La sociedad rural colombiana es bastante desconocida en su complejidad. Las referencias inmediatas a ella suelen estar referidas al atraso, las catástrofes y la violencia. Pero poco se habla de los cambios ocurridos en su interior y de las causas de esos cambios, que competen a la sociedad en general porque muestran de manera patética la arbitrariedad de su organización institucional.
En este ensayo se desarrollan tres puntos. Primero, sobre los cambios estructurales más importantes en la sociedad rural, asumidos más como tendencias que como situación coyuntural. Segundo, los factores que expresan su vulnerabilidad, manifestación clara de la crisis que se vive actualmente. Y tercero, un marco básico para interpretar la cuestión agraria, que se asume como un enfoque más rico y complejo a partir del cual se pueden elaborar preguntas no sólo para la sociedad rural sino para la sociedad en general, puesto que la problemática de la primera compete a todos.
La conclusión de fondo del ensayo apunta a que en momentos como el actual, caracterizado por los procesos de negociación, cualquier política activa exige pensar no sólo la función de los principales factores productivos como la tierra –referidos a políticas de redistribución– sino también en el conocimiento de los sujetos y actores del campo, que se refieren a la cuestión del reconocimiento.
1. Los cambios estructurales en el agro
La sociedad rural colombiana ha tenido una participación muy activa en el orden económico de la vida nacional. Según A. Balcázar, los productores rurales –campesinos e inversionistas– lograron elevar la oferta agrícola física sin café en 99.4% entre 1970 y 1997, con un aumento en el valor a precios constantes del 120.6% y del área en 10.5% entre los mismos años1.
Este aumento de la producción agrícola comporta cambios estructurales importantes. El incremento del volumen físico, del valor y del área es explicado fundamentalmente por los cultivos permanentes. En la producción física, los cultivos transitorios aumentaron 58.7% en 1997 con respecto a 1970, mientras que los permanentes lo hicieron en 135.8%. En el valor, las tasas fueron de 36.5% y 221.5% respectivamente, y en la superficie -3.0% y 72.3%.
Es decir, la consolidación de la agricultura en las últimas décadas se ha dado sobre la tendencia al aumento de los cultivos de plantación en desmedro de los transitorios, con mayor fuerza en la década de los noventa.
Otro cambio estructural importante es el del uso del suelo. El área agrícola con café fue de 3.549,5 miles de hectáreas en 1970; de 4.067,4 miles en 1980; de 4.671,7 en 1990 y descendió a 3.921,7 miles de hectáreas en 1997, caída explicada por el derrumbe de los cereales, las oleaginosas y el café2. Sin embargo, la expansión de la frontera agropecuaria –medida según la superficie predial registrada– pasó de 35.490,9 miles de hectáreas en 1984 a 50.710,1 miles en 19963. Es decir, se consolidaron los pastos y otros usos diferentes a los agrícolas, también con mayor firmeza en los años noventa4. Según el trabajo de Balcázar citado, el cambio en la estructura de la producción y del uso del suelo ha sido generalizado en el país, siendo las regiones de Amazonia, Orinoquia y Occidente las de modificaciones más drásticas.
El café presenta variaciones significativas. La producción tiende a reducirse hasta el punto que llegó a 10.8 millones de sacos en 1997, en tanto en los años ochenta mantuvo un promedio de 12 millones; igual, el área se redujo de 1.013,0 miles de hectáreas en 1991 a 869,2 miles en 1997. La broca y el reordenamiento del mercado internacional han sido las causas principales de este comportamiento. En este tránsito, las tendencias muestran que la producción cafetera tiende a minifundizarse, pues el tamaño promedio de las fincas pasó de 3.5 hectáreas en 1970 a sólo 1.5 en el período 1993 a 19975.
El empleo y la captación de ingresos –las formas de trabajo– presentan modificaciones estructurales importantes. La tendencia a la consolidación de los cultivos permanentes se aceleró en la presente década por efecto de las políticas para el agro, en particular por la apertura que favoreció más este tipo de productos. En este caso lo que muestran las cifras es que los cultivos transitorios no tuvieron mayor capacidad para enfrentar la competencia externa, a pesar de los acuerdos gobierno- gremios que llevaron a aumentar los niveles de protección6.
La crisis de los cultivos transitorios generó una gran caída del trabajo rural, si bien el auge de los permanentes permitió reponer parte del impacto. La población ocupada redujo su participación en el empleo rural del 95.4% en noviembre de 1988 al 93.62% en septiembre de 1996. El cambio en la población desocupada fue del 4.5% al 6.38% en las mismas fechas. El resultado final se explica por la crisis del café, que generó un fuerte desempleo7.
Es importante tener presente que la crisis de los transitorios y el auge de los permanentes se diferencia por regiones y, en consecuencia, también el impacto en la ocupación. La crisis de los primeros fue más severa en las regiones Caribe, Centro Oriente y Occidente, si bien redujeron también su área en la Amazonia y la Orinoquia.
El empleo en el agro se defendió gracias a la diversificación de las actividades. La población ocupada en actividades agropecuarias redujo su participación en el empleo rural del 61.3% en 1988 al 54.95% en 1996, y aumentó su vinculación en actividades del comercio –del 11.82 al 14.01, los servicios comunales y personales –del 11.2 al 14.29–, y la construcción –del 2.54 al 3.93–8, haciendo evidente que no hay un mayor desarrollo productivo en las áreas rurales que sustituya o complemente la actividad agropecuaria, entre otras razones porque la ocupación en actividades de industria manufacturera se redujo del 7.14 al 7.02 en el mismo período.
Los cambios en la ocupación están relacionados con fuertes crisis económicas en el sector que han expulsado población de la relación con la tierra y han disminuido sensiblemente la rentabilidad de la producción; a la concentración de la propiedad y al uso de la tierra que no permiten el ejercicio del trabajo y a los altos niveles de pobreza que fuerzan la búsqueda de ingresos extraprediales.
Este cambio en la ocupación explica también que la población rural capte sus ingresos en proporción cada vez mayor en actividades diferentes a la agricultura, tendencia que ha sido identificada hace ya buen tiempo. O, en otras palabras, se ha reducido el peso de las ganancias provenientes de la actividad productiva directa para tener mayor participación los salarios, propios del trabajo contratado. Según los estudios citados, entre 1978 y 1988 los salarios pasaron de constituir el 53.9% del ingreso al 69.%, en tanto las ganancias se redujeron del 46.1 al 31.0%. Para 1993 se estimó que las entradas laborales constituyeron el 89.7% del ingreso, discriminadas en 46.1% para trabajo asalariado, 36.9% para trabajo por cuenta propia y 6.6% para actividades secundarias.
Es interesante observar que en 1993 los hogares con jefatura femenina obtuvieron el 83.2% de sus ingresos por la vía laboral y el 11.2% por transferencias, en tanto los hogares con jefatura masculina se movieron con 90.8% y 3.6% para las mismas fuentes9. Las modificaciones en el ingreso de las mujeres están asociadas con el reconocimiento y aumento de su participación en el empleo, que pasó del 24% al 28% entre 1988 y 199510.
Los ingresos laborales y las transferencias son entonces las principales fuentes de entrada de los empleados rurales, gracias a la diversificación de las actividades. La Misión Rural confirmó esta tendencia al mostrar que en los años noventa se ha dado una recuperación de los ingresos de los más pobres en el campo, básicamente debido a los ingresos no laborales, con mayor peso de las transferencias11.
El cambio registrado por la Misión muestra que los ingresos totales de los deciles 1 y 2 pasaron de participar con el 2.2, el 2.0 y el 2.5% del ingreso rural para los años 1978, 1988 y 1995, en tanto que en el de los deciles 9 y 10 se pasó del 66.2 al 70.0 y 65.0% en los mismos años, evidenciando una reducción de la desigualdad en el campo.
Pero, infortunadamente, las estimaciones de la Misión no toman en cuenta otro de los cambios importantes en el campo, los desplazamientos forzados de población, de tal manera que las modificaciones en el ingreso terminan por aparecer como modelo de redistribución. No se considera cuál ha sido el impacto de la violencia en el ingreso de ambos grupos de deciles, en el 9 y 10 por pérdidas, lucro cesante y secuestro, y en el 1 y 2 por las mismas razones y el desplazamiento de alrededor de 1.800.000 entre 1985 y 1992 . ¿Cómo afectaron los éxodos de agricultores, especialmente de campesinos, y el secuestro, la demanda y oferta de mano de obra, las ganancias y los ingresos? ¿Puede considerarse un triunfo redistributivo el que los deciles 1 y 2 hayan ganado 0.3% de participación en el ingreso total en un lapso de 17 años, al tiempo que fue forzada a salir del campo el 8% en promedio de la población rural?
Los cambios estructurales dados en la producción y el uso del suelo pueden ayudar a entender el comportamiento del comercio exterior de los productos del sector rural. Las exportaciones agropecuarias medidas en valor cayeron en 1992 y 1993 con respecto a 1991 pero se recuperaron a partir de 1994 a tasas muy bajas. El comportamiento en términos de volumen es inverso, es decir, aumentaron hasta 1994 y caen desde entonces, reflejando cambios en la composición del comercio y en los precios internacionales13.
Las importaciones reflejan mejor los cambios aludidos, pues tuvieron un aumento espectacular, principalmente en el grupo de los transitorios que pasaron de ser el 86.4% en 1991 al 91.4% en 199614.
Desafortunadamente, no hay información confiable sobre el comportamiento de la producción campesina. Se estima que hacia 1993 el campesinado generaba en promedio el 53.6% de la producción física agrícola, el 71.7% de los alimentos, el 43.6% de las materias primas, el 20% de los bovinos, el 70% de los porcinos y el 5.3% de las aves15. Forero estimó que hasta 1997 los campesinos lograban sostenerse en el control del área y en el comando de los cultivos predominantemente campesinos, pero no se sabe con precisión qué ha pasado a raíz de la combinación de los cambios en la estructura de la producción y el empleo con el impacto de la violencia y el desplazamiento.
Investigaciones recientes demuestran que históricamente los campesinos han podido ser parte importante de la producción y mercado agroalimentario nacional; que se han formado en el mercado y en la disputa por un espacio dentro de la tecnología imperante; han monetizado sus costos; creado asociaciones novedosas que hacen viables las relaciones de producción y trabajo; se han vinculado a productos modernos y aprovechado las oportunidades que brindan los espacios políticos y sociales16.
Estas características, logradas sin el mayor apoyo del Estado y del modelo tecnológico vigente para el agro, muestran que los campesinos han desarrollado un gran acervo de capacidades para enfrentar las modificaciones de su entorno, y han enriquecido sus identidades con un marcado carácter cosmopolita, formado en la interacción con los múltiples agentes y actores que invaden el campo17. Esta nueva visión del campesinado resalta también una tendencia estructural importante, cual es la permanencia de este actor a pesar de las premoniciones de teóricos y políticos.
2. Factores que expresan la vulnerabilidad rural
Los cambios estructurales de orden económico en el agro se asientan en problemas muy graves. De hecho, la sociedad rural colombiana se encuentra entre las más vulneradas en el país en cuanto a sus derechos políticos, civiles, económicos, sociales y culturales. Los signos de esta vulnerabilidad son varios y vale resaltar entre otros:
- La violencia promovida por los distintos actores que ha forzado el desplazamiento de población, quizá el problema más grave del campo. De los desplazados rurales, el 65% era propietario de la tierra, el 7% arrendatarios, el 8% aparceros, el 6% colonos y el 14% restante trabajadores; dos terceras partes de los propietarios dejaron abandonadas sus tierras, un 12.8% logró venderla y 2% arrendarla18, siendo este fenómeno una de las causas del reordenamiento de la estructura de tenencia de la tierra.
Para el período de 1988-1995, que ha sido sistematizado, se registran 3.026 actos violatorios de los derechos humanos contra la población rural, que arrojan un promedio anual de 454 campesinos asesinados. Las víctimas de masacres fueron 2.166 que, sumadas a 3.632 asesinados en el período y a los desplazados, permitirían hacer una estimación laxa que muestra que el impacto directo de la violencia redujo la población rural, especialmente campesina, entre un 9.3% y un 6.2%, bien sea que se estime en 7.261.278 o 9.848.893 habitantes19.
El alto porcentaje de población bajo línea de pobreza que, aún en 1995, era del 68.9% frente a un promedio urbano del 42.5% para el país y un promedio rural del 55% para América Latina20. El comportamiento para los años siguientes debe ser preocupante al cruzar el aumento referido de los ingresos con el desplazamiento de población. Si se analiza la pobreza desde las Necesidades Básicas Insatisfechas –NBI–, se observa que a partir de 1997 el progreso en este indicador se reversó, pues se pasó del 46.5% de población con NBI en 1997 a 47.4% en 1998, signo inequívoco de un deterioro estructural de las condiciones de vida en el campo. Esta tendencia es similar si se mira el Índice de Condiciones de Vida, que progresó del 46.6% en 1993 al 51.4% en 1997 y se deterioró al 50.6% en 199821.
Estos indicadores dependen de la inversión estatal, pero el total del gasto en la agricultura – nacional y regional– ha tenido una tendencia al deterioro desde tiempo atrás, pues si en 1987 alcanzó el 2.1% del PIB, en 1995 cayó al 0.92% y, en su distribución interna, el mayor porcentaje se destinó a estabilización de precios22.
- La tendencia a la excesiva concentración de la propiedad de la tierra, expresada en que para 1996 los propietarios de menos de 10 has. eran el 77.9% con el 7.82% de la tierra, mientras que quienes tenían más de 500 has. fueron el 0.35% de los propietarios con el 44.63% de la superficie23. Toda la evidencia disponible apunta a que la concentración de la propiedad se está reforzando por causa de la violencia, no sólo en cuanto a propiedad efectiva de la tierra sino principalmente en lo referido a control territorial, lo que lleva al control de los mecanismos de poder y de mercado.
- El uso poco eficiente del recurso tierra bajo el modelo tecnológico dominante, que ha permitido que se utilice sólo un 24.2% de aquella disponible para actividades agrícolas, en tanto la explotación ganadera hace un sobreuso del 231.9%24. Este tipo de uso revela también el ejercicio de formas de poder que tienden a excluir relaciones más eficientes de producción, de desarrollo institucional y de participación de la población campesina.
- El deterioro de la capacidad de la naturaleza para responder a las demandas productivas y de bienes y servicios, que ha llevado a que en varios municipios del país se pueda haber superado el límite de la sostenibilidad natural25.
Estos signos de vulnerabilidad de la sociedad rural permiten plantear varias preguntas, como por ejemplo: ¿es viable la sociedad rural colombiana?, ¿es viable la sociedad colombiana sin una sociedad rural fuerte? y ¿cuál es la viabilidad del campesinado dentro de la sociedad rural y general?26.
Dada la intensidad del conflicto colombiano, es muy poco lo que se conoce sobre los cambios de los últimos años en las sociedades rurales; es escasa la información sobre las modificaciones en las relaciones productivas y de trabajo; no se sabe con suficiencia cuán grande es la emergencia de las campesinas o no se reconoce este hecho en su importancia y tragedia; no es claro cuáles son las transformaciones de las organizaciones del campo, de las instituciones construidas y las identidades formadas. No se conoce muy bien a los sujetos y actores rurales y no se sabe cómo ubicarlos en los contextos actuales de negociación y globalización. Tampoco es clara la idea de cuál es el papel del agro en la sociedad colombiana27.
3. Marco básico para interpretar la cuestión agraria
Tratar de interpretar el problema agrario no es una cuestión de poca monta, pues los cambios estructurales aludidos y los signos de vulnerabilidad – que se asumen como crisis– tienen antecedentes en el desarrollo del país. De hecho, el problema más grande para pensar y resolver la cuestión agraria tiene que ver con la subvaloración del tema en los ambientes técnicos económicos y políticos, donde sólo tiene cierto estatus el problema agropecuario pero no la cuestión agraria como tal.
Desde la perspectiva del problema agropecuario, los cambios estructurales aludidos son vistos como expresión de los desarreglos en la competitividad, cuya solución se encuentra en el ámbito del mercado. En tal caso, las cuestiones relativas a la distribución de la tierra, los conflictos sociales, la diferenciación y la dificultad para el acceso a los recursos no importan para las decisiones de política económica, y no aparecen con vínculos a los cambios de tendencia en la producción.
Una lectura desde la cuestión agraria, por el contrario, pondría el énfasis en tres campos: la validez general del modelo tecnológico adoptado para el desarrollo del agro, el sesgo antiagrario de la política económica y el carácter excluyente del régimen político.
La visión moderna del crecimiento de la agricultura se ha basado en un tipo de modelo tecnológico que supone para su desarrollo un ordenamiento ecosistémico y cultural diferente al de nuestro país: zonas tropicales, tierras planas, luminosidad intensa, alta dotación de recursos técnicos y financieros, instituciones confiables y población rural adecuada en tamaño y educación. Por el contrario, Colombia es un país de topografía compleja, luminosidad media por ser ecuatorial, escasa dotación de recursos técnicos y financieros, institucionalidad muy fragmentada y elevada proporción de población en el campo con deficiencias en el control sobre los recursos.
La pretensión de homogenizar este modelo, conocido como la “revolución verde”, chocó con las características propias del país, en particular con la gran presencia campesina. Si bien la práctica agropecuaria bajo estos parámetros ha aumentado sustancialmente la oferta agropecuaria, no por ello ha conseguido resultados eficientes en la satisfacción de la demanda, en la extensión de salarios adecuados, la reasignación de recursos productivos, la preservación de los recursos naturales, la creación de instituciones confiables y la eliminación de la pobreza en el campo.
Los resultados en términos de eficiencia productiva también son cuestionables. En una canasta de los 18 bienes agrícolas más importantes según el comercio mundial, Colombia no tiene rendimientos superiores a los del país líder en ningún producto28.
Puede argumentarse que este resultado se debe a la discriminación ejercida por la política económica en contra del agro. De hecho, los modelos de sustitución de importaciones y promoción de exportaciones tuvieron su motor en el crecimiento industrial y sesgaron el gasto y la inversión pública hacia este sector; los neoliberales, por su parte, intentaron un programa de liberación que debieron reversar por la fragilidad de la política y del diagnóstico.
Es decir, ni aún los modelos económicos puestos en práctica han creído en el sector agropecuario con bases modernas inaugurado bajo el esquema de la “revolución verde”, pues no le han aportado los recursos necesarios para su desarrollo; o quizá confiaron demasiado en su crecimiento automático. Esta situación configura una disrupción entre la apuesta ideológica hecha para el agro y el estilo general impuesto por la política económica, que no ha permitido que el sector le responda a la sociedad en términos de aportar la producción suficiente que se le demanda y generar las condiciones para el bienestar de la población rural. Por esta falla estructural, hemos dado al sector la denominación de “trunco”.
Igual ruptura se ha presentado con el ámbito político. Leopoldo Múnera ha mostrado con mucha suficiencia que el régimen político que inauguró el Frente Nacional modificó los criterios de adscripción política de la población al transformar las relaciones de afinidad política previas al acuerdo, en relaciones de lealtad y subordinación a las élites en el poder. En tal caso, toda protesta se leyó como oposición al régimen y la violencia adquirió el carácter de instrumento para ejercer la política29. Este juego abrió el espacio para mutaciones importantes en la articulación entre actores individuales y colectivos, para la definición del sentido de oposición, la transformación del ámbito de las relaciones sociales y de la acción colectiva, y la construcción de identidades que fortalecieron o debilitaron la valoración del contexto, el mundo de sentido, las relaciones simbólico-afectivas de los actores, en especial del campesinado, y la fuerza de los conflictos o de las alianzas.
Las múltiples identidades formadas por los actores del agro han creado una red de relaciones muy compleja en la que se tejen y destejen vínculos, oportunidades, valores y, por consiguiente, instituciones y formas de poder. El mundo rural de cada día, más amplio que el del pasado, está lleno de actores que buscan imponer su propios valores, por lo que ha forjado una conciencia y una actitud “cosmopolita”30 en el campesinado. Esta característica le ha permitido entender las oportunidades y tomar decisiones sobre su futuro, demandar sus derechos, enriquecer el repertorio de sus protestas, disputar las opciones productivas y, sobre todo, exigir su reconocimiento como ciudadanos plenos31.
El período posterior al Frente Nacional ha hecho más compleja la cuestión agraria por los procesos políticos desatados por la confrontación entre actores viejos y nuevos en el campo, por los nuevos productos promovidos por la mafia y las tendencias de la agricultura, por los procesos de negociación con la guerrila y las políticas de descentralización.
Se ha ido formando un nuevo contexto que presenta manifestaciones muy variadas: es más dinámica la interacción entre cultura y política al resaltarse lo local y lo regional; el criterio de uso de la tierra ha dado paso al de control territorial; se han modificado los contextos relacionales y, en consecuencia, el carácter de los conflictos; la institucionalidad local se ha llenado de otras formas que operan relaciones distintas con el centro político y administrativo; se han fortalecido los procesos de control territorial por el cambio en la autoridad sobre los medios de violencia, y se han creado nuevas redes de solidaridad y lealtades entre actores que promueven intereses comunes o generales32.
Estos cambios han formado nuevas identidades en las élites y en los grupos populares y han modificado la estructura de oportunidades a partir de la cual los sujetos toman sus decisiones. También han desplazado al campesinado del protagonismo de los conflictos para privilegiar las disputas de actores más visibles33. En esta situación, el campesinado ha tenido que valorar las opciones en juego y obrar en consecuencia.
La conclusión a que se llega apunta a que el ejercicio político desplegado por las élites en el poder, en particular en las últimas décadas, ha establecido también una ruptura con el esquema elegido para el desarrollo del agro y de la economía. Propuestas de modernización productiva se cruzaron con la barbarie política.
Se puede argumentar que la acción política de las élites fue compatible con el modelo económico y apropiada para sus intereses. Quizá es más lo segundo que lo primero; ejemplo de ello es que el no resolver la cuestión agraria –en términos bien de redistribuir la propiedad y crear condiciones para una mejor calidad de vida y reconocer a la población, o bien de expulsar tempranamente al campesinado– significa tener hoy el conflicto que se tiene.
En síntesis, no ha habido consistencia entre las razones tecnológicas que impulsan el desarrollo agrario, los principios que inspiran el crecimiento económico y el ejercicio de la política. La sociedad rural ha vivido por mucho tiempo en un conflicto vivo y la sociedad urbana parece no darse cuenta de ello; sólo aprecia algunos de sus enfrentamientos parciales y una profunda indiferencia por los derechos, en particular, del campesinado.
4. Conclusión
La sociedad rural vive períodos de moda cuando los procesos de negociación con la guerrila son intensos; pasadas estas coyunturas, cae en el olvido. Las causas fundamentales para que esto ocurra parecen ser dos: una, la lógica “moderna” de la economía y la política subvaloran el tema y, dos, se desconoce mucho de lo que pasa en estas sociedades. Un ejercicio sencillo entre ciudadanos corrientes sobre imágenes e imaginarios rurales permite ver que a los sujetos rurales aún se les liga a prácticas y sentimientos atávicos, amarrados al pasado y al atraso. Por ello las acciones a futuro parecen requerir el que se conozca a los actores, para no homogenizar lo que es profundamente heterogéneo.
Puntos tan álgidos como el de la tierra exigen preguntarse ¿para qué la tierra?, ¿cuáles los regímenes productivos para su uso?, ¿cuáles las organizaciones e instituciones que intervengan sobre ella? Quizá deba aceptarse que la sociedad rural no admite un único modelo tecnológico productivo, una única identidad de los sujetos, una sola opción basada en el crecimiento.
La sociedad rural es heterogénea, lo es el campesinado, lo son los ecosistemas. Debieran primar entonces criterios de ordenamiento ambiental para pensar en el uso de los recursos y en el vínculo ecosistemacultura, más que el ordenamiento administrativo o sólo cultural. Debiera pensarse que la globalización brinda la oportunidad de la emergencia y exposición de lo local y no propiamente su destrucción; en este caso, el campesinado tiene la opción de ejercer como tal.
Es necesario que la cuestión rural vuelva a ser materia de análisis y reflexión pues ha desaparecido la discusión sobre el tema. La tierra y la reforma agraria son parte del problema, pero no son todo el problema; hemos argumentado que las dificultades de redistribución exigen también los de reconocimiento.
Lo rural es una realidad con potencial en todos los ámbitos y, usualmente, no ha sido considerado en las políticas más allá de lo productivo y comercial, es decir, lo agropecuario; y en lo ideológico más de allá de la acción colectiva.
Los debates sobre el proceso de paz y el desarrollo requieren entonces unos marcos de referencia para la discusión de lo agrario y ello pasa por entenderlo en su importancia para el país. ¿Podemos ser sólo urbanos e industrializados?, ¿es eso real y es posible?34.
Citas
1 Balcázar, A., Vargas, A. y Orozco, M. (1998), Del proteccionismo agrario a la apertura. ¿El camino a la modernización agropecuaria?, Misión Rural Vol. 1, IICA, TM Editores, Bogotá. Se calcula una tasa de cambio porcentual comparando 1970 con 1997, con base en el Anexo Estadístico. El dato de valor es a precios constantes de 1975.
2 Ibid, Anexo Cuadro 8.
3 Ver Machado, Absalón (1998), La cuestión agraria a fines del milenio, El Ancora Editores, Bogotá. Cuadros 14 y 16. La información no incluye a Antioquia, Vichada, Guaviare, San Andrés, Chocó, Putumayo, Guainía y Amazonas.
4 El inventario de ganado bovino aumentó 53.6% en 1998 (25.279,2 miles de cabezas) con respecto a 1970 (16.459,2 miles), con crecimiento más rápido en los años setenta y noventa. Ver Balcázar (1998), op. cit. Las actividades pecuarias pasaron de aportar el 39.31% del valor agregado del sector agropecuario en 1980 al 46.58% estimado en 1995, en tanto la agricultura sin café cayó del 43.82% al 39.07% en los mismos años. Ver Kalmanovitz, S. y López, E. (1998), “La agricultura en Colombia: su contribución al crecimiento equitativo”, Banco de la República, borrador.
5 Balcázar et al. (1998), Ob. cit.
6 Por ejemplo, el arancel ponderado para el arroz blanco pasó de 40.24% en 1991 a 20% en 1992, pero subió al 37.08% en 1993 y 43.17% en 1995. En los años siguientes se ha comportado según la coyuntura, atendiendo a la banda fijada para la definición de precios. El arancel de otros productos ha tenido un comportamiento cíclico similar, con la excepción del correspondiente a la soya que cayó sistemáticamente del 41.41% en 1991 a 5.99% en 1997. Ver Balcázar et al. (1998), ob. cit. Cuadro 39.
7 Los ocupados pasaron de 4.945,7 miles de personas en noviembre de 1988 a 5.496,0 miles en septiembre de 1996. El aumento absoluto refleja una disminución porcentual en el total del empleo porque aumentaron en números absolutos tanto la población total rural (de 13.049,9 miles a 14.292,5) como aquella en edad de trabajar (de 9.563,3 miles a 10.672,5). El empleo cafetero pasó de 832.3 miles de empleos en 1992 a 631.1 miles en 1994 y 595.7 miles en 1997, con fuerte impacto tanto en la caficultura tradicional como en la tecnificada. Ver Balcázar et al (1998).
8 Ibid. Es difícil documentar la trayectoria histórica de este cambio, por problemas de información estadística. Ulpiano Ayala, por ejemplo, calculó para 1988 la participación en actividades agropecuarias en el 71.6%, y Alvaro Reyes y Jaime Martínez estimaron este dato en 65.9% para 1993. Independientemente de las diferencias en las mediciones, todos los autores coinciden en la tendencia señalada, de reducción del peso agropecuario en el empleo rural. Ver Ayala, U. (1989). “Contribución al diagnóstico de la deuda social rural en Colombia”. En Minagricultura, El agro y la cuestión social, Bogotá, y Reyes, A. y Martínez, J. (1993). “Funcionamiento de los mercados de trabajo rurales en Colombia”, en: González, Clara y Jaramillo, Carlos Competitividad sin pobreza. Estudios para el desarrollo del campo en Colombia. Fonade, TM Editores, Bogotá.
9 Reyes y Martínez (1993), Ob. cit.
10 Se estima que si se contabiliza el trabajo “oculto” de las mujeres en el hogar y en la parcela, que usualmente no se registra, la tasa global de participación de la mujer rural pasaría del 24.6% al 44.3% en 1988 y del 32% al 48% en 1995. Ver Gómez, A., y Duque, M. (1998), Tras el velo de la pobreza. La pobreza rural en Colombia y los desafíos para el nuevo milenio. Misión Rural Vol.3, IICA, TM Editores, Bogotá.
11 Los ingresos no laborales están constituidos por rentas, pensiones, intereses y transferencias. Ver Gómez y Duque (1998), Ob. cit.
12 Estimaciones con base en la Revista “Noche y Niebla”, de Justicia y Paz y el CINEP, varios números.
13 Las exportaciones se concentran en café, banano y flores (alrededor del 70% del total), y algunos productos agroindustriales con peso del azúcar (46% de las agroindustriales). El total de exportaciones agropecuarias pasó de US$2.736,2 millones en 1991 a US$3.401,6 millones en 1996. Bacázar et al. (1998), Ob. cit.
14 Las importaciones agropecuarias totales pasaron de US$378,6 millones en 1991 a US$1.852,9 millones en 1996 y en volumen de 1.035,4 miles de toneladas a 3.767,9 en los mismos años. Ibid.
15 Machado, Absalón et al. (1993), Democracia con campesinos o campesinos sin democracia. Fondo DRI, IICA y Universidad del Valle, Bogotá. Y Forero, Jaime (1999), Economía y sociedad rural en los Andes colombianos, IER, Universidad Javeriana, Bogotá.
16 Forero (1999), Ob. cit. Para la discusión sobre estructura de oportunidades, ver Romero, Mauricio (1999). “Elites regionales, identidades y paramilitarismo en el Sinú”, en: Peñaranda y Guerrero, compiladores, De las armas a la política, TM Editores, IEPRI, Bogotá.
17 Salgado, Carlos y Prada, Esmeralda (2000), Campesinado y protesta social. Colombia 1980-1995. CINEP, en prensa.
18 CODHES (1997). Boletín No. 6, Bogotá, marzo y CODHES (1996). “Consultoría para los derechos humanos y el desplazamiento”. Bogotá.
19 Salgado y Prada (2000), Ob. cit. La estimación sobre el número de habitantes campesinos es de Machado, Absalón et al. (1995), Censo de Minifundio en Colombia, Ministerio de Agricultura e IICA, Bogotá.
20 Gómez y Duque (1998), Ob. cit.
21 González, Jorge Iván (1999). “El deterioro estructural del capital humano atenta contra los derechos económicos, sociales y culturales”. Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo, Bogotá.
22 Kalmanovitz y López (1998), Ob. cit.
23 Machado (1998), Ob. cit., p. 73. El índice Gini pasó de 85.13 en 1984 a 88.00 en 1996.
24 Ibid, Datos para 1995. Ver Cuadro 32, p. 99.
25 Márquez, Germán (1999), “Vegetación, población y huella ecológica como indicadores de sostenibilidad en Colombia”. IDEA, UN, Bogotá. Borrador. La hipótesis central de este trabajo es “que el deterioro ambiental se relaciona con el de las condiciones de vida y en consecuencia con muchos de los males económicos, sociales y políticos que afectan y han afectado al país” p. 1. Se encuentra “que 475 municipios, esto es algo más del 45% de los 1.053 municipios del país, están completamente transformados por acción humana, es decir conservan menos del 10% de su cobertura de vegetación natural; otros 252 tienen menos del 30%...Otros 241 (20.3%) municipios colombianos, con una población de 9.233.809 (27.9%) están parcialmente transformados... Por último, sólo 112 (10.6%) de los municipios pueden considerarse conservados”, p. 17.
26 Estas preguntas han sido trabajadas en un Seminario académico sobre Problemas Agrarios y Campesinos, con la participación de Absalón Machado, Elcy Corrales, Camilo Castellanos, Enrique López, Jaime Forero, Leopoldo Múnera, Margarita Flórez y Carlos Salgado.
27 Absalón Machado ha insistido, en particular en su último libro, en la necesidad de considerar la cuestión agraria en todas sus dimensiones. Dice que “Al acercarse el fin del milenio, los colombianos, su clase dirigente y el Estado mismo no pueden sentirse libres de culpa sobre lo sucedido en el sector rural. Los problemas de pobreza, violencia, concentración de la propiedad y destrucción de los recursos naturales; el uso irracional del suelo, el agotamiento de las fuentes de agua en las vertientes y su contaminación en las zonas planas; el permanente éxodo rural sin sustento en un desarrollo industrial dinámico; la minifundización, el fracaso de la reforma agraria, la debilidad del Ministerio de Agricultura y de las entidades que prestan servicio en el sector y el creciente desasosiego social, unido a las dificultades que tienen los productores para competir en los mercados, son algunos de los temas que preocupan a un país lleno de vitalidad y ansias de desarrollo y cambio”. Machado (1998), Ob. cit., p. 12.
28 Balcázar et al. (1998), Los productos son: arroz, cebada, maíz, sorgo, trigo, ajonjolí, fríjol, soya, maní, algodón, papa, tomate, cebolla, cacao, caña de azúcar, tabaco, ñame, yuca, café.
29 Múnera, Leopoldo (1998), Rupturas y continuidades, IEPRI, Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional y CEREC, Bogotá.
30 En el sentido de tener que compartir sus experiencias y espacios con agentes provenientes de otras culturas. En el lenguaje universal, lo “cosmopolita” implica aceptar a los demás como forma de ser aceptado uno mismo; la “originalidad de la copia” propia de nuestros países implica, en este caso, la sustitución de la aceptación por la imposición porque lleva implícita la idea de control y dominio, o de poder. El campesinado ha tenido que negociar con estas nuevas relaciones y ha perdido o ha ganado según las oportunidades que le brinden.
31 La necesidad de trabajar no sólo sobre las exigencias de redistribución sino sobre la política de reconocimiento como parte de un mismo campo que se basa en el pluralismo de valores y la justicia social, es el eje del trabajo de Nancy Fraser. Ver “La justicia social en la época de la política de identidad: redistribución, reconocimiento y participación”, en: Estudios Sociales, CIJUS, noviembre de 1997.
32 Romero (1999), Ob. cit.
33 Ibid.
34 Las preguntas son de Elcy Corrales.
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Abstract
Este ensayo trata de llamar la atención sobre los problemas del agro hoy, colocando especial énfasis en la disrupción entre las razones tecnológicas –que se asumen como ideológicas–, económicas y políticas que han inspirado el desarrollo del agro, o mejor, sobre las cuales se han basado las políticas de crecimiento agropecuario.
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