EsTRucH, JOAN: Historia oculta del PCE. Ed. Temas de Hoy, Madrid, 2000, 302 págs.
MARTORELL, MANUEL: Jesús Monzón, el líder olvidado por ¡a historia, pról. de Manuel Vázquez Montalbán. Ed. Pamiela, Pamplona, 2000, 284 págs.
GiNARD I FÉRON, DAVID: Heriberto Quiñones y el movimiento comunista en España (1931-1942), pról. de Paul Preston. Edicions Documenta Balear, Palma-Madrid, 2000, 224 págs.
HISTORIAS DEL COMUNISMO ESPAÑOL: TRES ESTUDIOS RECIENTES
La Historia de los comunistas españoles y del Partido Comunista de España (PCE) viene siendo objeto de atención creciente, precisamente cuando el comunismo, candidato antaño a devenir en sistema sociopolítico universal, ha desaparecido o se ha convertido en un fenómeno residual. Estamos en un momento oportuno para hacer su historia: ni el comunismo suscita ya fervor ni el anticomunismo tiene objeto. Y se está haciendo posible día a día, tanto por la publicación intermitente de libros de memorias de militantes o dirigentes comunistas como por la creación y apertura de archivos de distintas organizaciones sociales y políticas, nacionales e internacionales.
Pero historiar el comunismo, el español en concreto, es tarea no exenta de dificultades. Los investigadores han tenido que luchar contra las versiones de la historia suministradas por el partido comunista. Muchas de ellas, y no sólo las llamadas oficiales, parecen seguir un guión preestablecido, según el cual la acción política del partido ha ido respondiendo siempre, con exactitud y brillantez, a las necesidades y circunstancias del momento, con resultados excelentes, que si no han llegado a ser extraordinarios o decisivos, se ha debido a la cobardía, ignorancia o traición de dirigentes de la propia o de otras organizaciones políticas.
Tal modo canónico de autorrepresentación comunista era la consecuencia de un hábito generalizado en la actividad política comunista, necesitada de altas dosis de autopropaganda y obligada a difundir un determinado tipo de visiones autocumplidoras. Como quedaba de manifiesto en el dictum carrillista -me parece un ejemplo muy ilustrativo-, emitido tras el fracaso de la Huelga Nacional Política de 1959 y citado por Estruch en su libro: «Los acontecimientos han venido a darnos plenamente la razón» (pág. 204). O en la experiencia de un joven Solé Tura quien, después de ser testigo del fracaso de la jornada por la Reconcialición Nacional de Mayo de 1958, asistió perplejo en Berlín Este a su transformación en un éxito sin paliativos por parte de la dirección del PSUC en el exilio (Una historia optimista. Memorias, pág. 115). De una forma instintiva, estas visiones de la política propia se han incorporado a la historia: su uso a posteriori y con fines propagandísticos sirve para consagrar una visión del pasado alejada de toda investigación y contraste empírico con la realidad.
Muchos de los libros de recuerdos y memorias de los comunistas, impregnados de la «verdad oficial», que recogen y asumen como propia, resultan plenamente insatisfactorios desde el punto de vista histórico. La preocupación por hacer ver el sentido de una vida, generalmente difícil y sacrificada, lleva a los autores a construir trayectorias vitales que muestran la coherencia casi perfecta entre el proyecto político comunista y su destino individual como militantes. A veces esas memorias presentan lagunas y vacíos significativos y ocultan las situaciones conflictivas, cuando no contribuyen a mantener y reforzar versiones distorsionadas y contradictorias de los hechos. Las memorias del tantos años secretario general del PCE, Santiago Carrillo, son decepcionantes y constituyen un ejemplo claro de «desmemoria»; igualmente dejan bastante que desear las de Dolores Ibárruri, Irene Falcón o Manuel Azcárate, salvando notables diferencias entre sí, en las que no puedo detenerme ahora. Algunas testimonios más recientes, como el de Domingo Malagón, se «atreven» a exponer versiones algo diferentes a las sostenidas por el partido y sus dirigentes máximos en relación a alguno de los casos controvertidos del pasado, (Malagón. Autobiografía de un falsificador, págs. 138 y ss.). Por eso se hace cada vez más necesario y urgente disponer de biografías rigurosas de las principales figuras del comunismo español. Pasionaria, Carrillo, Claudín, Líster, Gallego y tantos otros, ocultos todavía en el aura de la leyenda, para conocer verdaderamente su importancia y significación históricas, aclarar misterios y desterrar tantos tópicos de la política comunista.
Un dificultad más, de naturaleza diferente, se impone en el trabajo del historiador del comunismo. Es frecuente en nuestros días oir a distinguidos comunistas lamentarse por la falta de una verdadera historia de su partido; sostienen que las que se vienen publicando hasta ahora son excesivamente críticas con su trabajo, porque abundan en los errores, se regodean en las crisis y, sin embargo, olvidan la gran contribución de los comunistas a la lucha por la libertad y la democracia, una contribución, por lo demás, hecha sobre la base de sacrificio, sufrimiento y renuncias, en algunos casos hasta la muerte. Si la transición a la democracia no culminó en un reconocimiento agradecido a tantos luchadores antifranquistas, en una gran mayoría adheridos al PCE, tampoco la crónica histórica posterior ha venido a reconocer ese generoso derroche de sacrificio militante, parece continuar el lamento de muchos veteranos comunistas. De ahí a reclamar para sí el papel de escritores autorizados únicos de su propia historia parece no haber mucha distancia.
Es evidente que no se puede aceptar este tipo de planteamientos. Reconociendo a los comunistas todo su protagonismo y heroísmo, cuando realmente los haya, hay que insistir en que investigar el pasado del comunismo es demasiado importante como para que quede en manos comunistas en exclusiva, incluso si se trata de escritores afamados como Manuel Vázquez Montalbán. La historia del comunismo será obra de historiadores apasionados pero objetivos; por más que se resalte la abnegación de muchos hombres y mujeres entregados a una causa, no se podrá ignorar las equivocaciones o, lo que es más grave y decisivo, el fracaso del proyecto político al que aquéllos rindieron sus vidas. El fracaso del comunismo, su hundimiento espectacular, percibido de modo incuestionable en 1989, es un dato histórico inevitable, rompeolas de toda nostalgia de lo que pudo haber sido. Lo que procede a partir de ahí es reflexionar, tratar de descubrir cómo se ha llegado hasta este punto, poniendo en cuestión el ideario, la acción política, los actores, héroes unas veces pero villanos otras, y los procedimientos, correctos en muchos casos, en otros más cercanos al crimen de derecho común.
Salvando muchas de estas dificultades y en lucha contra la mentira y la falsificación que se han ido imponiendo, sin réplica documentada hasta hoy, se han escrito los tres estudios publicados en este año, que paso a presentar y comentar a continuación; los tres coinciden en su propuesta de desmontar falsas y calumniosas construcciones del pasado, los tres contribuyen con brillantez a un mejor conocimiento del comunismo español.
1. El primero del que quiero dar noticia aquí es una síntesis, firmada por el citado Estruch, con el título de Historia oculta del PCE. Incluido en una colección de divulgación, sin notas ni aparato crítico -Estruch es autor de una Historia del PCE, hace años publicada en dos volúmenes-, el paradójico título parece ser índice del interés del autor por desvelar para el gran público io que el PCE ha venido encubriendo o negando sistemáticamente de su propia historia. Estamos, pues, ante «otra» historia del PCE.
Estruch narra con sencillez, claridad y acierto la evolución del partido comunista español, desde su fundación en los años veinte, hasta el acceso de Julio Anguita a la secretaría general en 1988: la gran mayoría de los episodios expuestos en esta obra de síntesis, ya eran conocidos antes de su publicación, gracias, entre otros, al propio Estruch.
La historia del PCE que emerge de las páginas de este libro es todo menos luminosa y brillante, en contraste con las historias oficiales. E! partido de la clase obrera, que se postula como el único capaz de acabar con la explotación de los trabajadores mediante la implantación de un estado en sus manos, aparece a lo largo de la obra de Estruch como una organización débil y marginal en la mayor parte de su historia, -salvo los años de la Guerra Civil y los años finales de la Dictadura y comienzo de la Transición-; perseguido y obligado a actuar en la clandestinidad por largos períodos, su influencia en la sociedad es escasa; desde su difícil nacimiento atraviesa etapas de duras y frecuentes disputas por el poder; mantiene una línea política oscilante, sometida a virajes múltiples, generalmente inducidos desde el partido soviético o desde la Internacional Comunista: la Unión Nacional, con matices y nombres distintos, en las épocas de fortaleza y apertura a otras fuerzas políticas; posiciones ultraizquierdistas en las de mayor debilidad y dispersión.
En la historia del PCE no es lo más relevante la política o el programa que se adopta, sino por quién y cómo se toman las decisiones. Desde sus orígenes, el minúsculo partido comunista se constituye en una organización férreamente disciplinada, bolchevizada se autocalificaba con orgullo, centralizada y capaz de consolidarse mediante la purga y la eliminación de todo elemento disidente. Esta impronta de cuño leninista, que el estalinismo llevaría al máximo paroxismo criminal, aparece ya con José Bullejos en los años veinte, se acrecienta con José Díaz durante la República y la Guerra Civil y se prolonga en los tiempos de Pasionaria y Santiago Carrillo en el exilio y la lucha clandestina antifranquista. Si bien las consecuencias de las purgas y luchas por el poder difieren en cada período, es reiterativo el procedimiento en que cada nueva dirección que accede a la cúspide lo haga sobre los cadáveres politices de sus antecesores y se mantenga mediante la más estricta vigilancia, persiguiendo toda suerte de herejía, llámese trotskismo, titismo, estalinismo, reivisionismo u otras menores de que hablaremos más adelante, cuantas corrientes o tendencias, en definitiva, los vientos del momento hayan decidido declarar perseguibles. Todo a mayor gloria del monolitismo ideológico, de la cohesión férrea de la organización, del control de la militancia y del poder omnímodo de las direcciones.
Junto a estos rasgos tan acusados, no oculta Estruch las fases de la historia del PCE en que sus militantes dieron pruebas de heroísmo, entrega idealista y sacrificio generoso, sobre todo en los momentos de máxima persecución, durante el exilio y bajo la dictadura franquista, cuando tantos militantes comunistas perdieron su vida o su libertad, confinados en las cárceles años interminables. El autor les rinde homenaje pero no son los protagonistas de este relato, centrado en la organización y sus dirigentes.
El gran drama del PCE a lo largo de su historia, señala Estruch, reside en la falta de credibilidad democrática. Su defensa cerrada de la República en la Guerra Civil, y la lucha por la democracia y las libertades durante el franquismo, parecen ser más unas decisiones tácticas circunstanciales que el resultado de una convicción definitiva. Lo que puede deducirse de su larga y estrecha dependencia de la Unión Soviética en primer lugar, así como también del modo, nada democrático sino más bien brutal, con que el partido acostumbraba a resolver sus crisis internas.
El PCE no pudo escapar a esta situación tan dramática ni siquiera cuando emprendía sus pronunciados cambios ideológicos o estratégicos; o bien no eran creíbles o bien diluían en exceso los perfiles de sus posiciones políticas. En la fase de transición a la democracia, la moderación del PCE fue esencial para la consolidación del sistema democrático en España, para hacer efectiva la Reconciliación Nacional y para ahuyentar todo peligro de confrontación civil. Pero, con ello, el PCE se iba desfigurando, hasta el punto de que su programa moderado podía coincidir en aspectos esenciales con el de otros partidos de la izquierda que, con dirigentes renovados, parecían más indicados para llevarlo a efecto. El PCE pasaba a ser un partido prescindible, llamado a desaparecer, algo que, pese al voluntarismo ciego de sus dirigentes, han venido confirmando las sucesivas consultas electorales. Por otro lado, el peso del aparato y la lenta y difícil renovación de los dirigentes -todavía en 1985 Carrillo acabó siendo expulsado y fundó un nuevo partido-, incrementaron el proceso de fuga de militantes decepcionados.
El viaje por la historia comunista de Joan Estruch afronta, cómo no, las estrellas del firmamento comunista que más parecieron brillar con luz propia. Sin embargo, su importancia aparece reducida al papel de satélites. En este sentido, me parece percibir un propósito relativizador especial en el tratamiento de Pasionaria, el único mito del comunismo español que ha conservado todavía cierta vigencia: vida, amores y aptitudes políticas, empero, se ofrecen en esta historia muy devaluados, humanos, demasiado humanos y bien lejos de la idolatría comunista al uso.
2. Jesús Monzón, el ¡íder comunista olvidado por la historia, del periodista navarro Manuel Martorel!, es la primera reconstrucción biográfica completa del dirigente comunista navarro: acusado de pretender apoderarse de la dirección del partido, entre los años 1939 y 1945 en el sur de Francia y en España, sufrió la persecución encarnizada de sus camaradas, además de la franquista, y se convirtió por mucho tiem.po en uno de los «herejes» comunistas más denostados. La narración de Martorell recorre la difícil peripecia política de Monzón, culminada con una estancia de más de diez años en la cárcel, pero alcanza también a su nueva vida postcarcelaria y su relativo éxito empresarial antes de su muerte temprana, en 1973.
Monzón no es un militante comunista común. Por sus orígenes aristocráticos y burgueses, este abogado pamplonés, comunista en la patria del carlismo, amante de la buena mesa y de las relaciones libres con las mujeres, dista mucho del militante comunista tradicional. Martorell reconstruye con esmero el entorno familiar y humano pamplonés, gracias al cual Monzón pudo eludir la pena capital en el año 1948 y reconstruir su vida, diez años más tarde, a la salida de la prisión.
Monzón fue gobernador civil de Alicante y Cuenca durante la Guerra Civil, y Secretaho General del Ministerio de Defensa con Negrín; en marzo de 1939 sale hacia Argel, en compañía de Dolores Ibárruri y de otros dirigentes comunistas.
Se instaló pronto en el sur de Francia. En esta zona de exilio y resistencia y con una guerra mundial que todo lo domina, se fraguó lo que el PCE llamó, tiempo después, «monzonismo». La desaparición de la dirección comunista, dispersa por América y Rusia, permite a Monzón, que por contra ha decidido permanecer en Francia, dedicarse a la reorganización del partido y a poner en práctica una política de resistencia antifascista, con actividad guerrillera incluida. Crea una Delegación del Comité Central en Francia, lo dirige de hecho, aunque sin encargo previo de la dirección del partido. Desde esa plataforma recupera y reformula la política de Unión Nacional para España, un llamamiento a la unidad de todas las fuerzas políticas, menos Falange, para acabar con el régimen de Franco. Convencido del éxito de su política, entra clandestinamente en España y coordina las organizaciones que apoyan su política en una llamada Junta Suprema de Unión Nacional, en realidad un nombre excesivo para una presencia política tan escasa.
El impulso de esta política vendría con la invasión guerrillera por el Valle de Aran en octubre de 1944; con la insurrección nacional simultánea llegaría el inevitable fin del franquismo. Inmediatamente después, con el concurso solidario de las potencias democráticas, se daría paso a un gobierno provisional.
La dirección del partido, de retorno en Francia, viendo la obra puesta en pie por Monzón y temerosa de haber sido suplantada por aquél, empieza el desmantelamiento, aduciendo, entre otras cosas, que sólo podría conducir a fracasos como el de Aran, atribuido en exclusiva al navarro. Llamado a rendir cuentas en Toulouse, ante Carrillo, se niega a pasar la frontera por las vías que le señala el partido; un temor bien fundado a represalias por parte de sus camaradas le retiene en Barcelona, buscando la forma de atravesar la frontera por sus propios medios. El azar, sin embargo, llevó a la policía franquista, siempre acechante, al piso barcelonés en donde se ocultaba y esperaba. Un Consejo de guerra presidido por el coronel Eymar lo condenaría a la pena de treinta años de cárcel.
La pormenorizada, pero no siempre clara, historia de Martorell, destaca sobre todo por la reconstrucción del entorno navarro de Monzón; también es de mucha utilidad el estudio de la resistencia antifascista en el sur de Francia. Las iniciativas políticas de Monzón se exponen con entusiasmo admirativo; una comprensión muy generosa cubre todas sus actuaciones. Se echa de menos una visión más critica, más allá de la simpatía que pueda despertar el personaje; al fin y a la postre. Monzón promovió una política discutible, tan voluntarista y hegemonista al menos, como la de otros muchos dirigentes comunistas.
Tal vez esto se deba a la necesidad, sentida por el autor, de contrarrestar la infamante imagen que el PCE propaló sobre su paisano, un dirigente capaz y entregado, a quien el partido hizo objeto de una feroz campaña de desprestigio, con efectos igualmente crueles sobre sus colaboradores, contagiados por el mismo «virus monzonista». A Monzón se le tildó, mediante una retahila demasiado consabida, de traidor, provocador, espía y colaborador del régimen -ahí estaban sus relaciones con carlistas para evidenciarlo- y titista avant la lettre, por su política nacional.
El caso Monzón es una muestra más de los modos aberrantes con que operaban el PCE y otros partidos comunistas en plena era estalinista, cuando una atmósfera de sospecha y miedo, facilitaba las llamadas a cerrar filas y a eliminar todo brote de discrepancia, bajo el pretexto de la unidad del partido y con el corsé de la uniformidad doctrinal. En este ambiente, cualquier militante que actuaba por su cuenta, como Monzón, podía ser acusado y declarado traidor sin apelación. A Monzón le salvó la vida, paradójicamente, el hecho de haber sido detenido en España; es la vida que con toda justicia rescata Martorell.
3. Una investigación histórica rigurosa es la monografía de David Ginard Heriberto Quiñones y el movimiento comunista en España (1931- 1942). Sale a la luz de las realidades históricas uno de los «casos» más oscuros y trágicos de cuantos jalonan la historia del PCE, incluso en sus «años de plomo» estalinistas. El quiñonismo comparte con e! monzonismo la misma sustancia herética, no doctrinal sino práctica. Como en el caso de Monzón, «su crimen consistió, concluye Ginard, en que Quiñones consideró imprescindible que el interior disfrutase de una amplia autonomía organizativa respecto del exilio... Podemos concluir que la herejía quiñonista constituía principalmente... un intento de distanciarse organizativamente de la dirección del partido en el exilio...» (pág. 152), la que, no nos olvidemos de añadir, había huido, bochornosamente en opinión de Quiñones, al final de la guerra.
El atrevimiento de Quiñones se explica mejor teniendo en cuenta su condición de agente de la Internacional Comunista. Nació probablemente en la Besarabia entonces integrada en la Rusia zarista. Tras sus estancias en la Argentina y Francia, Quiñones penetró en España a fines de la dictadura primorriverista; residió un tiempo en Asturias, donde dijo haber nacido, y más tarde se estableció en Mallorca, donde casó y tuvo una hija, de nombre Octubrina. Trabajó en los más diversos oficios manuales. Tanto durante la República como en la Guerra Civil se vio obligado a residir en puntos diferentes, -Menorca y Valencia fueron los de estancia más prolongada-, pero siempre se mantuvo en relación con tareas organizativas y burocráticas, frecuentemente al frente de las organizaciones comunistas, dada la mayor capacidad política de este «profesional» internacionalista.
Acabada la guerra, Quiñones permanece en España. Después de una temporada detenido, se traslada a Madrid; comienza un intento más de reconstrucción del partido comunista. En el Madrid difícil de la postguerra. Quiñones se pone al frente de la denominada Comisión Central Organizadora. Reorganiza el partido sobre la base de pequeñas células, logra el control de la organización en toda España y elabora una nueva propuesta política partiendo de la anterior Unión Nacional, una plataforma abierta a todos los españoles no franquistas. Como dijimos, es esta capacidad de decisión, tan autónoma, lo que le lleva al enfrentamiento con la dirección exterior: pronto es declarado rebelde.
Ciertamente, Quiñones considera que los dirigentes exiliados, por su alejamiento de la realidad española del momento, están incapacitados para promover la lucha política adecuada contra la dictadura franquista. Como la dirección envía sus militantes para frenar y disciplinar a Quiñones y pronto son detectados y detenidos por la policía española, el «rebelde» se reafirma en su posición, rechaza las órdenes del exterior y continúa su línea política autónoma, apoyado en unos pocos colaboradores fieles.
El cerco policial se estrecha; delaciones, torturas y descuidos provocan caídas generales en aquellas organizaciones políticas, demasiado débiles frente al potente aparato policial franquista. Una vez más la organización interna del PCE sería desmantelada, esta vez para alegría de la dirección exterior, que se quita de en medio al «traidor» Quiñones. Detenido en la calle en diciembre de 1941, poco después la policía localiza, en la casa donde residía, una maleta cargada de documentos, entre otros el manuscrito de su Anticipo de orientación fDOiítica, el verdadero manifiesto político del quiñonismo, la propuesta de una Unión Nacional ampliada, un documento de valor extraordinario que Ginard rescata y analiza en profundidad.
Las torturas brutales y su ejecución sentado en una silla, a consecuencia de aquéllas, mientras exclamaba «Viva la Internacional Comunista», no conmovieron lo más mínimo a la dirección del PCE, empeñada ya en una campaña de persecución furiosa antiquiñonista. Como en el caso de Monzón, Quiñones fue expulsado del partido; también la serie de calificativos vejatorios en su contra alcanzó niveles obsesivos y hiasta grotescos, pues de traidor, provocador y delator, pasó al grado de «agente británico», lo que pudo establecerse, al parecer, a raíz de su constumbre de fumar cigarrillos ingleses.
La campaña contra Quiñones y otros perseguidos por el PCE continuó durante años. En el apéndice documental de la obra de Ginard, junto a entrevistas y fragmentos diferentes del sumario y de la sentencia, destaca el editorial de NUESTRA BANDERA, la revista teórica del PCE, «Hay que aprender a luchar mejor contra la provocación», en el que su anónimo autor (la mayoría lo identifica con Santiago Carrillo) carga, todavía en 1950, contra Quiñones y Monzón con la mayor dureza y alerta al partido a seguir vigilante frente a ese monstruo genérico que llama provocación. El objetivo estalinista de un partido monolítico continuaba en vigor y sus consecuencias, reactivadas cada tanto, seguían afectando a muchos militantes. Era la mejor forma de mantener la disciplina. En 1986 Quiñones, Monzón y Comorera serían rehabilitados oficialmente por el PCE de Gerardo Iglesias. Pero Santiago Carrillo sigue pensando, en 1993, que Quiñones «tenía contacto con agentes ingleses» y que «lo suyo fue una tremenda provocación» (Memorias, págs. 360 y 407).
El excelente trabajo de Ginard, muy documentado y claro en su exposición, se constituye en un modelo de estudio histórico riguroso y atractivo para el lector. Se trata de un acercamiento sereno al pasado histórico del PCE, algunas de cuyas prácticas políticas, aunque lejanas y ya superadas, siguen resultando hoy en día estremecedoras.
La calidad indudable de los tres estudios reseñados revela la vitalidad de nuestra investigación histórica. Es explicable la atención prioritaria que presta a las figuras de los herejes y perseguidos, pues sobre ellos ha pesado una infamia que ya no es posible soportar por más tiempo. También resulta comprensible que una de las tareas primordiales de los historiado res del comunismo español consista en desvelar historias ocultas que la historia oficial ha ignorado, cuando no tergiversado por completo.
Es de esperar que se pueda seguir investigando y escribiendo la historia del PCE, como la de otros partidos políticos. Es de desear que, a partir de ahora, no haya más historias ocultas del PCE.
FELIPE NIETO
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