PUIGSECH FARRÀS, Josep: Falsa leyenda del Kremlin: El consulado y la URSS en la Guerra Civil española. Madrid: Biblioteca Nueva, 2015.
El papel soviético en la Guerra de España ha sido desde aquel entonces, y sigue siendo hoy, uno de los aspectos más controvertidos de una contienda cuya relevancia internacional resulta indiscutible. Máxime tras los avances en torno a la dimensión internacional del conflicto publicados durante las últimas dos décadas. Sin embargo, todavía prevalecen importantes enigmas en relación con el papel de ciertas potencias de la época. En los archivos ubicados en Londres y Moscú se mantiene clasificada abundante documentación relacionada con la Guerra de España. Resulta razonable deducir que el hecho de que se mantengan en secreto dichos papeles, cerca de ocho décadas después, indica que no se trata precisamente de un cúmulo de anécdotas.
Centrándonos en el caso soviético, distorsionado durante décadas tanto dentro de España (por la propaganda franquista) como allende fronteras (por los tiempos marcados por la Guerra Fría), las obras que se han venido sucediendo han reconfigurado considerablemente la imagen del papel soviético en España entre 1936 y 1939. El estudio pionero de Elorza y Bizcarrondo aprovechó la apertura de los fondos de la Internacional Comunista (Komintern) que siguió al desplome de la Unión Soviética en 1991. La misma labor fue realizada por otros investigadores en torno a las relaciones entre dicho órgano y los respectivos partidos comunistas nacionales, casos del francés (PCF) y el italiano (PCI). Más tarde, Viñas pudo enriquecer el vector soviético en su trilogía a partir de la combinación de diversas fuentes, moscovitas incluidas. Por diferentes vías se acercaron al tema Kowalsky, Schauff y Rybalkin. Hernández Sánchez profundizó en las relaciones entre los partidos comunistas español y soviético y en el papel del primero durante la contienda. Son los asuntos relativos a los servicios secretos aquellos que permanecen en mayor penumbra. Los motivos son evidentes. No parece previsible que tal situación pueda variar a corto o medio plazo. Los recientes trabajos en torno a Orlov por parte de Volodarsky, ex miembro de la inteligencia militar soviética (GRU) establecido en Londres, han proporcionado nuevos datos que difícilmente hubiesen visto la luz de no ser por la especial trayectoria biográfica de dicho autor.
Existen, por tanto, tres categorías diferenciadas en torno a las cuales se articularon las relaciones entre la Unión Soviética y la República durante el conflicto: la diplomacia entre el Kremlin y las autoridades gubernamentales españolas -y catalanas, en este caso-, la relación entre la Komintern y los comunistas españoles, y la interacción entre los servicios secretos soviéticos (NKVD y GRU) y elementos pertenecientes a diferentes fuerzas de izquierda dentro del campo republicano. El nuevo trabajo de Josep Puigsech arroja nuevas luces sobre el primero de los puntos en cuestión. Una provechosa estancia de investigación en Moscú proporcionó al autor una cantidad de material de archivo suficiente para acometer dos trabajos verdaderamente innovadores. El que nos ocupa viene a seguir la estela de Entre Franco y Stalin: El difícil itinerario de los comunistas en Cataluña, 1936-1949 (2009).
Cuando estalló la guerra en España, la República no contaba con relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. Fue precisamente durante los inicios de la guerra cuando Moscú estableció una embajada en Madrid y un consulado en Barcelona (el 27 de agosto y el 1 de octubre, respectivamente). Entre ambas fechas se gestó la decisión de Stalin de enviar armamento a la República, siendo aprobada en reunión del Politburó del PCUS a finales de septiembre. En octubre comenzó a enviarse el material bélico rumbo a España. La presente investigación confirma lo que se viene poniendo en claro en los últimos años a través de rigurosos trabajos, y que no es otra cosa que el quid de las relaciones entre Moscú y el Gobierno de la República: nada de sóviets o de república popular avant la lettre en España, en ningún momento contemplada como campo de revolución entre los muros del Kremlin, sino apuesta por la democracia parlamentaria como garantía para las democracias europeas, consideradas durante los días de la Guerra de España como única alianza posible frente a la persistente amenaza de Hitler en el flanco occidental soviético. Stalin dejó claro tal posicionamiento en su misiva al entonces presidente Largo Caballero el 21 de diciembre de 1936, y lo reiteró en términos todavía más contundentes al embajador en Moscú, Pascua, el 3 de febrero siguiente: «Sería estúpido y no razonable la instauración de los sóviets en España [...] Hay que afirmarse al régimen parlamentario y democrático porque esta posición dividirá al mundo capitalista en dos campos: Francia e Inglaterra no podrán hacer luchas abiertas contra otra república parlamentaria y democrática [...] No sóviets en España».
La misión asignada a Antonov-Ovseenko como cónsul en Barcelona tenía como objetivo principal lograr el orden en una retaguardia que, a su llegada, estaba marcada por un ambiente revolucionario con predominio anarquista. Para ello, además de la coordinación con el Gobierno de la Generalitat -bastante lograda en virtud del contacto muy fluido entre el cónsul y Companys, además de con diversos consejeros catalanes- y con el PSUC y la UGT, era menester buscar también un entendimiento con los elementos más dispuestos al diálogo dentro de la CNT -misión imposible con el sector más radical de la misma y con la FAI-. Destacaron los esfuerzos llevados a cabo al respecto con el ministro García Oliver, hombre fuerte de la CNT. Desde el primer encuentro, Antonov- Ovseenko le dejó claro que la prioridad no debía ser otra que ganar la guerra, y para ello las veleidades revolucionarias de retaguardia debían ser suprimidas. Ello chocaba de lleno con la interpretación del conflicto por parte de la FAI y de buena parte de la propia CNT. Por supuesto, el POUM quedaba excluido de cualquier tipo de contacto. Sus elementos debían ser excluidos de todo órgano de poder, toda vez que para Moscú representaba, sin margen de duda, el enemigo interno a combatir en España, empezando por su máximo dirigente: Andreu Nin. La identificación del POUM como el trotskismo español no admitía matices desde la perspectiva soviética. Ehrenburg, corresponsal de Izvestia, había explorado bien el terreno barcelonés antes del establecimiento del consulado, lo que sería de utilidad a este. Los contactos deberían ir acompañados por una labor propagandística eficaz y llena de tacto. La llegada al puerto de Barcelona del primer barco soviético cargado de alimentos, el Zirianin, proporcionó al consulado una legitimidad importante de cara a llevar a cabo su influencia. Ante todo, había que dejar claro que Stalin apostaba por un modelo democrático parlamentario y liberal para España.
Los representantes soviéticos llegaron, en ocasiones, a entender bastante mejor el significado de la contienda que algunos miembros de la Generalitat. Botón de muestra de ello fue el caso de la explicación al consejero de Propaganda, Miravitlles, por parte de Antonov-Ovseenko: lo que había tenido lugar en España no era un pronunciamiento clásico otros de la historia reciente del país, sino una insurrección fascista; y, por otro lado, se trataba de una guerra con una dimensión internacional evidente y en la cual había que encuadrar la lucha. Y precisamente en componentes de lucha internacional se encuadraría la hostilidad anarquista hacia los comunistas tanto españoles como soviéticos. Antonov- Ovseenko lo experimentó en carne propia. Los procesos represivos de Moscú no eran desconocidos dentro de la CNT y de la FAI. Considerado el POUM como enemigo sin matices por los enviados de Moscú, los equilibrios con un competidor mucho más serio en tierra española como eran los anarquistas -en sus diferentes esferas dentro del ámbito sindical y político- iban a resultar tarea harto compleja. El cónsul lo supo desde sus primeros días en Barcelona. Dicha labor absorbería sus principales esfuerzos.
Otro punto destacado reflejado en la obra son las tiranteces continuas entre el Gobierno de la República y las autoridades de la Generalitat. Los acuerdos comerciales firmados por el ejecutivo catalán con la representación soviética, de cara al suministro de materias primas para alimentar la industria de guerra, condujeron al establecimiento de una oficina comercial para canalizar las transacciones entre la Generalitat y Moscú. Ello contribuyó a una dinámica más amplia de suspicacias y desencuentros entre el gobierno central y las autoridades catalanas. Si tanto Companys como el cónsul -quien, sumergido en la cultura catalana y el significado de sus aspiraciones de autonomía, llegó incluso a expresarse bien en catalán- se mostraban decepcionados ante la falta de comprensión tanto de Azaña como de Largo Caballero, las cosas no hicieron sino empeorar con la determinación mostrada por el sustituto del segundo al frente del Gobierno: Negrín. Siendo este todavía ministro de Hacienda, Antonov- Ovseenko, imbuido de la idea de que la política de guerra seguida por el Gobierno de la República era injusta con Cataluña -dentro de un marco general de injusticia centralista frente a las sensibilidades y aspiraciones catalanas-, había cometido el error de enfrentarse con el ministro al respecto. Moscú se puso del lado de Negrín. Tal suceso, unido a no pocas imprudencias anteriores por parte del cónsul en clave de decisiones autónomas respecto a las instrucciones del NKID, empezaba a aproximar a este a terreno peligroso, aunque su ingenuidad respecto al proceder moscovita de aquellos tiempos (los de las primeras grandes purgas) no le permitiese intuirlo. Pero si algo molestó a Stalin fueron dos tendencias del cónsul durante su misión que se apartaban de los deseos y encargos de Moscú: un excesivo protagonismo en público que iba en contradicción con los deseos de discreción soviéticos, y ciertos posicionamientos cercanos a posiciones radicales (comentarios de simpatía por la revolución obrera -presentando la situación en Cataluña como continuación natural de la Revolución Bolchevique-, saludos con el puño en alto en actos institucionales, etc.) en relación a las intenciones de Stalin en España, marcadas por una voluntad de moderación como garantía para las democracias europeas.
El análisis de Puigsech es de enorme utilidad de cara a establecer una diferenciación entre los diferentes tipos de misiones soviéticas en España. No hubo nada de totum revolutum entre las funciones de Antonov- Ovseenko como cónsul (centradas en lograr un orden en la retaguardia y en las relaciones con el Gobierno de la Generalitat), Ërno Gerö como representante de la Internacional Comunista (cuya labor se ceñía a las relaciones partidistas, acercando a PSUC y UGT hacia las posiciones del PCE), y Eitingon/Kotov al frente de los servicios del NKVD en Barcelona (sobre quien Volodarsky ha arrojado luz). El trabajo que nos ocupa se centra en la primera de tales misiones. Además, aporta una nueva perspectiva sobre los Hechos de Mayo de 1937 y encuadra la defenestración de los representantes en España (los embajadores Rosenberg y Gaikis, por un lado, y el cónsul Antonov-Ovseenko, por otro) dentro de las purgas estalinistas dirigidas contra la diplomacia soviética, en un contexto de pugnas internas dentro del NKID con el objetivo de fondo de desplazar a su máximo responsable, el influyente Livtinov, por Molotov, a quien Stalin podía controlar bastante mejor.
En definitiva, este trabajo refuerza sólidamente el campo historiográfico dedicado a la dimensión internacional de la Guerra de España y, en concreto, a la reconstrucción del papel soviético en la contienda. Un papel de gran importancia, pero en absoluto por los motivos esgrimidos por la vieja leyenda que pintaba a la República como un régimen que actuaba al dictado del Kremlin. Lo que pretendió Stalin en España no fue sino perseguir los propios intereses nacionales soviéticos en materia de política internacional, buscando reforzar el sistema de seguridad colectiva en alianza con las democracias europeas como contrapeso a la amenaza que representaba el fascismo. No hubo ni ayuda desinteresada a la causa republicana en base a consideraciones ideológicas o éticas, ni tampoco voluntad alguna de crear una suerte de satélite en España. Y la República también persiguió sus propios intereses -empezando por el fundamental, que no era otro que su propia supervivencia- con los medios que tuvo a su alcance. Tras el golpe de Estado de julio de 1936, se dirigió, como es natural, a sus regímenes homólogos (las democracias europeas). Solo acudió al flotador que representó la Unión Soviética tras el rechazo franco-británico a la venta de armamento para la autodefensa ante una rebelión apoyada por la Italia de Mussolini desde la misma preparación del golpe de Estado y, una vez producido este, también por la Alemania de Hitler. La ayuda soviética fue en más de dos meses posterior a la prestada al bando sublevado por parte italiana y alemana. Fueron también más de dos meses los que transcurrieron desde la puesta en pie de la política de no intervención -que solo funcionó contra la República- hasta la llegada de las primeras remesas de armamento enviado por Moscú a España.
David Jorge
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