RESUMEN
La consolidación del celibato eclesiástico constituye uno de los temas clave en el marco de la Historia de la Iglesia. A lo largo de estas páginas se hace un recorrido de los pasos que se fueron dando, tanto desde el punto de vista canónico a través de decretales y cánones conciliares, como desde los diferentes obstáculos que se presentaron hasta su plena afirmación, sin perder de vista los condicionantes socioculturales que influyeron en la misma. La segunda parte del artículo se centra en el desarrollo que experimentó el fenómeno de las barraganas de clérigos en Castilla a partir de la consolidación del celibato y a la respuesta que obtuvo en la sociedad de la época.
PALABRAS CLAVE
Celibato eclesiástico, clérigos, concubinas, legislación canónica, contestación social, Castilla.
ABSTRACT
The consolidation of the ecclesiastical celibacy constitutes one of the key subjects within the framework of the Church History. Throughout these pages we are going to see the different steps given, as much from the canonical point of view through decretals and conciliar canons as from the different obstacles that appeared until their total implementation, not forgetting the sociocultural conditions that influenced that process. The second part of the article deals with the development of the clergymen concubines phenomenon in Castile, starting with the celibacy consolidation and also about the answer given by the society of that time.
KEY WORDS
Ecclesiastical Celibacy, Clergymen, Canonical Legislation, Social Reply, Castile.
A la memoria de Emilia Guzmán, mater amabilis, mater carissima.
1. INTRODUCCIÓN
El celibato eclesiástico, aunque sin tradición en las Escrituras, acabaría por imponerse tras varios siglos de debates e incertidumbres y al calor de una compleja red de condicionantes. El recorrido, no obstante, sería muy largo. Así, en los inicios de la Iglesia sabemos de la existencia de ministros -obispos, presbíteros y diáconos- casados y célibes. San Pablo en su primera carta a los corintios se refirió en diversas ocasiones a la capacidad de elección, a pesar de que él propusiera el celibato como estado de vida recomendable para servir mejor a Dios: «Yo os querría libres de cuidados. El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así está dividido»1. Lo cierto es que la adopción del celibato en los primeros tiempos del Cristianismo siempre tuvo un carácter individualizado, motivado exclusivamente por razones personales o religiosas. Las cosas empezarían a cambiar en el siglo IV, centuria en la que los temas de la continencia y del celibato comenzarían a ser considerados por Papas y concilios, en definitiva, a tener peso en la normativa canónica. A partir de este momento y hasta la plenitud medieval las disposiciones fueron continuas, aunque de muy distinto calado y, a veces, llenas de contradicciones. El tema se presentaba especialmente confuso, debido a numerosos factores: la distancia entre órdenes mayores o sagradas y órdenes menores; las distinciones sutiles, aunque necesarias, entre términos como continencia, celibato o castidad; la diferente situación canónica del clero secular y regular; el desigual enfoque dado al tema durante toda la Alta Edad Media, dependiendo de cada momento y lugar geográfico en el que se planteara.
Desde Gregorio VII hasta Inocencio III y las disposiciones del IV concilio de Letrán de 1215 todos los Papas reformistas mantuvieron entre sus objetivos prioritarios el combatir la inmoralidad en todas sus formas y tanto entre los laicos como entre los clérigos. Algunos de los cánones de los concilios lateranenses son buena prueba de ello. Con anterioridad a esta legislación, la jerarquía eclesiástica había ido modificando progresivamente los comportamientos sociales respecto a la sexualidad hasta conseguir un riguroso control que acabaría siendo admitido sin reservas, al menos desde el punto de vista teórico, y apoyado por los poderes civiles. Los ejemplos de vida manejados entonces desempeñarían un papel de primer orden. Era necesario reformar el clero, estimularlo para perfeccionar su educación espiritual y moral. Había que llamar la atención a los prelados e igualmente a los clérigos más humildes, al estar éstos en contacto más directo con los fieles y por ello representar su ejemplo fundamental. En la plenitud medieval el celibato eclesiástico ya se había consagrado, del mismo modo que el matrimonio cristiano se había mostrado como el estado más recomendable para los laicos. Pero otro problema iba a surgir, y con él nuevas disposiciones para intentar erradicarlo: el de las barraganas e hijos de clérigos. Las disposiciones de carácter general en torno a «la vida y honestidad de los clérigos» y, en concreto, sobre «la cohabitación de los clérigos y de las mujeres» llegaron a Castilla y a toda la Península de la mano de legados pontificios en dos fechas alejadas entre sí pero igualmente fundamentales, 1228 y 1322, siendo su fruto más inmediato los cánones dedicados a este tema en los concilios vallisoletanos convocados en ambos años. En una y otra asambleas legatinas se siguieron las recomendaciones de Inocencio III y del IV concilio de Letrán y con ellas las de sus inmediatos antecesores, recordando a los obispos que, junto a su labor predicadora, deberían prestar especial atención a la de vigilar, advertir, incluso, si fuera preciso, a la de castigar a aquellos clérigos contraventores de la normativa canónica al respecto. El despliegue, como podrá observarse, fue inmediato a través de una multiplicación de sínodos. Es cierto que el celo de los prelados no sería idéntico, pero sí resultaría lo suficientemente intenso en algunos casos como para poder rastrear a través de las actas de los sínodos diocesanos hasta qué punto los deseos de Inocencio III acabarían por ser respaldados en el medio eclesiástico. Los laicos, por su parte, también dieron su opinión. A ellos la Iglesia les había marcado un camino a seguir dentro del matrimonio, así que, por qué no dar a conocer sus pensamientos sobre las relaciones mantenidas por algunos de sus pastores con mujeres. La existencia de barraganas e hijos de clérigos tuvo una innegable repercusión social en los más diversos ámbitos, por lo que los ciudadanos tampoco dudaron en pronunciarse al respecto ante los sucesivos reyes castellanos a lo largo de los últimos siglos medievales. Sin embargo, las peticiones formuladas por ellos, como era de esperar y según podrá comprobarse, ofrecen una visión del tema muy distinta, alejada de la estrictamente moral o canónica.
2. FACTORES SOCIO-CULTURALES POTENCIADORES DEL CELIBATO ECLESIÁSTICO
Desde el triunfo del Cristianismo hasta la llamada Reforma Gregoriana la Iglesia fue marcando paso a paso las líneas de conducta estimadas adecuadas para el conjunto de los fieles. Las pautas de la nueva moral se fueron dibujando sobre todas las realidades de la vida cotidiana. Eran muchos los temas que debían ser considerados y muchos sobre los que las autoridades y grandes intelectuales eclesiásticos tuvieron que pronunciarse. Su fin no era otro que el de mostrar el camino a seguir para alcanzar la salvación. Y es en este deseo en el que cabe valorar y entender buena parte de las medidas de carácter legislativo adoptadas, así como los modelos de vida edificantes que se difundieron a lo largo de este período. Algunas leyes, escritos y ejemplos vitales tenían como objetivo fundamental incidir abiertamente en la creación de una nueva ética sexual, tanto para los laicos como para los eclesiásticos. Ahora bien, si a los simples fieles se les marcaba una serie de pautas llenas de dificultades y que, en ocasiones, rompían con el trazado diseñado en el mundo clásico, parecía necesario, cuando no imprescindible, que el camino señalado para los clérigos en relación con su conducta sexual resultara mucho más estricto. La consideración de la lujuria como unos de los más graves pecados, la presentación del matrimonio como la única posibilidad cristiana para los laicos de relacionarse sexualmente, los nuevos tipos de santidad elogiados a partir de los siglos centrales del Medievo, o el modelo ascético potenciado por determinados monjes creo que resultaron factores socio-culturales definitivos para que el celibato eclesiástico acabara por consolidarse finalmente.
En torno al siglo IV fue configurándose e imponiéndose progresivamente una nueva ética sexual distinta a la existente en la Antigüedad clásica. En el período grecolatino los placeres de la carne, en general, y el de la sexualidad, en concreto, habían sido admitidos como aspectos o valores positivos. Es cierto que entre los romanos paganos también hubo tendencias minoritarias exaltadoras de la castidad o de la limitación de la vida sexual al ámbito del matrimonio, al mismo tiempo que desacreditadoras de la sodomía o de la bisexualidad. Pero el gran cambio se iba a producir con el triunfo del Cristianismo; un Cristianismo que tras recoger esta innegable herencia cultural minoritaria la transformaría hasta convertirla en un ideal de comportamiento para el conjunto de los fieles. La jerarquía eclesiástica argumentó sobre esta idea insistentemente, sobre las bondades de la misma, incidiendo de manera especial en la exaltación de la pureza ante la proximidad del final de los tiempos. Se trataba de un nuevo razonamiento, hasta entonces no utilizado, para modificar los comportamientos sexuales, que llevó a algún extremista a castrarse, como en el caso del teólogo y exegeta Orígenes (h. 184-253). Las palabras de san Pablo y de Mateo sirvieron de guía2.
Pero, si bien es cierto que a lo largo del Medievo la Iglesia utilizó la Biblia en su conjunto como autoridad suprema para justificar la prohibición de buena parte de las prácticas sexuales, lo cierto es que la mayor parte de las citas recogidas para tal fin corresponden al Nuevo Testamento y, posteriormente, a los escritos de los Padres de la Iglesia, ya que el Antiguo Testamento se muestra mucho más transigente al respecto. Pensemos en el Cantar de los Cantares, donde la pasión amorosa y el amor conyugal son exaltados sin velos. De ahí que sea muy significativo, por ejemplo, que san Leandro en la Regla para vírgenes que redactó y entrego a su hermana Florentina dedicara el capítulo XII a los peligros que entraña la lectura «con espíritu carnal» del Cantar de los Cantares3. El Antiguo Testamento, en efecto, centra sus condenas en una serie de temas muy concretos: el incesto, «No descubrirás la desnudez de tu hermana, hija de tu padre o de tu madre»4; el coito durante la menstruación femenina, «La mujer que tiene su flujo de sangre en su carne, estará siete días en su impureza. Quien la tocare estaría impuro hasta la tarde»5; la homosexualidad, «No te ayuntarás con hombre como con mujer; es una abominación»6, o las relaciones con animales, «No te ayuntarás con bestia, manchándote con ella»7.
En el Nuevo Testamento es donde se muestran ya definitivamente los modelos de conducta a seguir, condenando el adulterio y elogiando el matrimonio aunque, eso sí, dando a la condición de casado una posición intermedia en el escalafón social que se esboza y que tanto repercutiría en el Medievo, y convirtiendo la virginidad de María y la condición de célibe de Jesús en los mejores modelos de vida. Las palabras de san Pablo no dejan lugar a dudas. La carne es presentada por Pablo como fuente principal del pecado y como la traba mayor para alcanzar el cielo. No obstante, san Pablo, conocedor de la naturaleza humana, acaba por aceptar el matrimonio como un mal menor, «Quisiera yo que todos los hombres fueran como yo; pero cada uno tiene de Dios su propio don...a los no casados y a las viudas les digo que les es mejor permanecer como yo. Pero si no pueden guardar continencia, cásense, que mejor es casarse que abrasarse»8.
Un paso más en la ética sexual propugnada por el Cristianismo fue el dado por san Agustín, al unir el pecado original y la sexualidad a través de la concupiscencia. Una concepción que se generalizaría en el siglo XII, salvo en el caso de Abelardo y de sus discípulos, como lo demuestran los tratados morales de la época9. Pero, de nuevo en los primeros siglos del Cristianismo, se pueden encontrar, además del poso dejado por el estoicismo respecto al rechazo del placer, dos elementos fundamentales que habrán de repercutir decididamente en el pensamiento medieval. El primero, de carácter intelectual, no es otro que los escritos del ya mencionado san Agustín, de manera especial sus Confesiones, donde a través del relato de su vida, sobre todo en los primeros libros en los que relaciona su conversión al abandono de su actividad sexual, creó todo un edificio argumental para las generaciones posteriores10. El segundo elemento lo configuran el conjunto de relatos surgidos en torno a los llamados Padres del Desierto, en los orígenes del monacato, y que tanto peso tendrían en los principios morales de los siglos siguientes, así como en la formación de un modelo óptimo de vida cristiana, la del monje. Es cierto que san Benito logró imponer un monacato equilibrado y que la Regla benedictina acabó por ser la mayoritaria11. Pero, con anterioridad a su triunfo, el ascetismo más extremo con su abrumador desprecio de la carne y las prácticas vitales más exageradas, llevado a cabo por los Padres del desierto y por los monjes irlandeses repercutió enormemente en la mentalidad occidental. Su influjo, su especial ideal del «hombre santo», que había conseguido tal condición a base de luchar contra todo tipo de tentaciones a través de la humillación de la carne y el alejamiento del deseo se mantendría vivo a pesar del transcurrir de los siglos y la aparición de una vida monástica más dulcificada. En los Dichos de los Padres, la Historia Lausiaca de Paladio, las Instituciones y Conferencias de Juan Casiano y en la Vida de San Antonio, Padre de los monjes de san Atanasio se relatan de manera reiterada los graves problemas que conlleva el apetito sexual. El diablo siempre está presente, adoptando mil formas diferentes, pero con idéntico propósito, el de tentar y hacer caer a los anacoretas: «para derribar la parte superior de la persona, el medio mejor es atacar la parte inferior». El miedo a la caída, así como la fortaleza de algunos de estos monjes nunca faltan en estos relatos. La metamorfosis del demonio en dragón es una de tantas, y así se presenta, por ejemplo, a san Antonio en el desierto:
«Soy el amigo de la fornicación que me acerco a los jóvenes con sus trampas y atractivos; me llaman el espíritu de la fornicación ¡Cuántos que se creían sabios han caído en mis redes! ¡Cuántos tras una larga resistencia, fueron presa de los malos deseos!»12.
También los monjes irlandeses, de forma análoga a los del desierto, practicaron una fuerte ascesis, constituyendo las inmersiones en agua fría uno de los remedios más recurrentes para aplacar el ardor sexual. Gracias a que el monacato irlandés adoptó el sistema de confesión privada a un sacerdote, frente a la práctica de la confesión y absolución general difundida en el continente, se tuvieron que redactar los llamados penitenciales para uso de confesores, que constituyen una riquísima fuente al incluir una más que variada compilación de pecados con la penitencia correspondiente considerada oportuna para cada caso. En ellos, las menciones de pecados y penitencias relacionados con la fornicación es abundante y variada, lo que demuestra en buena medida la preocupación por el tema ya desde los primeros siglos medievales13.
Si los ejemplos hasta ahora mencionados responden a la nueva ética sexual que fue imponiéndose progresivamente sobre todo entre los miembros del clero, no hay que olvidar que el matrimonio quedó marcado también de la misma manera concluyente, por lo que algunos autores no han dudado en considerarlo como su mayor víctima. La unión matrimonial se muestra como un mal menor marcado, además, por la concupiscencia que acompaña el acto sexual. Hace ya unos años J.L. Flandin confeccionó el calendario de relaciones sexuales posibles en el seno de un matrimonio cristiano devoto de la Alta Edad Media14, teniendo en cuenta todos los días del año no hábiles para mantener relaciones conyugales, de acuerdo con la nueva ética, que abarcaban los tres largos períodos anuales de ayuno -Navidad, Pascua y Pentecostés- hasta los períodos de la mujer considerados impuros -menstruación, meses finales del embarazo y postparto- los domingos, o los tres días anteriores de recibir la eucaristía. No es fácil establecer cálculos teóricos a partir de las prohibiciones mencionadas sobre los días permitidos para mantener contactos sexuales, pero todo apunta a que si se seguían con exactitud las prescripciones eclesiásticas, una pareja no tendría más de cincuenta días disponibles al año. Otra cosa es que tampoco se pueda evaluar el éxito final de tales exhortaciones o, lo que es lo mismo, la mayor o menor distancia existente entre la normativa y la práctica.
Las razones que inducían a la Iglesia a limitar cualquier relación sexual considerada excesiva en el seno del matrimonio fueron de diversa índole: desde el tabú que representa la sangre, en este caso la de la menstruación, o el riesgo que podía correr el niño pronto a nacer, hasta el concepto de incompatibilidad que se observaba entre lo sagrado y lo impuro, entendiendo que quienes acababan de gozar del placer de la carne debían purificarse, dejar transcurrir cierto tiempo, por ejemplo, antes de tomar el Cuerpo de Cristo15.
Después de lo tratado ya puede apreciarse cómo durante los primeros siglos del Cristianismo se fue configurando un tipo de moral alimentada por diferentes escritos -san Pablo, san Agustín...- y actitudes ante la sexualidad, fundamentalmente las de los primeros ascetas y monjes, que acabaron por diseñar una línea de conducta ejemplarizante para el conjunto de los fieles. Los obispos, así, fueron cincelando la moral social, prescribiendo el matrimonio a los laicos de acuerdo con una serie de normas hasta quedar establecida su sacralización: la procreación como única justificación de la unión carnal, la indisolubilidad del vínculo matrimonial, la exogamia para evitar el incesto...En definitiva, Papas y prelados propagaron un modelo de conyugalidad concreto, que intentaría marginar el placer por el placer. Para ello no dudaron en utilizar aquellos instrumentos propagandísticos considerados más vigorosos. Sirva como ejemplo el que el Papa Gregorio Magno calificara de «mancillados» a quienes transgredieran la ley del matrimonio al buscar sólo el mero placer16; o que Gregorio de Tours subrayara que la existencia de tullidos, niños débiles y todo tipo de monstruos eran el resultado de haber sido concebidos por sus padres el domingo por la noche. Otro de los instrumentos más eficaces de la propaganda eclesiástica fueron los relatos sobre las vidas de santos casados, cuya conducta se pidió a los fieles que imitaran, y en los que la castidad matrimonial se mostraba como elemento esencial, así como la santidad de la unión conyugal, siempre medida en función del número de varones alumbrados17. Asimismo, la Iglesia fue propagando su modelo de conyugalidad con el desarrollo de una pastoral sobre el buen matrimonio y exigiendo a los grandes, reyes y nobles, ejemplo de vida cristiana, con la amenaza, a veces llevada a efecto, de la excomunión.
Todo este largo proceso encauzador de la conducta de los laicos culminará con la Reforma gregoriana, entendiendo ésta como un amplio período en donde desde las diversas medidas adoptadas por los precursores de la misma en los inicios del siglo XI hasta la definitiva normativa emanada del IV concilio de Letrán de 1215 acabarían por instaurar definitivamente lo que se entendería por matrimonio cristiano a partir del siglo XIII. En este sentido parece oportuno recordar al menos dos textos que anuncian el inicio y el fin de este proceso. El primero es el famoso Decreto de Burcardo de Worms (1025). Esta obra, utilizada ampliamente por los reformistas gregorianos hasta la redacción del Decreto de Graciano (1140), dedica numerosos capítulos a temas relacionados con la conducta sexual y el matrimonio. La relación que se hace en ellos de los posibles pecados carnales con la penitencia correspondiente no deja lugar a dudas sobre la especial atención que se prestó a los mismos18. El segundo texto corresponde a determinados cánones del IV concilio de Letrán dedicados al tema, que mantienen y completan los del lateranense de 1179. Con Inocencio III triunfa de manera definitiva la moral matrimonial dibujada por la Iglesia en los siglos precedentes. La indisolubilidad del matrimonio, las normas sobre la consanguinidad y la castidad en el mismo destacan como líneas esenciales del sacramento19.
Otro factor que considero también potenciador del celibato eclesiástico es la renovación de la idea de santidad introducida a partir de la plenitud medieval. Hasta finales del siglo XII, momento en el que se estableció un procedimiento regular de canonización, la santidad de la persona se había medido casi de manera exclusiva por el poder taumatúrgico demostrado por la misma. La realización de milagros y, en concreto, las curaciones milagrosas efectuadas constituían, prácticamente, la única condición tenida en cuenta para que sus restos llegaran a ser objeto de culto. Como ha apuntado algún autor20, la hagiografía anterior al siglo XII nos muestra algunos santos que «parecen misteriosamente predestinados a su estado», siendo su santidad más que el resultado de un largo camino de perfección, una elección llevada a cabo por Dios. Una idea que perduró durante siglos en la mentalidad popular y que quedó resumida en la frase de Honorius Augustodunensis «santo se nace, no se hace». Sin embargo, en los últimos siglos medievales, y al calor del nacimiento de una nueva espiritualidad, la idea sobre la santidad, sobre las características que debían adornar al hombre santo, cambió, tomando cada vez más fuerza el valor de la vida ascética, de una vida santa que implicaba, entre otras cosas, el ejercicio de la caridad con el prójimo y, por supuesto, el apartarse de los deleites de la carne.
Tras el IV concilio de Letrán se consolida socialmente el matrimonio cristiano como estado ideal para los laicos. Pero la realidad cotidiana, los continuos quebrantamientos relacionados con la nueva moral sexual implantada, amén de todo tipo de infracciones perpetradas en relación a los más diversos temas hacía difícil que el objetivo de la jerarquía eclesiástica de regular y controlar todas las facetas posibles de la vida del fiel alcanzara el éxito deseado. Para «vivir en cristiano » era necesario evitar el pecado y cumplir con las obligaciones establecidas (misas, rezos, obligación anual de confesar y comulgar...) Su seguimiento se recompensaba con alcanzar la gloria, su transgresión, con la condena eterna. En este contexto la confesión oral con el rendimiento de cuentas que representaba se hizo imprescindible y, con ello, la figura del sacerdote, quien, a su vez, debía mostrarse como modelo de vida. La confesión acabó por constituir uno de los ejes fundamentales de la acción pastoral a partir del siglo XIII. Pero el nivel cultural de los eclesiásticos no era idéntico, por lo que para conseguir una mayor eficacia se elaboraron multitud de tratados y de manuales de confesión, como ya hacía siglos ocurriera en el monacato celta. Los nuevos manuales se escribieron en latín y en lenguas romances, floreciendo por toda Europa. Sus destinatarios eran los «clérigos menguados de sçiençia». No es este el lugar para ofrecer una relación de estos libros, entre otros motivos, por haber sido ya objeto de minuciosas investigaciones21. Pero sí parece oportuno traer a colación dos de los aspectos que sobresalen en los mismos. En primer lugar, el hecho de que la lujuria sea el pecado tratado con mayor amplitud en ellos y, en segundo, la idea repetida en sus contenidos de que «la ignorancia protege del pecado», pidiendo siempre al confesor cautela en el interrogatorio sobre este pecado para no dar ocasión a posibles nuevos yerros peores. Tal solicitud de mesura al confesor aparece con claridad en las palabras de Andrés Días vertidas en sus «Confesiones Generales»: «E acerca de esto (se refiere al pecado de lujuria) ha de ser avisado el confesor que algunas cosas debe dexar de preguntar al penitente, en las quales entiende que no sabe pecar, porque de otra manera sería dar ocasión que allí adelante pecasse en ellas»22. Si el clérigo pedía moderación o castidad al laico ¿cómo no suponerlas y exigir mayores compromisos a los propios eclesiásticos a quienes, además, se les presumía mayor nivel intelectual y, sobre todo, un más depurado conocimiento de las normas que conllevaba el «vivir en cristiano» y, en particular, su propio estado?
Todos los elementos mencionados en este apartado, desde los relatos de vidas edificantes hasta la creación de un tipo de conducta moral exigida a los laicos, incidieron en mayor o menor proporción en la creencia de que el clérigo, pastor de ovejas, debía procurar una forma de vida más perfecta, más virtuosa, con el propósito de dar el mejor ejemplo posible a los fieles que guiaba. Las pautas inculcadas a los laicos no eran fáciles de seguir, por lo que resultó necesario, cuando no imprescindible, que el camino señalado para los eclesiásticos fuera mucho más estricto. Había que conseguir dar una imagen de superioridad del ordo clerical, por lo que no se dudaría en utilizar todo tipo de recursos propagandísticos23. El fin era ofrecer una imagen a los laicos de perfección moral del conjunto del estamento eclesiástico; y para alcanzarlo se observó desde el principio, como una de las vías imprescindibles, la necesidad de que sus miembros no mostraran o hicieran suponer con su comportamiento que se hallaban presos de alguna de las debilidades relacionadas con la carne. Todos los factores que hemos ido señalando actuaron como condicionantes sociales pero, sin duda, sería finalmente la normativa canónica la que daría el espaldarazo definitivo. La primera gran medida fue la prohibición del matrimonio a los clérigos. El celibato eclesiástico comenzaba así su larga y controvertida andadura.
3. LA NORMATIVA CANÓNICA Y SU PROYECCIÓN EN LA CORONA DE CASTILLA
No parece necesario entrar a debatir si el famoso canon 33 del concilio de Elvira (300-306?) lejos de haber sido promulgado en esta asamblea formara parte o no de una colección de fines del siglo IV, ni el hecho de que en el concilio de Nicea del año 325 no se atendiera a las decisiones del mismo24. Pero sí resulta importante que su contenido no hable de celibato propiamente dicho, sino de abstinencia: «Que los obispos y ministros se abstengan de sus esposas»25. También el canon 65 de Elvira menciona la existencia de esposas de clérigos al señalar cómo han de comportarse éstos ante la posibilidad de adulterio de sus cónyuges. Se les obliga, en concreto, a despedirlas inmediatamente «para que no parezca que los ejemplos de maldad proceden de aquellos que deben ser modelo de buena vida»26. Así, fueron estos dos aspectos, el de la abstinencia y el de ser ejemplo de vida para los fieles laicos, los que predominaron en la legislación conciliar de los primeros siglos, y no el del celibato propiamente dicho. Siguiendo con la normativa facilitada por las fuentes conciliares hispanas, en el concilio de Gerona de 517, por ejemplo, se obliga a que desde el obispo hasta el subdiácono ordenados estando ya casados «no usen los servicios de sus antiguas esposas» y si deciden seguir viviendo con ellas lo hagan en compañía de «otro hermano, con cuyo testimonio su vida parezca más pura». Y en el mismo sentido se expresan los cánones XXI-XXIII del IV concilio de Toledo del año 633, al tratar de la castidad de obispos, presbíteros y diáconos, tras haber sido acusados algunos de ellos de lujuriosos. El objetivo era presentar a los miembros de órdenes mayores como personas «irreprochables e inmaculadas» para evitar «murmuraciones de los seglares»27.
La primera noticia fidedigna de origen pontificio con la que contamos es una decretal del Papa Siricio (384-399) dirigida a Himerio, metropolitano de Tarragona, en el año 385. En ella Siricio señala que tener hijos después de la ordenación es delito, al estar el clérigo obligado a «consagrar el corazón y el cuerpo a la pureza» y a no dejarse arrastrar por «obscenos deseos». Pero, al igual que los cánones mencionados, la decretal de lo que realmente habla es de continencia, no de celibato. Más reveladores son todavía dos de los párrafos, de idéntico contenido, de los cánones 21 y 23 del ya citado IV concilio de Toledo: «Es conveniente que los obispos de Dios sean irreprochables e inmaculados y que no se manchen con ningún contacto carnal, sino que viviendo castamente se presenten puros a celebrar los misterios sagrados»28. Y es esta última expresión de «presentarse puros...» la que considero que realmente marcó la pauta de toda la legislación canónica altomedieval. Se trata de un precepto de continencia concebido como litúrgico, y motivado por la pureza ritual exigida para llevar a cabo el sacrificio eucarístico ¿Cómo no exigir esa pureza al sacerdote a la hora de celebrar la eucaristía cuando también se decretaba cierta continencia en el matrimonio de los laicos al obligarles a abstenerse de todo intercambio carnal al menos tres días antes de recibir la eucaristía? 29.
Desde el siglo X la reacción contra el matrimonio o el concubinato de los eclesiásticos fue acentuándose, para acabar siendo uno de los signos más destacados de la Reforma Gregoriana. Desde su acceso al pontificado en el año 1073, Gregorio VII emprendió la reforma sistemática organizada a través de los sínodos que reunía anualmente, en los que el nicolaísmo y la simonía siempre fueron dos de los temas más destacados. En concreto, en el celebrado en Roma el año 1074 se obligaba al celibato eclesiástico. Algunos de sus colaboradores le reprocharon que iba demasiado deprisa, tanto en un asunto como en otro. Quizá éstos tenían menos celo reformista, pero también da la impresión que conocían mejor la realidad existente. Es significativo que en el mismo año de 1074 un sínodo celebrado en París declarara el celibato como algo excesivo para los límites de la naturaleza humana. Pero lo cierto es que el proceso ya no tendría vuelta atrás. Los pasos decisivos llegaron en el siglo XII al imponerse el celibato eclesiástico para toda la cristiandad latina, de forma implícita, en el canon VII del I concilio de Letrán (1123) con Calixto II, al declarar nulos los matrimonios contraídos por los ordenados «in sacris», así como los de los religiosos profesos y, explícita, en los cánones VI y VII del II concilio de Letrán de 1139 con Inocencio II, que obligaban a obispos, presbíteros, diáconos y subdiáconos. En éste se fijaba la pérdida de oficio y beneficio para los clérigos «in sacris» que conservaran sus mujeres, a la vez que se establecía la incompatibilidad entre matrimonio y recepción de órdenes30. Nuevamente, como había ocurrido en concilios precedente, en el II concilio de Letrán se legisló sobre temas relacionados con la disciplina del clero. Su propósito no era otro que el de asentar las ideas de la reforma gregoriana, en general, y las concernientes al celibato eclesiástico para los ordenados «in sacris», en concreto. Lo cierto, sin embargo, es que tras esta última asamblea lateranense la aceptación del celibato eclesiástico no se encontraba todavía plenamente consolidada, aunque no es fácil valorar con exactitud el alcance real de la disconformidad con lo decretado.
El IV concilio de Letrán de 1215 ratificó la normativa celibataria anterior, insistiendo además en temas que repercutían directamente a la hora de plantearse el poner freno a un fenómeno que, si bien no era nuevo, iba a acaparar la atención de los reformistas una vez consolidado el celibato, el del concubinato eclesiástico. En especial, se dieron normas muy severas para conseguir implantar buenas costumbres en el clero y contra los abusos de la incontinencia, siendo una de las medidas adoptadas, por considerarla más eficaz a la hora de velar por la disciplina eclesiástica, la reunión anual de concilios provinciales y sínodos diocesanos31. En efecto, tras cerrar en Occidente el camino de los clérigos ordenados «in sacris» al matrimonio, había que desarraigar otras prácticas no menos dañinas para la imagen del estamento eclesiástico que, aunque desafortunadamente resulta imposible cuantificar dada la precariedad de las fuentes que permitirían hacerlo32, iban a ocupar un lugar preferente entre los cánones de los concilios bajomedievales dedicados a la vida y honestidad de los clérigos. Me refiero a los de las concubinas o barraganas de eclesiásticos y al de los hijos nacidos de tales relaciones, que asomarían una y otra vez en los sínodos reunidos en la Corona de Castilla a partir de la celebración del concilio vallisoletano de 1228 presidido por el cardenal legado Juan de Abbeville.
La insistencia en el tema de la lucha contra el concubinato eclesiástico que se muestra en las actas sinodales de los diferentes reinos de Europa y, por supuesto, de Castilla, puede llevar al lector de las mismas a caer en un doble error. En primer lugar, a pensar que el Papado, tras el IV concilio de Letrán, había emprendido un ataque frontal, continuo y sin ningún tipo de contemplaciones contra los clérigos concubinarios; en segundo, que el número de tales «pecadores» era muy voluminoso. Nada más alejado de la realidad. En relación con el primer asunto hay que decir que, aunque la legislación de la Iglesia se mantuvo siempre en el mismo sentido, hubo también momentos de mayor benevolencia de acuerdo con cada coyuntura y con lo que consideraba más oportuno el Papa de turno. Así, por ejemplo, en 1245 Inocencio IV revocó las sentencias de excomunión y de suspensión existentes, conmutándolas por una cantidad de dinero para contribuir a los gastos de la cruzada a Tierra Santa. Respecto al segundo de los temas, parece necesario subrayar que en ocasiones se han invocado de manera poco escrupulosa algunas fuentes locales y puntuales, desde el punto de vista cronológico, atribuyéndoles un valor general del que carecen. Sirva como ejemplo el «Registrum visitationum» del arzobispo de Rouen Eudes Rigaud, donde se recoge la actuación de algunos sacerdotes que, haciendo caso omiso a las leyes celibatarias y de continencia, llegaron a veces a incitar a sus propias parroquianas a unirse a ellos y a olvidarse de la fidelidad conyugal. Es cierto que la noticia es muy llamativa, pero también lo es que la detallada lectura de esta fuente indica que tales acusaciones sólo recayeron sobre doce sacerdotes de un total de ochocientos clérigos examinados, lo que representa el 1'5%33. Otro ejemplo europeo, recogido en las actas de la visita pastoral girada en la diócesis de Lyón entre los años 1378-1379, confirma la existencia de setenta y tres clérigos concubinarios de los cuatrocientos examinados34. Para el caso de Castilla, según se comprobará más adelante, los resultados que arrojan las escasas fuentes de carácter cuantitativo conservadas son similares.
De regreso a la normativa lateranense sobre la materia analizada, lo primero que cabe plantearse es hasta qué punto su espíritu llegó a calar en Castilla de una manera profunda. No hay duda que desde el punto de vista legislativo su proyección fue casi inmediata, al quedar recogida en sus líneas maestras en el ya citado concilio de Valladolid de 1228; incluso, como ya apuntó un autor, se puede hablar de un primer reflejo de esos deseos reformistas generales en el sínodo segoviano celebrado hacia 1216 por el obispo Giraldo35. Pero lo cierto es que su implantación real iría mucho más lenta de lo que los Papas reformistas habían imaginado, y a pesar de la dureza de las disposiciones publicadas por el legado pontificio. Entre ellas destacan: la condena a los clérigos amancebados a la suspensión de oficio y privación de su beneficio eclesiástico; el veto de dar sepultura eclesiástica a las barraganas, obligando a enterrarlas «en la sepultura de las bestias»; la prohibición de heredar del clérigo a su barragana e hijos, así como la imposibilidad de que éstos entraran en la carrera eclesiástica36. Para lograr que tales medidas se cumplieran, Juan de Abbeville instó a los prelados a denunciar a aquellos de sus beneficiados que convivieran con barraganas, y a los arcedianos, arciprestes y deanes a investigar para descubrir a los clérigos concubinarios. Las denuncias se hicieron y Abbeville dictó, en consecuencia, sentencias de suspensión y excomunión. El legado era consciente, a pesar de creer que se podía poner fin a algunos de los vicios del clero peninsular del mismo modo que en el resto de Europa, que la especial «pasión por las mujeres» del clero hispano constituía su mal más acusado y, por tanto, el de más costosa erradicación37. No obstante, todo quedaría en agua de borrajas, según ya se apuntó, ya que Inocencio IV (1243-1254) revocaría dichas sentencias por motivos económicos, paralizándose con ello buena parte de los anhelos de la reforma.
Casi cien años después, en 1322, el legado pontificio Guillermo de Sabina celebraba un nuevo concilio en Valladolid. Allí se volvió a insistir en el tema de las barraganas y de sus descendientes con el mismo propósito y medidas similares a las adoptadas en 1228. El eco de esta reunión resultó mayor. La reforma maduraba poco a poco, constituyendo uno de los síntomas más apreciable el incremento del número de reuniones conciliares y sinodales celebradas entre los siglos XIV y XV. Sirvan, entre otros, como ejemplos: las constituciones de 1325 del obispo segoviano Pedro de Cuéllar, fundamentadas en los concilios mencionados y en los tratados teóricos de mayor relieve, donde se regulan las relaciones entre mujeres y clérigos38; diferentes cánones de los concilios de Toledo (1324), Salamanca (1335), Palencia (1388), Alcalá (1342) o Aranda (1473); y el contenido de los sínodos de Salamanca (1396), Cuenca (1402), Salamanca (1451), Sevilla (1478), Alcalá (1480), Ávila (1481), Burgos (1498), Palencia (1500) o Burgos (1503).
La reiteración en el conjunto de los sucesivos concilios y sínodos bajomedievales de similares denuncias sobre la existencia de barraganas e hijos de clérigos, así como de las penas que conllevaba el delito pueden llevar a pensar que estas uniones contra derecho no sólo se mantenían con fuerza, sino que, probablemente, podían haberse incrementado en el ocaso del Medievo. No parece, sin embargo, que la acumulación de las mismas en los siglos XIV y XV obedeciera a un aumento de clérigos concubinarios, sino al mayor celo demostrado por determinados obispos reformistas, así como a un crecimiento considerable en el número de asambleas celebradas. Hay que tener en cuenta, además, que en el sínodo se denuncian los pecados o negligencias de los clérigos en general que han podido comprobar previamente sus prelados, pero nunca el número concreto de infractores. Desafortunadamente, como ya apuntamos, esta cuantificación sólo podría llevarse a cabo si se hubieran conservado todos y cada uno de los cuadernillos de visitas episcopales giradas por las diócesis castellanas en esas centurias39. Prueba del no engrosamiento del número de infracciones son los resultados que arrojan los estudios puntuales llevados a cabo sobre alguna diócesis o sobre algún capítulo catedralicio concreto, aunque sin carácter serial. Valgan como ejemplos: el análisis realizado por B. Bartolomé sobre el conjunto de la diócesis segoviana para los años 1446-1447, o los de J. Sánchez Herrero, S. Suárez Beltrán o M.a J. Lop Otín acerca de los canónigos de Palencia, Oviedo o Toledo, respectivamente40. De acuerdo con las fuentes consultadas por cada uno de estos historiadores, la cantidad de clérigos amancebados representaría entre el 10 y el 20% del total de los miembros del estamento.
Las disposiciones del cardenal legado Guillermo de Sabina de 1322 fueron recogidas por los prelados del Reino, aunque ajustadas y reguladas en algún sentido, en los sínodos que fueron celebrando con posterioridad. Así, el arzobispo de Toledo don Gil de Albornoz, en un sínodo de 1342, ordenaría a los sacristanes llevar a cabo la pena infamante de arrancar las ropas a aquellas barraganas conocidas que osaran entrar en las iglesias. Lo cierto es que en las actas conciliares y en los estatutos sinodales de los dos últimos siglos del Medievo hallamos muchas matizaciones como ésta, así como toda una evolución en el tratamiento del concubinato eclesiástico, lo que no quita que prácticamente en la totalidad de los mismos se encuentren recordatorios de disposiciones ecuménicas o legatinas, en especial de los cánones lateranenses y de los concilios vallisoletanos de 1228 y 1322. Pero ¿qué temas concretos fueron tratados en estas asambleas eclesiásticas? La verdad es que muchos y muy variados. Sin ánimo de exhaustividad, a continuación iré mencionando los que he considerado de mayor interés.
El primero de los asuntos es la denuncia que se hace sobre la persistencia en el «vicio», constatado por los propios obispos en las visitas pastorales, de un número nunca especificado de clérigos. Unos clérigos que seguían haciendo caso omiso de las reiteradas prohibiciones canónicas sobre el concubinato eclesiástico. Por ello, ya al final del período analizado, el obispo burgalés don Pascual de Ampudia en el sínodo de 1498 se vería obligado a seguir insistiendo en que «ningún clérigo pueda tener consigo en su casa ni de compañía mujer suelta ni casada, de ninguna edad que sea, con quien antes haya tenido participación carnal»41. Otro de los aspectos más destacados es el de los castigos o penas en que incurrían los clérigos amancebados. En este sentido hay que subrayar que mientras que hasta bien entrado el siglo XIII y sobre todo desde el XIV hubo un predominio de penas espirituales -suspensión y excomunión- a partir de entonces prevalecieron las de carácter económico, de acuerdo con un sistema de plazos que fue imponiéndose gracias a la conmutación permitida por la Santa Sede de las sanciones canónicas por multas. Lo normal, aunque aparecen algunas variantes según la diócesis y el momento, es que se llevaran a cabo tres amonestaciones, perdiendo el eclesiástico infractor tras cada una de ellas 1/3 de los frutos y rentas de su beneficio, de acuerdo a lo señalado, por ejemplo, en los sínodos de Salamanca de 1451 y de Ávila de 1481; y ya en fecha más tardía, en el sínodo de Plasencia de 1534, se imponía la pena de un marco de plata tras la primera denuncia efectuada y de dos y tres para las siguientes, y en el de Astorga de 1553 se les condenaba a pagar cuatro ducados de oro y diez días de cárcel para la primera vez, y diez ducados y veinte días de prisión para la segunda42.
Un tercer tema abordado insistentemente en los sínodos es el de culpar directamente al diablo -no a la mujer como ocurría entre la mayoría de los moralistas y literatos, como se comprobará más adelante- de las caídas repetidas de los clérigos en los brazos de sus barraganas, olvidando así el modelo de castidad representado por Jesucristo. Lo que no quita el que se denunciara asimismo a algunos de los obispos predecesores por su negligencia a la hora de vigilar y de castigar a los eclesiásticos concubinarios de sus respectivas diócesis, señalándoles abiertamente como agentes importantes en la persistencia del delito, según quedó reflejado en el sínodo salmantino de 1451 y en el de Plasencia de 1534:
«...porque la negligencia de los perlados a dexado cresçer la soltura de los clerigos, de manera que este pecado no solo no se a castigado, pero ha venido a tanta costumbre y disoluçion que los malos se favoresçen y los ygnorantes piensan ya que no es pecado...»43.
La última frase de este fragmento del sínodo placentino nos introduce en un cuarto asunto que resultó también motivo de preocupación para algunos prelados del Reino. Se trata de cómo la práctica continuada de la barraganía por parte de algunos miembros del clero había llevado a no pocos fieles a pensar que no era pecado, incluso, a alentarla en la persona de su párroco, considerando que podía ser un remedio para evitar posibles aventuras amorosas de los clérigos con las mujeres de la comunidad, sin duda, uno de los mayores temores de los laicos según se podrá comprobar más adelante al analizar su tratamiento en Cortes.
En quinto lugar hay que destacar dos temas estrechamente vinculados entre sí, el de la «buena fama» del clérigo y el de la diferenciación que aparece en la fuente analizada entre pecado público y «ascondido». En buena parte de los concilios y sínodos de este período, junto a las prohibiciones y penas impuestas a los clérigos amancebados, los obispos introducían recomendaciones de carácter moral, basadas muchas de ellas en los textos patrísticos. Así, en el libro sinodal salmantino de 1410, al hablar de «las çircustanças del pecado», siguiendo a san Agustín, se subraya que «tanto mal faz en el clerigo el mal pensamiento, como en el lego la obra»44. Los prelados reformistas buscaban por encima de todo que los miembros de su estamento fueran ejemplo de vida y conducta para los fieles. Eran conscientes del valor de la fama por su amplia capacidad divulgadora. La posibilidad de crear una opinión pública favorable resultaba altamente ventajosa, en cuanto que ayudaba a predisponer a los laicos a favor del acatamiento de sus dictados y del respeto de sus personas y autoridad. Sirva, entre otros muchos ejemplos, el siguiente texto del sínodo de Ávila de 1481 sobre los clérigos que mantienen concubinas públicamente:
«...Y porque, según el apostol sant pablo, es muy grave pecado tomar los miembros de Christo y fazerles miembros del diablo ayuntandose carnalmente con malas mugeres no legitimas... y porque muchos clerigos y ministros de la Yglesia olvidando lo suso dicho, en grande detrimento y peligro de sus animas y en escandalo de los legos y oprobio de la clerezia, han tenido y tienen publicamente mancebas y mugeres sospechosas en su compañía y sociedad, y nos, deseando la salud de las animas de los tales y las honras de sus persona, mandamos...»45.
Había que diferenciar entre una simple ruptura ocasional de la castidad, un encuentro pasajero con una mujer, considerado como pecado, y el concubinato público y notorio, catalogado ya como delito, por tratarse de una unión con cierta o mucha estabilidad y ser conocido por la feligresía. La esencia en ambos casos era la misma: un alejamiento del clérigo respecto al ejemplo de vida de Cristo. Pero el escándalo que ocasionaba la publicidad de ciertas uniones chocaba abiertamente con la imagen que las autoridades eclesiásticas deseaban que se tuviera de su estamento. Muchos siglos ante el Papa Gregorio Magno (590-604) en su Regula pastoralis (pars. II, cap. 3) se había pronunciado ya sobre lo que los eclesiásticos debían decir y lo que debían callar. Sin embargo, el ocultar algunos hechos licenciosos no resultaba siempre posible, por lo que se intentó disimularlos en la manera que las circunstancias lo permitían ¿Qué medidas se adoptaron al respecto? Las fuentes sinodales también nos hablan de ello. La incontinencia de algunos miembros de la clerecía era una realidad indiscutible; sus barraganas y sus hijos, en ocasiones, llegaban a hacer ostentación de su estado. Ante ello, la Iglesia adoptó una serie de medidas. En primer lugar, seguir recomendando a los prelados el seguimiento y predicación a los amancebados; en segundo, y de manera especial, insistir en que sus amonestaciones fueran siempre en privado, jamás en presencia de laicos. Era preciso silenciar las debilidades de cualquier clérigo para evitar el mal ejemplo o el desprecio de la feligresía. El obispo burgalés don Pablo de Santamaría se pronunciaba en este sentido en el sínodo de 1427: «...si el predicador entendiere que algunos clérigos incurren en pecados, mayormente si son públicos, denúncielo o predique a los clérigos apartadamente, exhortándolos e amonestándolos caritativamente como debe, e no en presencia de seglares, por que no sea escandalizado el pueblo, ni se retrayan de la devocion de las yglesias...»46. Y en este mismo sentido se pronunciaría más de un siglo después el sínodo asturicense de 1553, al indicar que las causas donde se tratara «la infamia de los clérigos » se hicieran secretamente, porque «la infamia de los clerigos, quando se publica, es en opprobio y vilipendio del estado eclesiástico, y pierden el credito y autoridad que deven tener...»47. Por último, se ordenó a los eclesiásticos incontinentes que, al menos, no hicieran ostentación de su pecado, prohibiéndoles acompañar a su barragana por la calle o llevarla «a las ancas de su mula, aunque viva con ella», según rezan los sínodos burgaleses de 1493 y 150348.
Desafortunadamente carecemos de muchos de los datos que permitirían llegar a conocer con mayor exactitud tanto las realidades cotidianas como los destinos posibles de estas barraganas de clérigos. Pero, a grandes rasgos, todo parece indicar que, al margen de las relaciones ocasionales con mujeres de variada condición, las barraganas «fijas» solían envejecer junto al clérigo. Valga como ejemplo la noticia proporcionada por el vicario del obispo sobre la visita girada por la diócesis de Segovia en 1446, quien apuntó en su cuadernillo que al llegar a Val de Vernes comprobó que el rector de la parroquia era «buen clérigo corregido, aunque tuvo compannera es ya vieja e está sin suspicción del pueblo aunque la tiene en casa. Fallé que no usaba con ella carnalmente»49
La jerarquía eclesiástica castellana, como era de esperar, tuvo que hacer frente también a los frutos nacidos de los amores de los clérigos y sus barraganas, a esos «bellos pecados», según calificaba Isabel la Católica a los hijos del cardenal Mendoza50. Los sucesivos sínodos recordarían una y otra vez a los clérigos de orden sacra la prohibición de procrear. Pero la evidencia obligaría de nuevo a los prelados a adoptar soluciones concretas, siguiendo la legislación canónica vigente. Los obispos eran conscientes de la existencia generalizada de estos hijos, así, además de efectuar las consiguientes denuncias por ser «cosa de mucho escándalo », se preocuparon de que esa realidad resultara lo más leve y discreta posible ante los ojos de los fieles. Para tal fin dictaron algunas medidas: que no permanecieran en las casas de los clérigos niños menores de cinco años; que estos niños no ayudaran a sus padres en los oficios litúrgicos; que los clérigos progenitores no estuvieran presentes en sus bautizos y bodas; que no les pudieran heredar51.
En cuanto al comportamiento de los clérigos-padres da la impresión de haber sido muy desigual. Las mandas testamentarias, así como las solicitudes de dispensas pontificias «ex defecto natalium», o las legitimaciones reales arrojan algo de luz. Determinados testamentos desvelan, por ejemplo, la existencia de clérigos que encubrían su realidad paterno-filial bajo la fórmula de «sobrino « o «sobrina», «familiares» muy especiales a quienes siempre legaban bienes de considerable cuantía. Otros eclesiásticos asumían las responsabilidades de un verdadero padre, al educarles en sus casas o al facilitarles dinero para cursar estudios. Todo ello nos indica el limitado éxito alcanzado por las medidas legales adoptadas en torno al concubinato eclesiástico y a la procreación. Se pueden barajar varias causas a la hora de ofrecer una explicación. En primer lugar, no ha de olvidarse el hecho de que, junto a prelados de vida ejemplar y con auténtico celo reformador, hubo otros mucho más tolerantes o negligentes o, sencillamente, que se encontraban en situaciones similares. Así, el arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo, a pesar de recordar en el sínodo de Alcalá de 1480 la obligatoriedad de vivir en continencia, nunca ocultó a sus hijos; o el cardenal Mendoza, para cuyos hijos la propia Isabel I de Castilla instó a los Papas Sixto IV e Inocencio VIII su legitimación; o el obispo de Jaén Juan Ibáñez, denunciado por los canónigos de su catedral porque «nin es omme que aya seido de limpia vida fasta aquí, ca ha fijos e nietos que le sirven et le guardan públicamente»52. En segundo lugar, cabe apuntar la propia complicidad existente, unas veces, o la sencilla naturalidad, otras, con el que era tratado este tema por parte de algunas instituciones eclesiásticas, como los cabildos catedralicios. El caso de los capitulares de Oviedo es revelador. Pese al espíritu reformador del obispo ovetense don Gutierre de Toledo, demostrado en los sínodos que convocó y en sus estatutos de 1377 al reprobar, entre otras cosas, la actitud de los clérigos concubinaros, los capitulares, haciendo caso omiso y contraviniendo abiertamente la legislación ecuménica y local, permitían dar sepultura cristiana a sus barraganas, denominadas siempre «mulleres» o «companneras», así como fundar misas y aniversarios por sus almas, o facilitar a las barraganas e hijos de determinados canónigos, ya difuntos el usufructo de algunos bienes53. En tercer lugar, también cabe plantearse hasta qué punto la propia personalidad de algunos de estos clérigos tuvo un peso decisivo. Me refiero, sobre todo, a las vanidades mundanas, al deseo de no pocos titulares de diócesis o capitulares de intentar equiparar su comportamiento, en muchos de sus actos, al de los nobles. El mantener barraganas y tener hijos bastardos o ilegítimos ¿podía ser una prueba de ese deseo o, sencillamente, una manera más de afirmar su masculinidad?54. Un texto curioso y revelador de esta posibilidad es el testamento del canónigo toledano Pedro Alonso de Valladolid (1451), quien lega a sus hijos legítimos Pedro e Isabel, y a la madre de ambos, Isabel Álvarez «por cargo que della tengo» un conjunto de bienes (casas, ropas, 6.000 maravedíes) con la condición de que la mujer guardase «viudes e castidat», pasando la herencia al resto de sus herederos de no seguir esta indicación55. Para terminar, tampoco ha de olvidarse que cuando decidían que uno de sus hijos accediera a un beneficio eclesiástico, dada la exigencia a todo candidato de ser hijo legítimo, se solicitaba previamente a los penitenciarios pontificios la mencionada dispensa a fin de que pudiera ordenarse. También, sobre todo desde el siglo XV, las peticiones a los reyes por parte de estos clérigos para legitimar a sus hijos se multiplicaron56. Todas estas «salvedades» y apoyos más o menos velados explican en buena medida el alejamiento de un número no cuantificable de clérigos de la normativa legal vigente.
Una última cuestión reflejada en las actas sinodales es el celo demostrado por ciertos prelados al intentar impedir cualquier exceso en las intervenciones de la justicia civil respecto al concubinato eclesiástico. Así, por ejemplo, el obispo de Burgos don Pascual de Ampudia, en el sínodo que celebró en 1503, no dudó en remitirse a una pragmática de los Reyes Católicos (Sevilla, 1491) en la que se establecía que «sus alcaldes e juezes procediesen a la execución de ciertas penas, así personales como pecuniarias, contra las mancebas públicas de las personas eclesiásticas », pero que «tales justizias no executasen las dichas penas fasta que primeramente fuesen juzgadas». La denuncia elevada por el prelado burgalés contra dichas justicias hacía referencia a que éstas no guardaban «el tenor y la forma de las dichas leyes, ni la intención de sus altezas», prendiendo en muchas ocasiones a mujeres que no son mancebas públicas de clérigos «sino que por aventura acaso haya havido con él alguna participación secreta e momentánea», y el clérigo, para evitar el escándalo, «se dexa cohechar de las tales justicias» y paga la multa para que suelten a la mujer de la prisión en seguida sin llegar a ser juzgada y condenada. De todo ello, insiste el obispo, se derivan una serie de males, como el de no atenderse con ello al verdadero espíritu de la ley de los Reyes Católicos, ya que ésta sólo hace referencia a las barraganas públicas, y el infamar e injuriar a los eclesiásticos que se ven envueltos en estas situaciones57.
4. LA CONTESTACIÓN SOCIAL
A lo largo de las páginas anteriores han ido apareciendo ya algunas de las reacciones que el asunto de las barraganas de clérigos y de sus descendientes despertaron entre los laicos. Pero la complejidad del tema apunta hacia la necesidad de un análisis más minucioso de algunas fuentes de origen no canónico, como los textos literarios o la legislación civil, con el propósito de obtener una visión más diáfana y general o que, al menos, permita llegar a saber hasta qué punto dichas barraganas fueron aceptadas por los laicos o levantaron algún tipo de recelo.
Las fuentes literarias de la época trataron distintos aspectos relacionados con la materia, aunque desde perspectivas y con objetivos diferentes. Así, por ejemplo, Alfonso Martínez de Toledo, arcipreste de Talavera, invita a los clérigos a apartar de su vida todo amor mundano; y, tras describir con gran meticulosidad los «secretos» de la mujer «para estirar el cuero» o «relumbrar con sus ungüentos», arroja sobre ella la culpa de arrastrar al eclesiástico a la perdición: «Que non es mujer, de cualquier condición que sea, que ame al eclesiástico, salvo por aver dél e por la desordenada cobdicia que la mujer tiene por alcançar, aver e andar arreada con mucha vanagloria»; esto no quita que, siguiendo a san Agustín, disculpe plenamente al varón, ya que «si guardarse quisiese el hombre, no le engañaría mujer»58.
Las Cantigas de escarnho e de mal dizer se centran más en las escenas de alcoba subidas de tono, mantenidas por diferentes miembros de la clerecía con mujeres de diversa condición59. Por último, el Arcipreste de Hita nos ofrece una visión más «histórica» en su célebre Cantiga de los clérigos de Talavera, al mencionar las disposiciones del arzobispo don Gil de Albornoz contra las concubinas de los clérigos y, en concreto, la referida a la excomunión de todo aquel eclesiástico que tuviera manceba casada o soltera. Pero también, en clara alusión al concubinato de Alfonso XI con dona Leonor de Guzmán, se refiere a la debilidad de la carne sin distinción de estado: «...de sobra sabe el Rey, todos somos carnales... »60.
Asimismo, la legislación civil, en algún caso, prohibía a los clérigos casarse y vivir con mujeres «sospechosas». Me refiero en concreto a Las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio:
«Castamente son tenudos los clérigos de bivir toda via mayormente desque ovieren órdenes sagradas. E para ello guardar mejor, no deven otras mugeres morar con ellos si non aquellas que son nombradas en la ley ante desta, e si les fallaren que otras tienen, de que pueden aver sospecha, que fazen yerro de luxuria con ellas: debe los su perlado vedar de oficio e de beneficio, si el pecado fuer por juizio conoscido, que se non pudiesse encobrir, como si la toviesse manifiestamente en su casa e oviesse algún fijo della, e del clérigo que en tal pecado biviere, no deven sus parroquianos oyr las horas del, nin rescebir los sacramentos de santa Eglesia del...debe le amonestar su perlado que se parta della, ante que le tuelga el beneficio...»61.
Pero el ejemplo de las Partidas no es significativo, ya que en asuntos relacionados con la Iglesia Alfonso X seguía el Derecho canónico vigente que, en este caso de los clérigos concubinarios ya se ha visto que al prelado titular era a quien le correspondía, primero, amonestar y, segundo, castigar en caso de insistencia por parte del infractor con la pérdida de oficio y beneficio, tal como lo recoge el Rey Sabio. Sin embargo, si nos apartamos de los códigos civiles, se puede observar cómo los sucesivos monarcas tuvieron que hacer frente a la realidad cotidiana de la existencia de barraganas y de sus hijos ante los problemas que suscitaban en distintas localidades, derivados casi siempre o de la legitimación de sus vástagos o de las obligaciones concejiles de estos familiares. Así, por ejemplo, el mismo Alfonso X en el año 1270 extendió un privilegio a favor de la clerecía de la villa de Roa y lugares de su arciprestazgo, concediéndoles la legitimación de sus hijos y la posibilidad de que éstos les pudieran heredar62. Y en 1365 Pedro I, tras atender las peticiones de la ciudad de Murcia, tuvo que ordenar que los clérigos, sus mancebas y sus hijos pagaran por los bienes que tenían en la labor de la cerca, puentes y atalayas, entre otras obligaciones, conjuntamente con los del concejo63.
Hasta aquí hemos recogido algunos juicios y reacciones de determinados intelectuales y monarcas de la época analizada, pero ¿qué opinión tenía el pueblo llano sobre estas barraganas y sus descendientes?, ¿eran aceptados sin más por los ciudadanos o despertaban algún tipo de recelo? Junto a algunas peticiones particulares llevadas ante los reyes con el objetivo de conseguir dar salida a algún problema concreto, como las mencionadas arriba, las únicas fuentes que pueden proporcionar una visión más global son los cuadernos de visitas pastorales y los cuadernos de Cortes. La escasez de los primeros sólo permiten conocer unas pocas denuncias efectuadas por los feligreses de determinadas parroquias al ser interrogados por el visitador sobre la moral y las costumbres de su párroco. A veces, los feligreses se refieren a curas que mantienen relaciones con mujeres casadas -incluso con dos- así como de maridos consentidores. Sin embargo, lo cierto es que estas acusaciones suelen ir acompañadas de otras que parecen preocuparles más, como el que no cumplan correctamente con su ministerio o que dejen desatendidas sus parroquias en numerosas ocasiones.
Las actas de Cortes, en cambio, muestran con mayor claridad y de una manera continuada lo que realmente preocupaba a los ciudadanos. La primera mención a la existencia de barraganas, en general, aparece en las actas de las Cortes de Alcalá de 1348, al ocuparse de los laicos que «fazen maldat de forniçio con las barraganas »64. Pero el tema de las barraganas de clérigos no fue objeto de atención hasta las vallisoletanas de 1351. La petición formulada a Pedro I en estas Cortes por los procuradores de las ciudades no parece que tuviera el propósito de intentar minar la institución de la barraganía, por otro lado, ya juzgada y condenada sin demasiado éxito por los legados pontificios y por los concilios reunidos hasta el momento, sino sencillamente que se regulara la conducta pública de dichas barraganas, calificada de ostentosa, para no perjudicar o influir en la moral de las mujeres de bien. El contenido de esta denuncia no deja lugar a dudas:
«Otrosí alo que dizen que en muchas çibdades e villas e lugares del mio sennorio que a muchas barraganas de clérigos así públicas commo ascondidas e encobiertas que handan muy sueltamiente sin rregla, trayendo pannos de grandes quantías con adobos de oro e de plata, en tal manera que con ufanía e sobervia que traen, non catan reverençia nin onrra a las duennas onrradas e mugeres casadas; por lo qual conteçe muchas vegadas peleas e contiendas e dan ocasión alas otras mugeres por casar de fazer maldat contra los estableçimientos de santa Eglesia, qual se sigue grand peccado e dapno alos de mi sennorio; e me pedieron merçed que ordenase e mandase quelas barraganas de los clérigos trayan pannos viados de Ypre sin adobo ninguno, porque sean conosçidas e apartadas delas duennas ordenadas e casadas»65.
De acuerdo con el contenido de esta petición, no parece que los procuradores de las ciudades intentasen acabar con la existencia de la barraganía eclesiástica y tampoco exigir una determinada conducta moral a los clérigos, cosa, por otro lado, que no era de su competencia sino de sus inmediatos superiores, quienes debían velar por el correcto seguimiento de la legislación canónica vigente. Los representantes en Cortes, seguramente, consideraban pecaminosa esta conducta, pero lo que prevalece en su denuncia por encima de otras consideraciones es evitar que surjan posibles envidias entre las «duennas onrradas e mugeres casadas» ante la presencia de estas barraganas que adornan sus cuerpos con vestidos caros y que, además, no dudan en hacer ostentación de su condición. Hoy por hoy es difícil precisar hasta qué punto dichas barraganas llevaban un tipo de vida más acomodado que el resto de sus vecinas, aunque la queja de los procuradores apunte en este sentido. Faltan estudios generales sobre estas mujeres -la penuria documental al respecto no ayuda demasiado- pero sobre todo se echan en falta análisis sociológicos sobre las situaciones posibles de marginalidad que pudieron arrastrarlas a esa situación. El abanico de posibilidades podría resultar amplio: la viudedad, el rechazo paterno, el alejamiento del esposo por causas diversas -prisión, viajes, abandono...- la entrada previa en el servicio doméstico de la casa de algún clérigo, incluso, la prostitución anterior, aunque en este caso habría que diferenciar entre los contactos ocasionales y el amancebamiento estable. Todas estas probables causas tendrían, no obstante, un denominador común: la pobreza de la mujer. Pero los procuradores no entraban ni en consideraciones de moral eclesiástica, ni en los problemas de marginalidad social con los que sin duda alguna se convivía en todas las ciudades, sólo pretendían denunciar una realidad y regular la conducta pública de las barraganas, con el objetivo de intentar impedir que sus hijas y esposas llegaran a desear su posición. En un mundo de escasez el salto hacia el otro lado de lo permitido, de lo moral y legalmente consolidado no debía ser demasiado extraño66. No creo que la acusación de «ufanía y sobervia» lanzada contra estas mujeres respondiera a la tónica general de su conducta, ya que son por lo menos igual de abundantes las noticias acerca de barraganas «ascondidas ». No hay que olvidar que el menos interesado en hacer públicas estas relaciones era el propio clérigo. En cualquier caso, Pedro I dictó algunas medidas en el sentido solicitado por los representantes ciudadanos, como el obligarles a llevar un prendedor de tela bermeja de tres dedos de ancho para ser diferenciadas de las mujeres honradas; su incumplimiento sería castigado, la primera vez, con despojarles de sus ropas, la segunda con una multa de 60 maravedíes, y la tercera con otra de 120.
A lo largo del reinado de Juan I las alusiones al tema de las barraganas y de los hijos de clérigos se multiplicaron en las Cortes. No obstante, es difícil precisar hasta qué punto este incremento se debía a una opinión popular más sensibilizada al respecto o al peso ejercido por las ideas reformistas del grupo de eclesiásticos que rodeaban al monarca. Me refiero, en concreto, a los prelados reformadores: Pedro Tenorio, Gutierre de Toledo, Juan Serrano y fray Fernando de Illescas. En cualquier caso, tanto el tono de las denuncias, como las penas dictadas revisten tintes de moralidad más acusada que en las de los tiempos precedentes y posteriores. Así, por ejemplo, en las Cortes de Soria de 1380 se denunció que los hijos de los clérigos «que ovieron ensus barraganas, que heredan sus bienes asy commo sy fuesen nascidos de legítimo matrimonio», lo que puede inducir a «a otras buenas mugeres, asy biudas commo virgenes a ser sus barraganas e ayan de fazer pecado, e que desto que viene muy grand deserviçio a Dios e anos, e muy grand escándalo e dapno alos pueblos...». Asimismo, se quejaban de que tales barraganas «andan adobadas» como si se tratara de mujeres casadas. La respuesta de Juan I fue tajante: se inhabilitaba a los hijos de los clérigos para heredar a los padres y se obligaba, de nuevo, a las barraganas a llevar un distintivo infamante67.
La realidad social, sin embargo, era demasiado compleja como para que unas disposiciones concretas, aunque hubieran sido dictadas por el rey, surtieran el efecto deseado, cuando ni la legislación canónica, ni el celo mantenido por los obispos reformistas habían podido poner fin a los amancebamientos con anterioridad. Ha de tenerse en cuenta además, según ya se mencionó, que existían privilegios puntuales para las barraganas y para los hijos de los clérigos otorgados por distintos monarcas, y que no todos los prelados mantuvieron el mismo celo reformista que los apuntados. Todo ello lleva a pensar que las medidas regias, si es que realmente se quisieron llevar a la práctica alguna vez en todo el Reino, no obtuvieron en general los frutos anhelados. Las reiteradas protestas de los procuradores en las Cortes reunidas después de 1380 hablan por sí solas. Los representantes de las villas y ciudades volvieron a hacer idénticas denuncias en las Cortes de Segovia de 1383, en las de Briviesca de 1387 y en las de Palencia de 1388. Pero desde el gobierno de Enrique III el tema de las barraganas de clérigos desaparece de estas asambleas. Existían preocupaciones mayores en esos momentos y no cabe duda, además, de que los procuradores eran conscientes del poco eco obtenido con sus pasadas demandas. Lo que sí deja claro el contenido de sus peticiones es que más que intentar mejorar la moral de los clérigos, algo fuera de su alcance, procuraron frenar las exenciones de carácter económico que los eclesiásticos concubinarios hacían extensivas a sus barraganas e hijos. Por último, en las Cortes de Madrigal de 1438 se solicitó de nuevo que las mancebas de los clérigos no llevaran prendas ostentosas, pero lo mismo se pidió para el resto de las mujeres. Se trataba tan sólo de una medida de control del gasto suntuario general68. Paralelamente, sin embargo, la atención se fue haciendo mayor en los medios eclesiásticos. El contenido de los sínodos celebrados en las últimas décadas del siglo XV así lo demuestra, y otro tanto hay que decir sobre la abundancia de noticias puntuales que sobre el tema han llegado hasta nuestros días. Valga como ejemplo el documento expedido en 1437 por el obispo de Calahorra y La Calzada con referencias a los capitulares amancebados69.
Con los Reyes Católicos, tras una etapa de silencio en las Asambleas del Reino, se volvió a plantear el asunto en las Cortes de 1480, recordando las penas propuestas en tiempos de Juan I e incrementando el castigo para los reincidentes. La línea de pensamiento y de actuación de los monarcas quedó también proyectada en las Pragmáticas de Sevilla de 1491 y de Córdoba de 1502. Pero, como ya se pudo comprobar a través del contenido de la compilación sinodal de 1503 del obispo burgalés don Pascual de Ampudia, a pesar de legislar contra el concubinato eclesiástico, no dudó en mostrarse especialmente receloso ante las intervenciones de la justicia civil70.
Con muchos reparos y diferentes críticas la Iglesia había logrado por fin durante el Medievo imponer el celibato a sus ministros, pero no pudo acabar con el concubinato practicado por una parte del clero. Así, tanto las barraganas públicas, como las mujeres que mantenían «participaciones carnales secretas e momentáneas » con clérigos siguieron formando parte del paisaje de nuestras villas y ciudades incluso después de la celebración del concilio de Trento (1545-1563). Los 21 capítulos que integraron el decreto general de reforma presentado en dicho concilio y que constituyeron el núcleo de la llamada Reforma tridentina incluían temas como los de la convocatoria de sínodos o las visitas pastorales, cuya práctica anterior ya había demostrado su utilidad a la hora de detectar y castigar, o al menos para intentar corregir, las formas de vida excesivamente licenciosas de algunos clérigos. Por ello en la primera centuria de la Modernidad se potenciaron las visitas de los obispos a las diócesis con el firme propósito de convertirlas en una especie de «inquisiciones» episcopales, apoyadas e las declaraciones de los fieles de cada comunidad. En no pocos casos los resultados obtenidos de las mismas pueden ser tildados de escandalosos sin caer en la exageración. Sirvan como ejemplo, en primer lugar, las declaraciones realizadas por más de medio centenar de ciudadanos caurienses que siguieron las indicaciones de la carta general firmada por el obispo de Coria en 1591 don Pedro García de Galarza, en donde se preguntaba y se pedía denunciar, entre otras cosas, a los eclesiásticos que vivían amancebados. Las acusaciones no tardaron en llegar y con ellas la flotación de un abultado número de miembros del cabildo que vivían en pecado, aunque sin duda el deán del mismo, don Alonso Fernández de Herena, fue quién resultó reunir en su persona el mayor número de vicios imaginables. Tres décadas después de clausurarse el concilio de Trento los casos de inmoralidad en el seno del estamento eclesiástico seguían manteniéndose. Y un siglo después ourriría lo mismo, según se desprende del segundo ejemplo elegido: los resultados, igualmente escandalosos, obtenidos en la «visita secreta» girada por el obispo cordobés fray Domingo Pimentel en 163871.
5. CONCLUSIONES
Desde la primera decretal que se conserva enviada por el Papa Siricio al metropolitano de Tarragona Himerio en el año 385, donde se fallaba entre otros importantes asuntos el de la continencia de los clérigos, hasta la imposición definitiva del celibato eclesiástico en la normativa canónica lateranense, la Iglesia fue dando en este sentido pasos cortos, pero precisos. El propósito de estas páginas no ha sido el llevar a cabo un análisis minucioso de la evolución del precepto de la continencia ritual hasta el celibato, ni tampoco subrayar el mayor o menor peso que pudieron tener en ello las motivaciones de carácter económico -no cabe duda de que la ley contribuyó de manera decisiva en el incremento del patrimonio eclesiástico- sino valorar sobre todo dos aspectos. El primero ha consistido en recordar la serie de valores que se fueron potenciando por parte de la jerarquía eclesiástica y de los intelectuales religiosos de cada momento, que acabaron por configurar la moral cristiana; una moral en donde el cauce dibujado para que navegaran los clérigos tenía que ser necesariamente más angosto que el marcado para los laicos. El segundo se ha centrado en observar cómo, una vez institucionalizado el celibato eclesiástico, la figura de la barragana cobró un progresivo protagonismo, así como el de sus descendientes. El caso de la Corona de Castilla resulta paradigmático porque, a través de las fuentes seleccionadas, desde las disposiciones de los concilios legatinos hasta los privilegios reales o la literatura sinodal se puede comprobar, o al menos suponer, dada la escasez y parquedad de las fuentes de carácter cuantitativo, el grado de relajación existente en una parte de los eclesiásticos a la hora de seguir los preceptos canónicos al respecto. Una relajación que traspasó los límites del Medievo y también los del concilio de Trento, triunfante en muchos de sus iniciales propósitos, pero no en todos aquellos relacionados con la moral que deseó imponer a través de los controles episcopales que tanto proliferaron en los obispados castellanos para inquirir sobre la vida y costumbre de los fieles, en general, y de los eclesiásticos, en concreto.
* Este trabajo se enmarca en el proyecto de investigación n.o HUM 2006-05233 del Ministerio de Ciencia e Innovación.
1 Corintios, I,7, 7-11 y 32-34; 9, 4-6.
2 «Os lo digo, hermanos: el tiempo se acaba. Que a partir de ahora los que tienen mujer vivan como si no tuvieran» (Corintios, I, 7, 29); «Y también hay eunucos que se han castrado a sí mismos por amor del reino de los cielos» (Mateo, 19, 12).
3 «Cuando leas el Antiguo Testamento, considera no las uniones nupciales de aquellos desdichados tiempos, sino la multiplicación de la prole...No debes interpretar el Cantar de los Cantares según suena a los oídos, porque se insinúan los atractivos carnales del amor humano, pero son figuración, por la alegoría de las acciones, del cuerpo de Cristo y del amor de la Iglesia. Con razón prohibieron los antiguos a los hombres carnales leer estos libros, es decir, el Heptateuco y el Cantar de los Cantares, con el fin de que no se disiparan con deseos libidinosos y sensuales por no discernir su sentido espiritual», en Santos Padres españoles. II. San Leandro, San Fructuoso, San Isidoro, Ed. De J. CAMPOS e I. ROCA, B.A.C. Madrid, 1971, págs. 54-55.
4 Levítico 18, 9.
5 Levítico 15, 19.
6 Levítico 18, 21.
7 Levítico 18, 23.
8 Corintios, I, 7, 7.
9 Cf. H. SANTIAGO-OTERO, Abelardo y Eloísa, Colegio Español, Munich, 1975; y Fe y cultura en la Edad Media, Salamanca, 1988, págs. 243-248. J. LE GOFF, Una larga Edad Media, Barcelona, 2008, pág. 99.
10 En especial el libro VIII, caps. V-XII, ed. Sarpe, Madrid, 1983, págs. 191-209.
11 Existen muchas ediciones del texto de la Regla de San Benito, entre ellas, la preparada por GARCÍA COLOMBÁS, en la B.A.C., Madrid, 1979.
12 SAN ATANASIO, Vida de san Antonio. Padre de los monjes, Ed. Monte Casino, Zamora, 1988, págs. 30-31. Otros ejemplos de tentaciones a los Padres del desierto pueden encontrarse en PALADIO, Historia lausiaca, Ed. Studium, Madrid, 1970, en especial en los capítulos 22, 34, 57 y 68. Para un recorrido sobre estas fuentes, vid. A. ARRANZ GUZMÁN, «Los orígenes del monacato oriental. Apuntes para una historia de las mentalidades», Erytheia. Revista de estudios bizantinos y neogriegos, 1988, págs. 187-200.
13 L. BIELER, The Irish Penitentials, The Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 1975, págs. 113-115. Varias anotaciones sobre el tema en W. R. COOK y R. B. HERZMAN, La visión medieval del mundo, Barcelona, 1985, págs. 141-143.
14 Trad. La moral sexual en Occidente, Barcelona, 1984.
15 J. PAUL, La Iglesia y la cultura en Occidente (siglos IX-XII) 2. El despertar evangélico y las mentalidades religiosas, Barcelona, 1988, pág. 511.
16 Regula Pastoralis, III, 27. Patrología Latina, 77, 102.
17 G. DUBY recoge algunos de estos relatos, como el de la condesa Ida de Boulogne, hija del duque de la Baja Lorena, casada con el conde Eustaquio II en 1057, El amor en la edad Media y otros ensayos, Madrid, 1990, págs. 48-50.
18 En concreto, el libro 7.o está dedicado al incesto, el 9.o a las vírgenes, viudas, raptos y matrimonio, el 17.o a los pecados de impureza, todos los relacionados con el sexto mandamiento, el 19.o es una especie de penitencial, un corrector: Si casado, has cometido adulterio con la mujer de otro, cuando tenías con qué satisfacer tu deseo, 2 ayunos con 14 años de penitencia»; «¿Has fornicado con una monja? Si es así, 40 días a pan y agua y 7 años de penitencia, y durante toda la vida los viernes tomarás sólo pan y agua»; «¿has practicado la bestialidad...?; «¿Te has acoplado con tu mujer o con cualquier otra como hacen los perros? S es así, 10 días de penitencia a pan y agua»; «¿Has fornicado como hacen los sodomitas?...»¿Has bebido el esperma de tu marido para que te quiera más gracias a tus artimañas diabólicas? Si es así 7 años de penitencia a pan y agua». Un estudio completo sobre el tema del pecado y de la penitencia en el Medievo en C. VOGEL, Le pécheur et la pénitence au Moyen Âge, París, 1969.
19 En concreto, en el canon 50 se suaviza la restricción de los impedimentos del matrimonio, al fijar el cuarto grado de consanguinidad. En los cánones 51 y 52 se prohiben los matrimonios clandestinos, se convierte en obligatoria la publicación de las amonestaciones, y se excluye en las causas matrimoniales todo testimonio basado en simples rumores. Cf. R. FOREVILLE, Lateranense IV, Vitoria, 1973, págs. 191-194.
20 Me refiero, en concreto, a J. Sánchez Herrero en su Historia de la Iglesia: edad Media, B.A.C. Madrid, 2005, pág. 326.
21 Sirva como ejemplo el reciente análisis llevado a cabo por J. M.a SOTO RÁBANOS sobre doce tratados de confesión, entre ellos, el de Martín Pérez (1312-1317) o el de Juan Martínez de Almazán (1410) en «Visión y tratamiento del pecado en los manuales de confesión de la baja edad media», Hispania Sacra, 2006, págs. 411-447.
22 Ibidem pág. 437.
23 Sobre el tema de la propaganda en el seno eclesiástico puede consultarse: A. ARRANZ GUZMÁN «El clero», en Orígenes de la monarquía hispánica: propaganda y legitimación (ca. 1400-1520), J. M. NIETO SORIA (dir.), Madrid, 1999, págs. 141-173.
24 Cf. M. MEIGNE, «Concile ou Collection d'Elvire?» en Revue d'Histoire Ècclesiastique, 1975, págs. 361-387.
25 «Decidimos prohibir totalmente a los obispos, presbíteros y diáconos y a todos los clérigos que ejercen el ministerio sagrado el uso del matrimonio con sus esposas y la procreación de hijos. Aquel que lo hiciere será excluido del honor del clericato», publicado por J. VIVES, T. MARÍN y G. MARTÍNEZ, Concilios visigóticos e hispanorromanos, Barcelona, 1963, pág. 7.
26 Ibidem. pág. 13. Se trata de una medida que con más dureza sería adoptada también en el I concilio de Toledo del año 397-400, en su cano VII, al dar potestad al clérigo cuya mujer pecare «de castigarla sin causarle la muerte», Ibidem. pág. 21.
27 Ibidem. págs. 40 y 201.
28 Ibidem. pág. 200.
29 Sobre el tema, véase J. L. FLANDIN, Un temps pour embrasser. Aux origins de la morale sexualle occidentale (VI-XI siècles), París, 1983, y J. GAUDEMET, Société et mariage, Estramburgo, 1989.
30 Algunas noticias sobre la ruptura de lazos matrimoniales y de clérigos concubinarios, así como sobre decretos papales y legislación conciliar, en F. R. AZNAR GIL, «La penalización de los clérigos concubinarios en la península ibérica (siglos XIII-XVI)» en Revista Española de Derecho Canónico, 1998, págs. 503-546. Y J.R. MURO ABAD, «La castidad del clero bajomedieval en la diócesis de Calahorra», págs. 270-273, con un carácter más regional.
31 R. FOREVILLE, Lateranense IV, Valencia, 1974, vol. II, cánones VI y XIV-XVIII, págs. 170-175. No obstante, en el canon XIV se siguió recomendando la continencia a «los clérigos que conforme a la costumbre de su país, no hayan renunciado al matrimonio», lo que demuestra las diferencias geográficas existentes en materia de disciplina celibataria, según ya subrayamos páginas atrás. Esto hizo que el tema siguiera siendo asunto de debate en los grandes concilios de los últimos siglos medievales y de los inicios de la modernidad: Vienne (1311-1312), Constanza (1414-1418), Basilea-Ferrara-Florencia (1431- 1445), V de Letrán (1512-1517) y Trento (1545-1563).
32 Me refiero, en concreto, a los cuadernillos de visitas pastorales, ya que el número conservado de las mismas es escasísimo para la Corona de Castilla. Sobre el tema puede consultarse A. ARRANZ GUZMÁN, «Las visitas pastorales a las parroquias de la Corona de Castilla durante la Baja Edad Media. Un primer inventario de obispos visitadores» en En la España Medieval, 2003, págs. 295-339.
33 Sobre el desarrollo de este asunto, véase O. DOBIACHE-ROJDESTVENSKY, La vie paroissiale en France au XIII siècle d'aprés les actes episcopaux, París, 1911, y P. ANDRIEU-GUITRANCOURT, L'Archevêque Eudes Rigaud et la vie de l'Église au XIII siècle d'après le Registrum Visitationum, París, 1938.
34 Cf. F. LOT y R. FAWTIER, Histoire des institutions françaises. T. III, Institutions écclésiastiques, París, 1962, págs. 384-385.
35 Me refiero a A. GARCÍA GARCÍA, Iglesia, sociedad y Derecho, salamanca, 1987, vol. II, pág. 209.
36 J. TEJADA Y RAMIRO, Colección de cánones y de todos los concilios de la Iglesia española, Madrid, 1851, vol. III, págs. 322-325.
37 Cf. P. LINEHAN,La Iglesia española y el Papado en el siglo XIII, Salamanca, 1975, pág. 25.
38 Edición de J. L. MARTÍN y A. LINAGE CONDE, Religión y sociedad medieval. El catecismo de Pedro de Cuéllar (1325)», Salamanca, 1987, págs. 160-168.
39 A. ARRANZ GUZMÁN, en «Las visitas pastorales...» ya constaté cómo a pesar de tener múltiples referencias de visitas de obispos, los cuadernillos de las mismas que sirvieron de base para realizar las denuncias pertinentes en los sínodos reunidos con posterioridad a su ejecución no se han conservado en su gran mayoría o, al menos, no han llegado a ver todavía la luz.
40 «Una visita pastoral a la diócesis de Segovia durante los años 1446 y 1447» En la España Medieval, 1995, Universidad Complutense de Madrid, págs. 304-349; «La vida y costumbres de los componentes del cabildo catedral de Palencia a fines del siglo XV», en Historia, Instituciones, Documentos, 1976, págs. 485-532; El cabildo catedralicio de Toledo en el siglo XV. Aspectos institucionales y sociológicos, Madrid, 2003.
41 Synodicon Hispanum, (= S.H.), A. GARCÍA GARCÍA (dir.), vol. I: Galicia (Madrid, 1981), II: Portugal (1982), III: Astorga, León y Oviedo (1984), IV: Ciudad Rodrigo, Salamanca y Zamora (1987), V: Extremadura: Badajoz, Coria-Cáceres y Plasencia (1990), VI: Ávila y Segovia (1993), VII: Burgos y Palencia. La cita corresponde al vol. V, págs. 250-251.
42 S.H. IV, pág. 307; VI, pág. 94 y III, pág. 85.
43 S.H. V, págs. 466-467.
44 S.H. IV, pág. 221.
45 S.H. IV, pág. 94. Sobre el tema de «la buena fama» y el de los «silencios estratégicos» véase A. ARRANZ GUZMÁN, «El clero», en Orígenes de la monarquía hispánica: propaganda y legitimación (ca. 1400-1520), J. M. NIETO (dir.), Madrid, 1999, págs. 167-169.
46 S.H. VII, pág. 169.
47 S.H. III, pág. 61.
48 S.H. VII, págs. 23 y 270.
49 Cit. por B. BARTOLOMÉ, «Una visita...», pág. 333.
50 Aunque con cierto retraso, las medidas adoptadas en el IV concilio de Letrán (canon 31) fueron adaptándose en la Península.
51 S.H. VII, págs. 270 y 469; IV, pág. 469.
52 Véase F. J. VILLALBA RUIZ DE TOLEDO, El cardenal Mendoza (1428-1495), Madrid, 1988; J. RODRÍGUEZ MOLINA, El obispado de Baeza-Jaén (siglos XIII-XVI), Jaén, 1986, pág.129.
53 En 1365, el capítulo ovetense permitió a la hija del canónigo Juan Alfonso que siguiera habitando su casa. Para el caso de Oviedo, véase: F. J. FERNÁNDEZ CONDE, Gutierre de Toledo, obispo de Oviedo (1377-1389), Oviedo, 1978; y S. SUÁREZ BELTRÁN, El cabildo de la catedral de Oviedo en la Edad Media, Universidad de Oviedo, 1986.
54 En este sentido se ha manifestado A. M. Rodrigues en «Un mundo só de Homens: os capitulares bracarenses e a vivência da masculinidade nos finais da Idade Média», en Estudos em Homenagem ao professor doutor José Marques, Oporto, 2006, vol. I, págs. 195-209.
55 Cf. M. J. LOP OTÍN, El cabildo catedralicio de Toledo en el siglo XV. Aspectos institucionales y socilógicos, Madrid, 2003, pág. 411. 56 El tema de las legitimaciones de los hijos de eclesiásticos precisa de un estudio monográfico, no obstante ya se han llevado a cabo algunos análisis de legitimaciones dentro y fuera de nuestras fron teras en general que, aunque breves desde el punto de vista cronológico, aportan datos de interés y pueden servir de punto de arranque. Valgan como ejemplo el capítulo sobre «El problema de las legitimaciones. Los bastardos», que R. CÓRDOBA DE LA LLAVE incluyó en su artículo «Las relaciones extraconyugales en la sociedad castellana bajomedieval» en A.E.M., 1986, págs. 611-618, donde se analiza el conjunto de legitimaciones concedidas a laicos y clérigos entre los años 1474 y 1495.Otrro ejemplo lo tenemos en el estudio de V. VIEGAS, Subsidios para o estudo das legitimaciones joaninas (1383- 1412), Lisboa, 1984.
57 S. H. VII, págs. 267-268.
58 El Corbacho, Madrid, ed. de 1977, págs. 66 y 35.
59 Algunos ejemplos pueden leerse en la edición preparada por J. VICTORIO, El amor y el erotismo en la literatura medieval, Madrid, 1983.
60 Libro de Buen Amor, edición preparada por N. SALVADOR MIGUEL, Madrid, 1972, pág.325.
61 I.a,título VI, ley XLIII.
62 Este mismo privilegio sería confirmado por Fernando IV en 1300. Cf. J. LOPERRÁEZ CORVALÁN, Descripción del obispado de Osma con el catálogo de los obispos, Madrid, 1788, vol. III, págs. 204-205.
63 Cf. A. L. MOLINA MOLINA, Documentos de Pedro I, CODOM, Murcia, 1978, págs. 189-192.
64 Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, Real Academia de la Historia, Madrid, 1861, 3 volúmenes (= Cortes), vol. I, pág. 530.
65 Cortes, vol. II, pág.14.
66 No obstante, y a pesar de las peticiones de los procuradores también nos han llegado algunas noticias tanto de maridos consentidores como de esposos engañados.
67 Cortes,II, Págs. 303-304.
68 Ibid. III, pág. 344.
69 Cf. J. R. MURO ABAD, «La castidad del clero bajomedieval en la diócesis de Calahorra», Historia. Instituciones. Documentos. 1993, págs. 262-263.
70 S. H. VII, pág. 267.
71 Cf. J. COBOS RUIZ DE ADANA, El clero en el siglo XVII. Estudio de una visita secreta a la ciudad de Córdoba, Córdoba, 1976, y A. RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, Hacerse nadie, Cáceres, 1984.
ANA ARRANZ GUZMÁN**
Fecha de recepción del artículo: 2008-11-19. Fecha de aceptación del artículo: 2009-02-05.
** Universidad Complutense de Madrid. Departamento de Historia Medieval. Ciudad Universitaria, s/n, 28040 Madrid. C.e.: [email protected]
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