RESUMEN
El objetivo de este trabajo radica en valorar la importancia que adquieren los muebles para la historiografía actual y en analizar, mediante el escaparate, los cambios domésticos que se producen en el palacio español tras la entronización de Felipe V. De mano de dicha categoría se aborda la sociedad madrileña del siglo XVII y la metamorfosis que experimenta el mobiliario español cuando la ostentación y devoción del barroco dan paso a la privacidad y comodidad que propone el siglo XVIII.
PALABRAS CLAVE:
Mueble. Escaparate. Ostentación. Devoción. Barroco. Privacidad. Comodidad.
ABSTRACT
This paper tries to establish furniture's value as history's way of study and to analyse, through the displaycabinets, the domestic changes that affect Spanish palaces after Felipe V's enthronization. It will broach Madrid XVIIth Century's society and incide on how Spanish traditional furniture will be affected when barroque's display and devotion are superseded by privacy and comfort.
KEY WORDS:
Furniture. Displaycabinet. Display. Devotion. Barroque. Domesticity. Privacy. Comfort.
Recibido: 30-05-2010
Aceptado: 21-08-2010
Domínguez Ortiz decía que la «Historia, como la vida, es un proceso en perpetua creación en el que la materia preexistente se renueva»1. Abordar la Historia desde el estudio del mueble es una novedad, pero aceptando con Dagognet que «cada objeto encierra una elección cultural»2, es comprensible que las Artes Decorativas susciten el interés de los historiadores actuales como referentes de la sociedad que emplea esos objetos suntuarios. Dentro de ellos, cobra especial relevancia el mueble puesto que «no hay intermediario más cotidiano entre nosotros mismos y nuestras necesidades que los muebles»3. Su intrínseca cotidianeidad justifica su importancia porque resulta innegable que el mueble acompaña al hombre desde el mismo momento en que éste decide vivir en sociedad. La multiplicación de tipologías demuestra el desarrollo alcanzado en la satisfacción de las necesidades domésticas. Desde las estancias multifuncionales hasta los aposentos especializados son los muebles los que en gran medida explican la evolución testimoniando, en última instancia, las sucesivas épocas que conforman la historia de un país. Los muebles son supervivientes de su tiempo y de tradiciones guardadas con esmero y por ello requieren la atención del historiador que recreándose en sus testimonios experimenta la sensación de que la historia sabe a nueva, a recién estrenada.
En lo que a nuestro país se refiere, son varias las tipologías que tradicionalmente se vienen considerando españolas. El escritorio, el bufete y el frailero resultan, posiblemente, las más conocidas por el público general y las más representativas de la Historia del Mueble de España. Su extensa vida así como el gran número de piezas conservadas de cada una de ellas en Museos, Iglesias y Colecciones Privadas han asegurado tanto su difusión popular como su estudio histórico parcial. Dentro de los muebles más emblemáticos de nuestro país, y a diferencia de lo que ocurre con los que se acaban de citar, el escaparate ha pasado casi inadvertido. Para muchos resulta un auténtico desconocido del que, en el mejor de los casos, recuerdan las «vitrinas» de los Siglos XIX y XX y, sin embargo, es el mueble que más fielmente refleja la sociedad barroca madrileña y la transición doméstica que se produce tras la muerte de Carlos II, ya que se trata de una categoría cuya gloria decae cuando esa sociedad modifica sus costumbres y la Casa de Austria que lo encumbró da paso a la Casa de Borbón que no lo llegó a apreciar.
Hablamos de un mueble de aparato de diferentes medidas que presenta, por lo menos, una de sus caras diáfana y que se destina a contener objetos decorativos o imágenes religiosas. Su importancia radica, precisamente, en esa doble utilidad, civil y religiosa, que resultó ser determinante para asegurar su éxito en un momento en que España -Madrid en particular- se convierte según Bennassar, en una auténtica «fiesta del consumo», al tiempo que se erige en el «laboratorio en el que el nuevo catolicismo forjó sus dogmas»4.
El madrileño barroco practicaba el requerimiento de que «uno es lo que representa ser» hasta sus máximas consecuencias. Era la demostración, más que la posesión lo que constituía la evidencia del rango. Un estatus elevado estaba marcado por lo que Veblen define como «consumo ostensible», cuando dice que «para ganar y conseguir estima de los hombres, no basta con poseer riquezas y poder. La riqueza o el poder tienen que ser puestos de manifiesto, porque la estima sólo se otorga ante la evidencia»5. Ello se traduce, básicamente, en gastar en cosas que no son necesarias, sino para aparentar. Ajenos a la ruina en que se sumerge España e incluso a veces a la propia, se derrocha en todo aquello que procure la mera apariencia pública del individuo, sin pasar por alto que parte del dispendio se invirtió en la ostentación doméstica donde importan los muebles. Navarrete describe «escritorios que sirven sólo a la perspectiva y correspondencia; tantos y tan variados bufetes; unos embutidos de diferentes piedras, otros de plata, otros de ébano y marfil, y otras mil diferencias de madera»6, entre las que se encuentra el escaparate profano con sus lujosos contenidos.
Pero el escaparate sirve también al madrileño para manifestar sus creencias en un momento en que nuestros Monarcas responden a la Reforma convirtiéndose en celosos protectores de Roma. Se produce, según Ribot, un «absolutismo confesional»7, según el cual las creencias de una persona no son algo privado sino que se alardea de ellas. Es más. Se fomenta una pública «ostentación de fe» frente al intimismo protestante dirigiendo el comportamiento religioso del individuo mediante el peso de las instituciones. De este modo, el madrileño se rodea en su vida diaria de imágenes religiosas con las que demostrar su incondicional sumisión a los postulados católicos y con las que, dentro del peculiar entendimiento barroco de la religión, asegurarse una favorable respuesta divina ante la certeza de la muerte y la posibilidad de la condenación eterna figurando, en definitiva y como apunta Gallego, «la idea de lo trascendente que existe más allá de las apariencias, pero que no cabe expresar sino por las apariencias mismas»8.
El escaparate se convierte, pues, en transmisor del ser y del creer del madrileño barroco que empleó para ello tanto el propio expositor como su contenido.
1.1. Cronología y origen del escaparate
Aunque el mueble existe con anterioridad, el término «escaparate» se asienta en la lengua castellana en 16169. Ello podría explicar su ausencia del Tesoro de Covarrubias de 1611 y también justificar la disparidad de voces que emplean los escribanos en la documentación de los siglos XVII y XVIII para calificar lo que realmente son escaparates. Las menciones a «cajas», «escritorios», «urnas», «estantes», «barreras» y hasta «fanal de cristales planos con bastidor de madera» se repiten con insistencia y podrían confundir al investigador requiriendo, frecuentemente, su renovada y concienzuda lectura porque pueden estar relatando, a pesar de esa dispar nomenclatura, auténticos escaparates al describir muebles que presentan, por lo menos, una de sus caras acristalada o cuando menos enrejada, y se destinan a custodiar objetos decorativos o tallas sagradas. Lejos pues de tratarse de una mera disquisición terminológica, esa variedad de vocablos que se extiende durante toda la vida de este mueble, pero sobre todo en sus inicios y en su declive, impone revisar con detenimiento cualquier referencia paralela para poder acotar la cronología del escaparate con el mayor rigor posible.
Como ocurre con los demás objetos suntuarios, también las novedades mobiliarias suelen introducirlas los Soberanos, por lo que la búsqueda ha de iniciarse, necesariamente, en los protocolos reales. Tras descartar los más tempranos10, se advierte alguna «caja» interesante entre las posesiones de Felipe II11, que todavía no consideramos mueble de aparato por la ausencia de maderas nobles empleadas en su ejecución. Ese pequeño salto que efectúa el escaparate de mero mueble de almacenaje a mueble de ostentación, se produce entre el protocolo del Rey Prudente de 1600 y el Guardajoyas de su nuera, la Reina Margarita, de 1612. En este último se incluye una descripción muy detallada de lo que ya se trata, sin duda, de un novedoso escaparate de lujo que, además, cobra especial relevancia porque confirma la procedencia española de la tipología cuando en dicho temprano documento se especifica que ese concreto mueble fue ejecutado por un español, el ensamblador Benito Moreno12. Atendiendo a las fechas de fallecimiento de Felipe II y de Margarita de Austria, deducimos que el escaparate nace en torno a 1595/1600 para consolidarse plenamente en la Corte de Felipe IV primero y después en la de su hijo Carlos II13. Los inventarios reales atestiguan el favor que la Corona deparó a la tipología, y que desde la Realeza recorre todas las clases sociales según corroboran los protocolos de la Aristocracia y de los menos privilegiados socialmente.
La documentación manejada permite concretar el momento de máximo esplendor del escaparate a lo largo de casi un siglo: desde 1630/40 hasta 1730/40 aproximadamente cuando las clases altas mimetizan el comportamiento de la Corte borbónica incorporando nuevas tipologías mobiliarias a su entorno doméstico para desechar, consecuentemente, las categorías tradicionales.
El origen del escaparate cobra interés desde el punto de vista historiográfico porque en la Historia del Mueble las categorías no nacen ex novo. En su asentamiento confluyen propuestas ya conocidas, generalmente más de una, respondiendo siempre a las necesidades que progresivamente se plantea el hombre. La información recabada hace derivar técnicamente este mueble desde dos precedentes, plenamente establecidos en el Siglo XVI: cajas y armarios que en el caso de algunos escaparates civiles se completa con la idea de las baldas. Pero el esplendor del mueble no se entendería con estos dos únicos antecedentes porque no hay que pasar por alto su carácter de expositor. Es precisamente respecto de sus caras diáfanas, donde entra en juego la derivación también desde las arquetas relicario. Nuevamente se trata de cajas, pero estas cajas abren un número variado de viriles a través de los que visualizar las reliquias que custodian y que demuestran que hacia 1500 ya era usual en España el empleo del vidrio en la manufactura de un mueble. Ese vidrio irá ganando poco a poco terreno respecto de la madera y en esa evolución se consolida el escaparate como tipología diferenciada de cajas y arquetas. Pero, sin duda, el auge que alcanza la categoría no puede desvincularse de los aparadores de ostentación que con tanta fuerza arraigaron durante los Siglos XVI y XVII. Frente a la provisionalidad del aparador que hay que montar y desmontar en cada ocasión, el escaparate cubre los espacios intermedios entre las faustas celebraciones y permite a sus dueños exponer sus creencias o su condición con carácter de continuidad y permanencia.
1.2. La estética del escaparate
El Diccionario de Autoridades de 1726 definió el escaparate como «alhaja» confiriéndole tan noble calificativo en directa alusión a la riqueza de estos muebles fruto de las distintas decoraciones que lo ornamentaron y en la que pudieron llegar a participar diferentes artesanos que procuraron dotar a este mueble de la necesaria apariencia para convertirlo en una categoría de aparato14.
La estructura de un mueble puede, técnicamente, revestirse o decorarse en directo. Las piezas más exquisitas se revisten, lo cual es extensible a los escaparates. Al hablar de revestimientos y, por mencionar sólo lo más frecuente, las opciones respecto a la categoría que se analiza, se reducen básicamente a dos: Puede tratarse de chapeados en los que el alma del mueble se cubre con láminas de maderas más nobles. Para ello se recurrió en gran medida a las de importación, y de forma recurrente durante toda la vida del escaparate, al ébano (FIGURA 2). Esas maderas podían emplearse solas, combinadas entre sí, pero también en unión a otros materiales lujosos y desde 1650 aproximadamente, sobre todo en combinación con la concha de tortuga. La alternativa a los chapeados, de mayor complejidad, consiste en recubrir ese alma mediante lo que técnicamente se denomina marquetería clásica que para los escaparates favorece diseños geométricos que pueden recorrer tanto el exterior como el interior del mueble desde fechas muy tempranas (FIGURA 3).
Pero como se ha dicho, la estructura del mueble puede embellecerse asimismo trabajándola en directo cuando el presupuesto no alcanzaba para encargar «guarniciones », es decir chapeados o marqueterías. Entonces también se plantearon toda una serie de decoraciones alternativas en las que la menor inversión económica no resultó, sin embargo, incompatible con el aspecto de ostentación que precisaba el escaparate como categoría de aparato. En este sentido y desde el inicio de la tipología, fue usual barnizar o pintar estos muebles con apariencia de maderas nobles. Los documentos aluden a la apariencia de la caoba y del palo santo, pero sin duda lo que primó fue la simulación del ébano. Al igual que se imitó la madera, se hizo lo propio con la concha de concha de tortuga y también se empleó la policromía para sustituir la más costosa marquetería o para imitar la veta de los mármoles. Sin que, dentro de esos trabajos en directo, deba pasarse por alto los dorados que aparecen en la segunda mitad del Siglo XVII para consolidarse plenamente en la siguiente centuria cuando también se advierte una mayor incidencia de los «charoles» (FIGURA 4).
Pero dentro de las decoraciones de los escaparates, hay una especialmente característica que afecta tanto a los que se revisten como a los que se trabajan en directo. Se trata de la policromía figurativa que engalana el interior de gran parte de estos muebles respecto de la que los protocolos hacen sólo ocasionales menciones, mientras que las piezas conservadas demuestran una realidad muy extendida15. En muchos casos una iconografía determinada indica el carácter religioso del escaparate. En otros, un paisaje, una guirnalda de flores o una ruina clásica podrían, indistintamente, servir a ambos ámbitos (FIGURA 5). Pero en un grupo determinado de escaparates será la superposición de paisajes lo que informe sobre el uso profano de ese concreto mueble como expositor de alhajas (FIGURA 6).
Tampoco puede obviarse que el carácter de expositor que comparten todos los escaparates exige que, al menos, una de sus caras se presente diáfana y que, por rematarse mayoritariamente con vidrio, contribuye a realzar la importancia de estos muebles puesto que el vidrio o el cristal son materiales que en el Siglo XVII se emplean casi exclusivamente para la ejecución de objetos suntuarios16. Atendiendo al valor económico del vidrio, pero también a la dificultad de conseguir paneles de medidas lo suficientemente grandes como para cubrir la totalidad de una cara del escaparate, fue muy frecuente unir un número variado de placas de menores dimensiones que, sostenidas mediante plomo, hierro o latón se situaban en diferentes formatos decorativos, de modo que una cuestión económica y técnica revierte en un resultado ornamental que es el que termina por imponerse. Los documentos aluden a un número muy variado de vidrios por escaparate que no se entendería sin los ejemplos conservados y que sin duda alcanza su máximo, entre los protocolos consultados, en los noventa y nueve vidrios de dos escaparates del Marqués de Santiago en 172817.
Asimismo, hay que señalar el metal como factor adicional de decoración, predominando aquellos escaparates que se rematan en bronce, metal que se generaliza con fines ornamentales desde 1660. Las decoraciones metálicas se concentran en diferentes partes del mueble aunque suelen repetir un mismo principio decorativo en el que mediante balaustradas, remates, perfiles y aplicaciones se procura incrementar el juego de luces y sombras que persigue la estética barroca.
Pero para reforzar el papel del escaparate y, además de lo hasta ahora expuesto, fue recurrente ejecutar este mueble a pares y, más significativamente, en juegos de un mayor número de unidades. Las parejas son muy habituales y es lo que se conserva. Según los documentos también fueron relativamente frecuentes los tríos o los cuartetos. Los juegos de más de cuatro escaparates idénticos parecen haber sido exclusivos de la Aristocracia donde el apunte más impactante se ha hallado en el inventario del Duque de Montalto de 1672 y sus doce escaparates de caoba y ébano18. El boato se acrecienta todavía más cuando estas unidades, parejas o juegos se ejecutan combinados con el soporte sobre el que se asienta el escaparate. Históricamente prevalece como soporte el bufete y lo habitual fue que se tratara de bufetes «correspondientes», es decir realizados a juego con el expositor (FIGURA 7). No será hasta el siglo XVIII cuando el bufete se vea reemplazado por la entonces más aclamada cómoda y por los llamados «pies de encaje », en los que el escaparate parece «embutirse» en la mesa resultando la combinación en un aparente único mueble (FIGURA 8).
Lo dicho hasta ahora permite entender la importancia que adquiere el escaparate cuando se potencia su apariencia con la clara intención de realzar su contenido.
1.3. Contenido del escaparate
Respecto del contenido y considerando sólo el estamento civil, sorprende de un total de 856 escaparates analizados respecto de los que 626 informan sobre su naturaleza, un predominio del escaparate religioso frente al profano prácticamente durante toda la vida de este mueble y, sobre todo, durante ese siglo en el que desarrolla su máximo esplendor:
Con dos únicas excepciones que hablan del escaparate como contenedor de vestidos y en función de la documentación manejada, concluimos que este mueble albergó, en su variante profana, cuatro tipos de objetos diferentes, todos ellos de notoriedad dentro del momento de esplendor de la categoría: libros, objetos decorativos, escenas y «alhajas»19.
Los tomos constituyen un bien tan preciado durante los siglos modernos que se convierten en contenido habitual de este mueble que parece nacer y morir con esta concreta finalidad ya que los libros, al no verse afectados por los dictados de la moda, se mantienen como contenido del escaparate, incluso cuando éste inicia su declive y pierde su condición de mueble de aparato. Un segundo grupo albergó objetos decorativos de índole variada, pero siempre lo suficientemente grandes como para ocupar la totalidad del mueble. Las posibilidades en este sentido son múltiples siendo especialmente recurrentes relojes y propios muebles que, por su procedencia, exquisita manufactura o por su significado (FIGURA 9), trascienden una función meramente utilitaria se convierten en objetos de adorno, en línea con lo que sostiene Pontano que considera «objetos de adorno aquellos que no se adquieren por su utilidad sino para embellecimiento y esplendor, verbigracia estatuas, tapices, sillas, marfil, paños entretejidos de pedrería, cajas y cofres multicolores al estilo arábigo, vasos de cristal y otras cosas del mismo género que adornan una casa conforme las circunstancias. Esas cosas agradan la vista y prestigian al dueño de la casa»20. En tercer lugar se situarían escenas decorativas realizadas en diferentes materiales, pero que coinciden siempre en ser representaciones de temática profana. Pero, sin duda, lo que más admiración despertó fue la función del escaparate como expositor de alhajas lo que, por la ostentación que desprendían, ocasionó la crítica de los moralistas de la época que, como hiciera Zabaleta en1660, repudiaron entonces estos muebles tildándolos de ser, «alhaja que ni abriga ni refresca, que embaraza y que no adorna; que no es buena para empeñada sino para empeñarse; espectáculo que da vergüenza a los ojos de buen juicio»21. Aunque en muchos casos los protocolos sólo relaten que se trate de un escaparate de alhajas, son muchos también los documentos que proporcionan el listado de lo que en la época se calificó como «cosas de escaparate». Prevalecen con creces todo tipo de chucherías y trastillos de plata. La relación se completa con barros sudamericanos, porcelana oriental, cocos, piedras bezoares, objetos de cristal, de ámbar, venturina, coral o concha de tortuga sin que pasemos por alto aquellos muebles en miniatura que por su delicadeza se convierten en propias alhajas del escaparate. No se dudó en completar dichos contenidos con rosarios, cruces, devocionarios y otros tantos objetos religiosos que convivían así pacíficamente con las delicadezas profanas de sus propietarios.
En los más prolíficos escaparates religiosos hay una mayor variedad de contenidos con los que continuar las directrices contrarreformistas que marcaron la distancia respecto de la Reforma mediante la reverencia a imágenes y objetos sagrados. Shrader habla con gran acierto de un contexto social de «cotización inflacionista de imágenes»22. Mientras muchos predicadores recurrieron al uso de «decorados, trompetas, espadas, catafalcos, luminotecnia, calaveras e imágenes» para reforzar su mensaje23, el escaparate religioso proporcionó a los madrileños un espacio apropiado para acoger los principios de la Contrarreforma en el hogar.
Numéricamente predomina la presencia del Niño Jesús. Los documentos hablan del Niño sin más, ese «Niño con nombre propio» que dice Arbeteta24, y sólo en pocas ocasiones, generalmente de la Realeza y la Aristocracia, concretan que se trate del Niño de Gloria, del Niño de Pasión o del Niño Dormido. A la representación de Cristo como infante le sigue cuantitativamente la imagen de la Virgen (FIGURA 8). Ya dijo Quintana en 1629 que era «muy de ponderar que hay en Madrid más imágenes de la Madre de Dios que en todo el Reino, porque no hay templo, ni casa particular que no tenga tres, cuatro, y algunas más»25. Pocos documentos concretan, qué advocación mariana se favorece. Hablan de «Nuestra Señora» sin más, añadiendo, como mucho, que se halle en compañía del Niño o de San José, pero, salvo ocasiones concretas, no hacen mayor precisión y serán, una vez más, los escaparates conservados los que informen sobre el enorme repertorio de la Virgen que se incorporó a la vivienda madrileña del Siglo XVII. Y si Cristo es recurrente en su infancia, la iconografía de la Pasión fue otro contenido muy habitual del escaparate doméstico. Casi no precisa comentario. No hay imagen que pueda competir en dramatismo. La vida de Jesús se convierte en ejemplo a seguir y su muerte en motivo de agradecimiento por parte del católico devoto. En sus Ejercicios decía Salazar, «todas las heridas y llagas que recibió en si fue para ganar las nuestras y todo lo que padeció, fue por nuestros pecados»26. El madrileño responde, como muestra de gratitud, incorporando toda la imaginería que rodea la Pasión y Muerte de Cristo al propio hogar y en ese peculiar entendimiento de la religión, sólo en uno de los veintiséis escaparates que llegó a atesorar la Reina Mariana hasta su muerte, acaecida en 1696, se advierte un contenido alusivo a la Resurrección que convertiría en esperanza el terror del madrileño barroco ante la posibilidad de su condenación eterna. Cuantitativamente también fue muy abundante la idea de exponer un santo, ataviado con el característico hábito de su orden o portando algún atributo que lo identifique (FIGURA 3). Sánchez Lora dice que «el tipo de contemplación barroca es la culminación de la teatralidad hagiográfica» y no hay sino reconocer que el escaparate de santos es, sin duda, escenario principal de la obra27. Tampoco puede obviarse las reliquias (FIGURA 2). Su revalorización se apoya en un programa de difusión de supuestos prodigios y milagros que aseguraban a sus propietarios grandes bienes espirituales y materiales. En 1665 predicaba Andrés de San Anastasio: «las sagradas reliquias tienen la virtud expulsiva de los demonios. Las reliquias hacen dulce música a Dios que templándose en sus justos rigores le convierten para con el hombre en dulzura, en clemencia, en gracia, en gloria»28. Para los grandes señores era cuestión de prestigio tener las más raras y preciosas: ante todo las pertenecientes a Cristo o a la Virgen y en segundo lugar las de los santos. Los Monarcas daban incluso cuenta de las que tenían. Por ello, no sólo es que estén presentes en los escaparates, sino que el propio carácter de ostentación de este mueble testimonia la elevada cotización de este peculiar contenido que con una única excepción, sólo hallamos entre la Realeza y la Aristocracia29.
No hay que olvidar los escaparates mixtos, aquellos en los que las imágenes conviven con todo tipo de chucherías de plata. Si en los de alhajas se ha aludido al apilamiento indiscriminado de objetos civiles y religiosos, ahora se trata de completar un escaparate netamente religioso, rodeando la imagen principal de todo tipo de cacharrillos de plata en otro ejemplo de imperturbable convivencia de lujo y devoción que caracteriza ese siglo XVII. Los documentos aluden a esta posibilidad con relativa frecuencia que se desarrolla minuciosamente en los inventarios de la Condesa de Mora de 1669 y del Marqués de Mejorada de 168030.
1.4. Valoración del escaparate
Analizadas la estética y el contenido, resulta inmediato cuestionarse el valor del escaparate que puede medirse por cuestiones meramente económicas, pero también sociales y domésticas.
A pesar de la dificultad que entraña equiparar tasaciones de épocas tan distantes entre sí y por no entrar en materia ajena, lo que sí cabe, es efectuar la comparativa económica del escaparate en relación al resto de posesiones que tiene una persona, y en concreto a la inversión que realiza en su mobiliario. Esa evolución permite en primer lugar confirmar aproximadamente la cronología del propio mueble ya que sus avalúos responden a la ley de la oferta y la demanda manteniendo, a igualdad de calidades, unos precios relativamente estables desde 1640 a 1730 para descender vertiginosamente desde entonces cuando la sociedad modifica sus gustos:
Además, ese análisis confirma que los precios medios del escaparate suelen ser inferiores a los más costosos escritorios o a las camas torneadas. Pero si el coste del escaparate se incrementa no ya sólo con el valor del soporte, sino, sobre todo, con el del contenido, entonces puede superar las tasaciones del resto de tipologías. Y así es como debe medirse económicamente el escaparate porque fue precisamente ese todo, esa combinación de mueble y contenido, lo que empleó el madrileño barroco para exteriorizar una pretendida condición o unas supuestas creencias religiosas.
Pero, como se ha dicho, la estima del escaparate también puede medirse por cuestiones sociales. Para ello se valora su importancia cuando forman parte de una dote o de un legado. Emprender una nueva vida o recordar una que ya ha acabado de mano del escaparate, son manifestaciones del valor que la sociedad deparó a estos muebles que, aún siendo subjetivas al añadir factores emocionales, constituyen la forma más real de entender el valor que una persona otorga a sus posesiones en general, y a sus escaparates en particular. Precisamente de este modo es como hay que «escuchar» el testimonio de los muebles respecto de la sociedad que los emplea, ya que su relato es más íntimo que el que proporcionan otras fuentes.
Aunque sin duda la mejor forma de valorar este mueble, es entendiendo su ubicación en los espacios barrocos y, sobre todo en los civiles.
Una de las principales características del siglo XVII es la estabilidad de la Corte. Madrid se convierte en el centro de actuación de la Monarquía y todos acuden a la villa para asentarse cerca de sus Soberanos. Por ello es necesario acondicionar el palacio, dotarlo de la decoración apropiada y encontrar una ubicación a los muebles que proporcionen a sus dueños la necesaria habitabilidad en su vida diaria. Pero, más que hogar, el palacio barroco debe cumplir una función de representación, de manera que las estancias constituyen por si mismas todo un ritual de etiqueta de acuerdo con el estatus de sus propietarios, cuya vida doméstica les convertía, como decía Santa Teresa, en «esclavos de mil cosas»31. El linaje, la limpieza de sangre, la situación económica, la trayectoria social e intelectual se expresaron a través de la selección de objetos y de su disposición ambiental. Resulta indiscutible que la sociedad barroca pretenda la correcta presentación de su espacio porque, en definitiva, es la primera percepción que transmite a sus visitantes. Aquí cobra especial importancia el escaparate, pues incorpora la ostentación mundana y devocional a los reductos familiares, que en el Siglo XVII no son sino meros apéndices de la vida pública de sus dueños.
Respecto de la Casa Real y tomando como referencia cuatro inventarios32, cabe concluir que el escaparate está presente por igual en la Casa del Rey y en la de la Reina. En concreto, se nos dice que hay escaparates religiosos en los oratorios de ambas casas, lo que resulta consecuente con la idea de mantener un espacio de recogimiento en Palacio. Pero repasando dichos documentos, se advierte que no sólo el escaparate civil, sino, sobre todo el religioso abunda tanto en las piezas de representación como en los cuartos de los Monarcas. Así cobraban realidad las palabras de Antonio de Guevara, «cual sea el príncipe, tal será su casa; cual sea su casa, será su Corte; cual sea su Corte, será su Imperio» y España es con los Austria, ante todo, católica33.
Idéntico comportamiento se advierte descendiendo en la escala social. No ya sólo es que se hallen escaparates civiles con exuberantes contenidos en los palacios de la aristocracia y hasta en las casas de los menos privilegiados, sino que el religioso está presente en todas ellas y en todos los aposentos, impregnando la vida del madrileño barroco de lo sagrado en su propio hogar34.
Una cuestión inmediata que asalta al investigador, es la forma en que se sitúan esos muebles en las estancias. El Siglo XVII está marcado por una rígida etiqueta doméstica en lo relativo a la disposición del mobiliario, según la que los muebles se sitúan contra la pared manteniendo diáfano el centro de las habitaciones, que permanecen «of little use but to be walked through» a decir de York significando así su rigidez dispositiva35. Así debe entenderse parte del relato documental cuando los protocolos detallan escaparates en las «galerías», «salas», «aposentos», «dormitorios» y demás «piezas». Pero el Diccionario de Autoridades de 1726 culminó su definición del escaparate añadiendo: «del que usan mucho las mujeres en sus salas de estrado». Determinar con rigor la presencia del escaparate sobre estos entarimados femeninos no resulta sencillo. Disponemos de la definición del Diccionario de Autoridades y también de la descripción de Zabaleta que los ubica en las esquinas de dichos estrados. Aunque, sin duda, la más certera evidencia de que el escaparate tuvo dicho emplazamiento lo proporcionan dos documentos de la Aristocracia del Siglo XVIII36. En ambos se detalla el amueblamiento de los estrados de sus propietarias, y en ambos se especifica la presencia en ellos de escaparates civiles y religiosos.
De modo, que no es aventurado afirmar que el escaparate se convierte en pieza primordial del amueblamiento del palacio madrileño del Siglo XVII.
1.5. Declive del escaparate
En el momento de pleno esplendor del escaparate fallece Carlos II y por expreso deseo del Monarca se encomienda la Corona de España a una dinastía diferente37. Felipe V llega de Versalles donde su abuelo había instaurado, a través de las manufacturas reales que él protegía, un auténtico arte monárquico que contribuyera a ensalzar su prestigio político. El Rey había recibido precisas instrucciones de su abuelo: «sed buen español, ese es ahora vuestro primer deber; no parezcáis sorprendido por las extrañas apariencias que encontréis, ni os burléis en absoluto de ellas»38. Pero a pesar de ello ni a Felipe V ni a su esposa le gustaron nuestras tradiciones. Los dos pilares de la sociedad barroca, esa ostentación y devoción de los que se ha hablado, se ven afectados de forma diferente con la llegada de los Borbón.
Respecto del lujo no se puede decir que la debilitada situación de España determine un comportamiento menos dispendioso por parte de los más pudientes. El propio Felipe V se ha criado según Bottineau «en el convencimiento de que Dios quería que la corte de los reyes fuera deslumbrante y magnífica»39. Las grandes familias del reino siguen gastando en aquello que causa admiración y despierta envidia, pero canalizan ahora ese gasto en adquirir «lo moderno». Sin gran simpatía hacia Francia, lo cierto es que la mayoría de la Nobleza castellana quedó deslumbrada por la imagen de los nuevos soberanos, aceptando de buen grado la novedad40. Al ser el lujo una categoría fluctuante, en cada momento histórico difiere el entendimiento que la sociedad hace del objeto suntuario y siempre es la posesión de la novedad lo que afirma la distinción y superioridad de clase41. Y ahora lo nuevo y lo moderno es lo que proponen los soberanos franceses que, sobre todo en lo que afecta a la vestimenta y el mobiliario supone, además de una inversión en ostentación, una inversión en comodidad, un término de nueva acuñación y de enorme repercusión42.
Tampoco podría decirse que España deje de ser católica. Los Borbón lo eran y aunque mantuvieron las tradiciones austríacas43, entendían la religión como algo íntimo que sólo se manifestaba en público cuando lo exigía la etiqueta cortesana. Por otra parte, fue determinante la opinión de los ilustrados que reprocharon a sus antecesores haberles legado una sociedad llena de ilusiones y de fanatismos44. La España ilustrada no quiso romper con el catolicismo según Bocanegra45. Esa fue nuestra particularidad. Quiso conciliar razón y moral, liberando el Evangelio de supersticiones para presentarlo como un acicate de elevación espiritual, de modo que las creencias religiosas se convirtieran en experiencias privadas.
Parece pues que a nivel doméstico la ostentación y devoción del barroco den paso a dos nuevas propuestas: la comodidad y la privacidad. Dice Sarti que mientras el Siglo XVII se inclinó por la ostentación frente a la comodidad, durante los primeros años del Siglo XVIII se invierten los términos, al favorecerse el confort por encima de la pompa46. Ese confort plantea toda una serie de experiencias que culminan en la nueva intimidad doméstica. Y es que a finales del Siglo XVII se había descubierto el gusto por la soledad que hasta entonces se venía considerando contraria al ser humano47. Esa soledad que García Morente califica como la «forma más perfecta de la vida privada», impone que en el palacio del Siglo XVIII lo privado se oponga a lo público48. De esta forma, Blondel planteó una nueva disposición palaciega dividiendo las habitaciones en tres categorías, sistema que Felipe V puede implementar no ya sólo en el Palacio de la Granja, sino también en el de Madrid cuando se planea su reconstrucción tras la quema del Alcázar en la Nochebuena de 173449: Los apartamentos de parada se convierten en escenario de la vida pública de sus dueños en perfecta consonancia con su estatus y su puesto en la sociedad. Estas estancias no buscan la comodidad, sino una vez más, reflejar el poderío de sus dueños50. Los apartamentos de sociedad, por su parte, se destinaron a cumplir una función intermedia entre lo público y lo privado. Se trata de pequeñas habitaciones en las que poner en práctica las relaciones de salón con los íntimos. Es el lugar donde la familia muestra sus afectos y donde se reúnen hombres y mujeres indistintamente superando la separación genérica del espacio que había mantenido a la mujer española postrada en el estrado durante siglos (FIGURA 10). Finalmente, se hallarían los apartamentos privados, reductos que aseguran a sus dueños la necesaria intimidad en la vida cotidiana.
Como es lógico, esas nuevas estancias precisan un mobiliario correspondiente. Nuestros muebles barrocos no gustaron a los monarcas que suspiraban con nostalgia por su mobiliario de origen, al que se unieron las propuestas británicas que combinaron el refinamiento del mobiliario aristocrático francés con la mera utilidad51. Así, los fraileros, los bufetes, las camas de múltiples cabeceras y los innumerables escritorios fueron cediendo progresivamente su lugar a la sillería inglesa y francesa, a las consolas y mesas de todo tipo, a las camas imperiales y a la cómoda y sus variantes. Pero en el cambio del mobiliario no se produce una ruptura cualitativa a nivel técnico sino a nivel utilitario. El cambio obedece a la necesidad de esa nueva sociedad que se ve invadida por lo que Tayllerand calificó tras la Revolución Francesa como «dulzura de vida»52. Los muebles se liberan de las exigencias de la etiqueta y cada mueble estará orientado a una función concreta: El mobiliario más lujoso se destina a los apartamentos de parada donde todavía se ubica de forma protocolaria como venía siendo lo habitual desde el siglo XVII. En los de sociedad se busca la comodidad por encima de la representación. Los muebles se emplazan libremente, deben aportar mayor ligereza en sus formas y proporciones y procurar más confort. Para los apartamentos privados se pretende un mobiliario íntimo que cada uno sitúa a voluntad propia.
Y en esta disposición ya no tiene cabida el escaparate. Felipe V marcó la pauta. A pesar de las recomendaciones de su abuelo y de su prudencia por no herir «lo español», no quiso verse rodeado por lo que él consideró como obsoletas alhajas y por imágenes en su vida diaria por lo que muy pronto, en 1701, ordenó el traslado de los escaparates de los Austria a la casa de hospedaje de los señores embajadores53. En esas habitaciones de invitados encuentra un significativo destierro el escaparate que al quedar fuera del círculo de la Corte, queda fuera de lo que la sociedad va a interpretar como moderno. Además y desde que en 1706 la fábrica sajona de Meissen se hiciera con el secreto de la porcelana, no hay Corte europea que no requiera este «oro blanco», a decir de Abad, «sin cuya presencia no se concibe el palacio dieciochesco»54. La Corte madrileña se proveyó, además de con las importaciones, inicialmente con las producciones de pasta fina talaveranas y alcoreñas hasta que pudo autoabastecerse de una producción propia de porcelana con la Real Fábrica que fundara Carlos III en 1759 en Buen Retiro. A dichas propuestas decorativas se unieron los objetos de vidrio y de cristal cuyo suministro para Madrid quedó asegurado con el establecimiento de la Real Fábrica de Cristales de la Granja en 1727. Estos nuevos objetos encuentran bajo campanas de cristal o sobre repisas de madera diferentes y novedosas formas de exposición al margen del escaparate cuyo bastidor de madera lo único que hace, es impedir su plena admiración (FIGURA 11).
Así se produce el declive del escaparate. La categoría ha sido rechazada por la Casa Real. Su antigua y valorada estética resulta pesada para los nuevos ambientes que han sucumbido a la luz y al color. Con el estrado ha desaparecido una de sus tradicionales ubicaciones. Las alhajas y los objetos del escaparate profano se ven reemplazadas por nuevas delicadezas decorativas que, a su vez, se exponen de forma diferente. Perviven en lo civil los escaparates de libros, pero tienen que competir con aquellos que habiendo perdido puertas y «espalda» se presentan en estanterías diáfanas que junto a las enormes librerías acristaladas británicas son las que acaban por imponerse.
Parece que el único destino que mantenga la categoría sea como expositor de imágenes religiosas. Por ello hay un intento por adaptar el escaparate al «mobiliario de la moda» (FIGURA 12), pero, curiosamente, no al más lujoso, aquel que con sus «guarniciones de maderas finas» se cotizaba por encima de los demás. Porque los esfuerzos son insuficientes desde el mismo momento que esa sociedad interioriza la religión y las creencias de una persona ya no son objeto de ostentación. El Escaparate religioso permanece como mueble primordial de los recintos sagrados, pero en los profanos deja de amueblar las estancias de aparato donde las tallas no se aprecian para quedar relegado a la intimidad del apartamento privado. Y, desde luego, invertir en algo que permanece oculto, no es rentable cuando se pretende exteriorizar una determinada modernidad que considera el escaparate un mueble de otra época y de otra dinastía.
Pero el escaparate no muere del todo. Pierde su anterior connotación real y aristocrática para convertirse desde el siglo XIX en un mueble burgués, impronta con la que llega hasta nosotros. Las «vitrinas» de nuestras abuelas, las «urnas» de Monasterios, Iglesias y Conventos son supervivientes y en gran medida descendientes de toda una época de esplendores, grandezas, servidumbres y contradicciones.
Es tarea del historiador reconocer y valorar la importancia que tuvo el escaparate que para los madrileños llegó a transmitir el sentimiento de toda una época porque, en definitiva y como dijera Calderón, «el caer nunca ha de quitar la gloria del haber subido».
1 DOMÍNGUEZ ORTIZ, A., La sociedad española del siglo XVIII, Madrid, 1955, p. 392.
2 DAGOGNET, F., Éloge de l'objet. Pour une philosophie de la merchandise, París, 1989, p. 12.
3 ROCHE, D., Histoire des choses banales. Naissance de la consommation, XVIIéme-XIXéme Siècle, París, 1997, p. 191.
4 BENNASSAR, B., La España del Siglo de Oro, Barcelona, 1992, edición de 2004, pp. 124 y 163.
5 VEBLEN, T., Teoría de la clase ociosa, Méjico, 1974, p. 9.
6 Cfr. NAVARRETE, Discurso XXXV, en DE LA VEGA, J., «Transformación del espacio doméstico en el Madrid del Siglo XVIII. Del oratorio y estrado al gabinete», Revista de dialectología y tradiciones populares, LX, 2005.
7 RIBOT, L., «Felipe II y la Monarquía Católica», en Felipe II, un Monarca y su tiempo, Catálogo Exposición, Valladolid, Octubre 1998/Enero 1999, p. 41.
8 GALLEGO, J., Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro, Madrid, 1972, p. 325.
9 COROMINAS, J., Diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, 1967.
10 No se encuentra referencia relativa al escaparate en los inventarios de bienes de Doña Juana de Austria de 1588 (Archivo General de Palacio. Sección Patronatos. Descalzas Reales. Caja 4. Expediente 11), o de la Emperatriz María de 1606 (Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, Tomo 2.614, folio 101).
11 SÁNCHEZ CANTÓN, F. J., Inventarios Reales. Bienes muebles que pertenecieron a Felipe II, Madrid, 1956.
12 Archivo General de Palacio, Sección Administración General, Legajo 902, Inventario de las Alhajas de la Reina Margarita, 1612.
13 Archivo Histórico de Protocolos de Madrid, Tomo 5.412, folio 1. Inventario de Bienes de la Reina Isabel de Borbón, 1644; Archivo General de Palacio. Sección Administración General: Legajo 768. Expediente 15. Inventario de Bienes del Palacio de El Alcázar, 1686; Legajo 904. Relación de Bienes de Su Alteza el Infante de Don Fernando, 1658; Legajo 905. Inventario del Guardajoyas de SM, 1666; Sección Protocolos: Libro 1. Inventario de Bienes de la Reina María Luisa de Orleans, 1689; Sección Registros: Caja 246. Inventario de Bienes de la Reina Mariana de Austria, 1696; Testamentaría de Carlos II (1700/1709). Madrid, 1975.
14 Según el Testamento de José de Fábregas de 1698 (en AGULLO COBOS, M., Documentos para la Historia de la Escultura en España. Madrid, 2005), bajo la coordinación del ebanista, participan en la fabricación de una «urna»: vidriero, broncista, herrador, dorador y cerrajero. A ellos cabría añadir, ocasionalmente, pintor y platero.
15 Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo 11.814, folio 456. Recibo de Dote de Antonio Camano, 1671: «una urna con perspectiva dentro»; Tomo 9.859, folio 557 (1a foliación). Inventario de Bienes de Alonso Gómez de Figueroa, 1679: «una urna con un país dentro»; Mariana de Austria, 1696: «dos urnas pintadas por dentro con países».
16 A tal efecto basta con reparar, que en los protocolos la partida de «cristal» suele incluir piezas de cotizaciones altas describiendo objetos de gran suntuosidad.
17 Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo 14.529, folio 1. Tasación de Bienes del Marqués de Santiago, 1728.
18 Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo 10.855, folio 261. Tasación de Bienes del Duque de Montalto, 1672.
19 Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo 5.273, folio 1. Inventario de Bienes de Don Flavio Atti, 1639; Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo 8.109, folio 44. Inventario de Bienes de Don Antonio de Mardones, 1667.
20 Cfr. BROWN, J., El triunfo de la pintura sobre el coleccionismo cortesano en el Siglo XVII, Madrid, 1995, p. 227.
21 ZABALETA, J., El día de fiesta por la tarde. Madrid, 1660, edición de 1948, p. 71.
22 SHRADER, J., La Virgen de Atocha. Los Austria y las imágenes religiosas, Madrid, 2006, p. 36.
23 RODRÍGUEZ SAN PEDRO, L. E. y SÁNCHEZ LORA, J. L. (Autores), Los Siglos XVI y XVII. Cultura y vida cotidiana, Madrid, 2000, p. 217.
24 ARBETETA, L., «La vida en las clausuras madrileñas», en Vida y arte en las clausuras madrileñas. El ciclo de la Navidad, Madrid, 1966.
25 DE QUINTANA, J. A., A la muy antigua y coronada villa de Madrid. Historia de su antigüedad, nobleza y grandeza, Madrid, Imprenta del Reino, 1629, p. 383r.
26 DE SALAZAR, P., Ejercicios de vida espiritual para que el cristiano se prepare para el juicio particular que tiene Dios de hacer con él a la hora de la muerte, Nájera, 1616, p. 295.
27 SÁNCHEZ LORA, J., Mujeres, Conventos y formas de religiosidad barrocas, Madrid, 1988, p. 427.
28 RODRÍGUEZ-SAN PEDRO, L. E. y SÁNCHEZ LORA, J. L. (Autores), Los Siglos XVI y XVII. Cultura y vida cotidiana, Madrid, 2000, Texto 10.
29 Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo 11.547, folio 315, Inventario de Bienes de María Salgado, 1694.
30 Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo 8.161, folio 84. Inventario de Bienes de la Condesa de Mora, 1669; Tomo 10.066, folio 226. Inventario de Bienes del Marqués de Mejorada, 1680.
31 CASTAN, N., «Le public et le particulier» en ARIÈS, Ph. y DUBY, G. (Directores), Histoire de la vie privée. París, 1986. Página 414.
32 Inventario de El Alcázar, 1686; Inventario de Bienes de María Luisa de Orleans, 1689; Inventario de Bienes de Mariana de Austria, 1696; Testamentaría de Carlos II, 1700/1709.
33 ÁLVAREZ-OSSORIO, A., «Virtud coronada: Carlos II y la piedad de la Casa de Austria», en FERNÁNDEZ ALBALADEJO, J., MARTÍNEZ MILLÁN, J. y PINTO, V. (Coordinadores), Política, religión e Inquisición en la España Moderna, Madrid, 1996, p. 41.
34 Los protocolos de la Duquesa de Feria de 1679 (Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo 10.902, folio 492), de Carlos Ramírez de Arellano de 1696 (Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo 13.966, folio 247) y de la Duquesa de Atrisco de 1752 (Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. 15.427, folio 12v) así lo demuestran.
35 LUCIE SMITH, E., Furniture, a concise history, Londres, 1987, p. 93.
36 Archivo Histórico de Protocolos de Madrid. Tomo 14.916, folio 1. Inventario de Bienes de la Duquesa del Infantado, 1737; Tomo 15.427, folio 12v. Inventario de Bienes de la Duquesa de Atrisco, 1752.
37 GARCÍA CARCEL, R., Felipe V y los españoles, Barcelona, 2002, p. 70.
38 ALLO MONERO, M. A., «El canto del cisne del barroco efímero madrileño», en El Arte en la Corte de Felipe V. Catálogo Exposición, Madrid, Octubre 2002/Enero 2003, p. 289.
39 BOTTINEAU, Y., El arte cortesano de la España de Felipe V (1700/1746), Madrid, 1986, p. 80.
40 ORTEGA, M., «La edades de las mujeres», en MORANT, I. (Directora), Historia de las mujeres en España y América Latina. El mundo moderno, Madrid, 2006, p. 335.
41 FONTAINE, L., «The circulation of luxury goods in eighteenth-century Paris; social redistribution and alternative currency», en BERG, M. y EGER, E. (Editores), Luxury in the Eughteenth Century, Debates, desire and delectable goods, Nueva York, 2003, p. 89.
42 SÁNCHEZ BLANCO, F., La mentalidad ilustrada, Madrid, 1999, p. 190.
43 SHRADER, J., La Virgen de Atocha: los Austria y las imágenes religiosas, Madrid, 2006, p. 112.
44 BOCANEGRA GARCÉS, J. Ma., Ciencia y sociedad en el Siglo XVIII, Málaga, 2003, p. 30.
45 BOCANEGRA GARCÉS, J. Ma., op. cit., p. 64.
46 SARTI, R., Europe at home. Family and material culture, 1500/1800, Yale, 2002, p. 134.
47 ARIÉS, Ph., «Pour une histoire de la vie privée» en ARIÈS, Ph. y DUBY, G. (Directores), Histoire de la vie privée. De la Renaissance aux Lumiéres, París, 1986, p. 12.
48 GARCÍA MORENTE, M., Ensayo sobre la vida privada, Madrid, 1992, p. 49.
49 Cfr. BLONDEL, J. A., Architecture Française, París, 1752 en RYBCZYNSKI, W., La casa. Historia de una idea, Madrid, 2003, p. 99.
50 MARTÍNEZ MEDINA, A., «La vivienda aristocrática, escenario de la fiesta». Anales del Instituto de Estudios madrileños, XXXVII, 1997, p. 284.
51 Cfr. PRAZ, Interior Decoration, en RYBCZYNSKI, W., op. cit., p. 127.
52 LUCIE SMITH, E., Furniture, a concise..., p. 93.
53 Archivo General de Palacio. Sección Administración General. Legajo 917. Cargo General del Oficio de Tapicería, 1701.
54 ABAD ZARDOYA, C., La casa y los objetos. Espacio doméstico y cultura material en la Zaragoza de la primera mitad del Siglo XVIII, Zaragoza, 2005, p. 60; ESPINOSA MARTÍN, C., «El refinamiento del placer de los sentidos», en El Siglo XVIII. España y el sueño de la razón. Catálogo Exposición, Río de Janeiro, 2002, p. 364.
AMAYA MORERA VILLUENDAS*
* Universidad Nacional de Educación a Distancia. Senda del rey, no 7, Madrid 28040. [email protected]
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