario de Madrid, número 311, jueves 6/11/1788. BnE, hd.
22. Diario Curioso, Erudito, Económico y Comercial, de fecha 12 de julio de 1786. BnE, hd.
23. Diario Curioso..., de los días 26, 27 y 28/3/1787, pp. 350, 351, 354, 355, 356, 358 y 359. BnE, hd.
24. Hemos trabajado con la muestra de los 1.871 feligreses difuntos que recogen los Libros Parroquiales de San Sebastián en los años 1760, 1770, 1780, 1790, 1800 y 1810. De ellos 459 (el 24,5%) otorgaron testamento o poder para testar. Hemos podido localizar 336 de estos documentos.
25. Testamento otorgado ante Antonio Carrasco el 8/7/1764. AhPM Tomo 17.264. Fols. 487/493.
26. De ellos 32 en distintas bóvedas y 34 en diferentes capillas (hemos querido mantener esta diferenciación que expresamente señalan los registros de difuntos, como demostración -tal y como luego veremos- de que eran lugares demandados por personas muy relevantes).
27. Hemos constatado que los meses fríos del invierno era la época en que se producía el mayor número de defunciones.
28. GEA ORTIGAS, 1999, 51-52.
29. ARIèS, 1983, 72.
30. Testamento otorgado el 15/10/1779 ante Manuel Sauquillo de Frías. AhPM Tomo 19.938. Fols. 444/452 y v.
31. Testamento otorgado el 19/11/1779 ante Ramón Antonio Aguado. AhPM Tomo 18.974. Fols. 344/345.
32. Testamento otorgado el 19/9/1800 ante Juan José Gómez Ortega. AhPM Tomo 20.761. Fols. 363/378 y v.
33. APSS Libro de Difuntos n.° 40. Fol. 136 y v.
34. Sabemos que en 1780 un ducado equivalía a 11 reales de vellón. Así lo señala doña Ventura Pérez Cornejo en su testamento: «(...) cien ducados de vellón que valen mil cien reales de la misma moneda». (Testamento otorgado el 13/2/1780 ante Claudio Sevilla. AhPM. Tomo 18.934. Fols. 33/37).
35. APSS Libro de Difuntos n.°33. Fol. 121.
36. APSS Libro de Difuntos n.°36. Fol. 363.
37. Sin embargo, hay una nota en el margen de la anotación registral que señala: «Posteriormente a este entierro, han dispuesto los señores testamentarios, permanezca el cadáver en el referido nicho en calidad de depósito y han pagado el marco de plata que son 162 reales y 12 maravedís. Los mismos que se han entrado en cuentas a la fábrica en la segunda semana de febrero de 1792». La segunda nota dice: El 23 de agosto de 1796, con licencia del Excmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Toledo, ha sido exhumado el cadáver del citado Excmo. Sr. D. Juan Pablo de Aragón y llevado a enterrar, por disposición de la referida Excma. Sra. Doña Manuela Pignateli, su esposa, a la iglesia parroquial de la villa de Pedrosa en el arzobispado de zaragoza.» (APSS Libro de Difuntos n.°36. Fols. 353-354).
38. APSS Libro de Difuntos n.°38. Fols. 353-354.
39. APSS Libro de Difuntos n.°38. Fol. 508.
40. En general, muchas parroquias de España tenían sus cementerios distantes de los poblados. En Madrid, sólo tres parroquias contaban con cementerios anejos al templo: San Ginés, San Martín y San Sebastián.
41. En el conjunto de los cinco años que venimos estudiando, fueron sepultados de limosna 167 personas, 93 mujeres (88 de ellas no tenían tratamiento) y 74 hombres (73 sin tratamiento).
42. Desde antiguo, la parroquia de San Sebastián de Madrid contaba con tres sepultureros, número que en agosto de 1801 fue reducido a dos.
43. Testamento otorgado el 27/8/1790 ante José Cirilo de Arratia y Mendieta. AhPM. Tomo 21.939. Fols. 117/120.
44. Como ejemplo citaremos a don José Serrano, que fallecido en 1760 a la edad de 46 años en la villa de Ciempozuelos en donde se hallaba para «tomar aires», siendo enterrado en la iglesia parroquial de la citada localidad. (APSS Libro de Difuntos n.°28. Fol. 434).
45. Las más solicitadas fueron la de San Francisco el Grande, el oratorio de San Felipe Neri y la iglesia de las Escuelas Pías de Madrid.
46. APSS Libro de Difuntos n.°33. Fol. 122.
47. Concretamente se trata de don zenón González de Tejada, fallecido en 1810 a la edad de 44 años. El Libro de Difuntos de San Sebastián señala: «Pasó a convalecer a la ciudad de Alcalá de Henares (...) y su cadáver fue sepultado de secreto en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor de la referida ciudad de Alcalá de Henares». (APSS Libro de Difuntos n.°40. Fols. 178 y 179).
48. LóPEz LóPEz, 1989, 95.
49. GARCíA FERnándEz, 1996, 217.
50. Testamento otorgado ante José Ramos y Cerdá. AhPM. Tomo 22.375. Fols. 104/107 y v.
51. GOldMAn, Peter B., «Mitos liberales, mentalidades burguesas, e historia social en la lucha en pro de los cementerios municipales», en Homenaje a Noël Salomon. Ilustración Española e independencia de América (Universidad Autónoma de Barcelona, 1979), 82.
52. Dicho Informe, publicado en 1786 en la imprenta de don Antonio de Sancha, consta de un prólogo (pp. 1-61); del propio Informe (pp. 1-103), firmado por Gaspar Melchor de Jovellanos y otros académicos; y de un Apéndice (pp. 1-8). ARAh Sign. 14/11662.
53. DOMínGUEz ORTIz, 1988, 243/244.
54. Se vieron afectadas 127 personas, de las que fallecieron 83; atribuyéndose el origen del suceso al hedor insoportable que exhalaba la iglesia parroquial por los muchos cadáveres allí sepultados.
55. El anuncio del establecimiento de este cementerio se publicó en la Gazeta de Madrid el 22 de noviembre de 1785. También por providencia de Carlos III se construyó otro en los Yébenes de San Juan, con motivo de la epidemia de terciarias que se produjo en la comarca.
56. Diario de Madrid, número 70, de fecha 10 de marzo de 1788, pp. 275 y 276. BnE. hd.
57. álVAREz ROdRíGUEz, 2006, 13/23
58. PASCUA SánChEz, 1984, 119/123.
59. RIVAS álVAREz 1986, 149.
60. Nosotros podemos corroborar esta afirmación, pues sabemos que en Cogolludo (Guadalajara), localidad que visitamos frecuentemente por razones familiares, se mantuvieron los enterramientos en el interior de la iglesia parroquial de Santa María hasta 1836.
61. GOnzálEz LOPO, 1984, 129.
62. Real Cédula de S.M. y Señores del Consejo, en que por punto general se manda restablecer el uso de cementerios ventilados para sepultar los Cadáveres de los Fieles, y que se observe la Ley 11, tit. 13 de la Primera Partida, que tratan de los que podrán enterrarse en las Iglesias, con las adicciones y declaraciones que se expresan, Madrid, 1787. Recogida también en la Novísima Recopilación de las Leyes de España, Lib. I, Tít. III, Ley I.
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Julián Hernández Domínguez1
http://dx.doi.org/10.5944/etfiv.26.2013.13638
1. Doctor en Historia Moderna por la UnEd.
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