Resumen
En este artículo, en un primer momento, consideraremos la variedad clínica de los celos, de acuerdo con un célebre planteo freudiano; luego, expondremos una diferencia clínica de relativa importancia, entre celos y envidia; por último, elucidaremos un tipo específico de celos, de acuerdo con un análisis de ciertos pasajes de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, con el propósito de construir un fantasma escópico que los subtiende.
Palabras clave: psicoanálisis, celos, Proust.
Abstract
This paper, at first, considers the clinical variety of jealousy according to a famous Freudian conception. Then, a relatively-important clinical difference between jealousy and envy will be discussed. Finally, a specific type of jealousy will be elucidated according to an analysis of certain passages of "In search of Lost Time" by M. Proust, in order to build the scopic fantasy that underlies it.
Keywords: psychoanalysis, jealousy, Proust.
Résumé
Cet article aborde, dans un premier temps, les variétés cliniques de la jalousie d'après une célèbre théorie freudienne. Il évoque ensuite une différence clinique relativement importante entre la jalousie et l'envie. Finalement, il élucide un type spécifique de jalousie à partir d'une analyse de certains passages de l'oeuvre À la recherche du temps perdu, de M. Proust, afin d'élaborer un fantasme scopique qui les relie.
Mots-clés: psychanalyse, jalousie, Proust.
Recibido: 29/07/12 Evaluado: 21/10/12 Aprobado: 29/10/12
Los celos son una referencia constante en la vida amorosa. Sin embargo, distan de ser un elemento unívoco. No sólo porque podría decirse que hay tantas formas de celos como celosos en el mundo -lo cual es algo evidente, pero que no desmiente la posibilidad del concepto-, sino porque tampoco sería posible establecer una definición clínica anticipada de este fenómeno. Hay modos diversos de ser celoso en función de determinadas coordenadas amorosas; o, mejor dicho, hay distintas posiciones para el celoso en el amor. Por lo tanto, la cuestión de una definición (que no sea unilateral, y apenas considere una de estas posiciones) sólo podría plantearse luego de realizar una fenomenología de la vida amorosa de los celos.
Asimismo, cabe destacar que esta dificultad -esta diversidad- no radica exclusivamente en que los celos son un fenómeno trans-estructural (esto es, que pueden presentarse en cualquier estructura: neurosis, psicosis, perversión). Es cierto que cabe distinguir, y eventualmente precisar, la variedad de los celos en las psicosis y en las neurosis -por ejemplo, así lo hace Lacan2 en el seminario 3-, aun con fines de orientación diagnóstica, pero aquí quisiéramos atenernos a distintos modos de adoptar una posición celosa que podrían darse incluso más allá del tipo clínico. Elaboraciones que consideren los celos en la histeria, la obsesión, etc. deberían desarrollarse a posteriori, luego de atravesar la descripción general que aquí nos proponemos.
Del mismo modo, es notoria la poca bibliografía sobre la cuestión en el campo psicoanalítico. Apenas unos pocos artículos (entre ellos, el más interesante es el de S. André, "Clínica de los celos en Marcel Proust") y un libro en dos tomos (La jalousie amoureuse (1947), de D. Lagache, que combina un enfoque descriptivo de la experiencia vivida de los celos junto con la perspectiva psicoanalítica), son las referencias insoslayables para intentar una aproximación a la cuestión.3 Aunque, si consideramos las fechas de publicación de dichos materiales (el artículo de André es de 1988), cabría apreciar que los celos no han sido un tema recurrente en la bibliografía analítica de nuestro tiempo. No queremos decir con esto que se los haya desvalorizado, sino que simplemente no se los ha vuelto a considerar. Y quizá pueda haber motivos específicos para esta actitud. Ocasionalmente, los celos suelen ser entrevistos como el resultado de una identificación proyectiva, a la cuenta de los mecanismos propios de lo imaginario; y, si bien este es un aspecto que cabe evaluar en un estudio acerca de las formas de los celos, el prejuicio que subtiende esta aproximación parcial radica en hacer de lo imaginario un terreno farragoso e inconsistente, que sólo podría desorientar al analista en su práctica y al clínico en su afán de formalización. En otro contexto (Lutereau, 2012) ya hemos demostrado que lo imaginario en Lacan dista de ser un dominio sin leyes propias e inútil para la práctica y la clínica psicoanalítica.
Para avanzar en este artículo sólo restaría añadir que, independientemente de la preocupación psicopatológica o diagnóstica que pueda despertar el estudio de los celos, un análisis estricto de sus modos de manifestación también puede dar cuenta de diversas posiciones que el sujeto podría adoptar en su forma de vivir el amor. Dicho de otro modo, no nos interesaría tanto en este artículo desplegar y dilucidar el mecanismo propio (si lo hubiera) de los celos, sino atender a su variedad fenoménica, donde esta indicación al fenómeno no es independiente de un interés estructural, ya que se trata de aprehender las coordenadas estructurales en que dichos fenómenos se producen.
En un primer momento, consideraremos la variedad clínica de los celos, de acuerdo con un célebre planteo freudiano; luego, expondremos una diferencia clínica de relativa importancia, entre celos y envidia; por último, elucidaremos un tipo específico de celos, de acuerdo con un análisis de ciertos pasajes de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, con el propósito de construir un fantasma escópico que los subtiende.
Que Proust puede ser un clínico riguroso para la elaboración de la cuestión de los celos, es algo que no sólo André y Lagache demuestran en sus respectivos estudios, sino que el propio Proust esclarece cuando sostiene afirmaciones como la siguiente, en la que reconoce la variedad clínica del fenómeno: "Los celos son una de esas enfermedades intermitentes cuya causa es caprichosa, imperativa, siempre idéntica en el mismo enfermo, a veces, enteramente distinta en otro." (Proust, 2008/1925: 30)
Variedad clínica de los celos
La concepción tradicional de los celos -y, hoy en día, de sentido común- que se suele atribuir al psicoanálisis (ya sea porque diferentes autores, especialmente los posfreudianos, la han afirmado explícitamente) sostiene que estos son el resultado de la proyección de un deseo homosexual. No obstante, esta noción no se encuentra elaborada unívocamente en la teoría de Freud. En todo caso, resume un modo específico de entender los celos en la paranoia, en cuyo fundamento Freud advertía una revuelta contra la homosexualidad (Cf. Freud, 1988/1911). Sin embargo, más allá de lo discutible de esta última tesis, cabe destacar que este modo de entender los celos no expresa aquello que Freud llamara "celos normales".
En "Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad" (1988/1922), Freud distingue tres tipos de celos. Por un lado, cabe considerar los celos normales, a los que también llama "de competencia", cuyo fundamento suele ser algún duelo, esto es, la pérdida de un objeto de amor, asociado a la herida narcisista que implica esta última. En resumidas cuentas, el yo no acepta dejar de ser amado. Y el trasfondo de esta dificultad radica en una posición infantil referida al complejo de Edipo y al complejo fraterno: el rival actual encarna la figura del hermano -real o imaginario- que, en la infancia, habría desplazado al yo respecto del amor exclusivo de la madre. Una inferencia puede desprenderse de esta actitud: la enamorada ocupaba entonces un lugar específico para el deseo, vale decir, la madre respecto de la cual el amante se ubicaba como falo. Por lo tanto, este duelo actualiza una posición que -más que de amante- remite a la demanda de ser amado de la cual todo neurótico debería aprender a deshacerse (o, al menos, no padecer) en un análisis.
Ahora bien, una segunda inflexión del planteo freudiano es de particular importancia en la descripción de los celos normales. Freud enuncia esta particularidad en los siguientes términos: "Comoquiera que fuese, es digno de notarse que en muchas personas son vivenciados bisexualmente, esto es: en el hombre, además del dolor por la mujer amada y el odio hacia los rivales, adquiere eficacia de refuerzo también un duelo por el hombre al que se ama inconscientemente y un odio hacia la mujer como rival frente a aquel." (Freud, 1988/1922: 217, cursivas añadidas)
En este punto, podría pensarse que Freud está introduciendo el paradigma de la homosexualidad latente -que, a su vez, sería el centro de la noción de los celos paranoicos-; no obstante, ese "duelo por un hombre", cuyo correlato es la rivalidad con la mujer, implica -como afirma a continuación- "trasladarse inconscientemente a la posición de la mujer infiel" (Freud, 1988/1922: 217-218), es decir, suponer un goce de la mujer al que el hombre quisiera acceder -y lo hace, a través de la fantasía de cómo goza el partenaire-. De este modo, los celos ofrecen una segunda coordenada, además del enquistamiento en la demanda fálica: un interés en un goce supuesto, y con una consistencia plena y atormentadora para el celoso. Podríamos preguntarnos, ¿qué tipo de deseo se sostiene en esta suposición de goce? Volveremos más adelante sobre este interrogante, que intentaremos despejar a través de la obra proustiana.
Asimismo, esta indicación autoriza a plantear la pregunta por los celos en las mujeres, ya que en la afirmación anterior Freud postula la cuestión para los hombres. No obstante, antes que plantear la cuestión en términos de "género" (para usar el nombre actual para designar estos motivos acerca de la diferencia biológica de los sexos), podría decirse que Freud deslinda una forma de interrogar el goce que se le supone a La Mujer -cuya existencia se fantasea- desde la perspectiva fálica, esto es, un goce que no estaría afectado por la castración; por lo tanto, no sería extraño -y, de hecho no lo es, especialmente en la histeria, que organiza su sufrimiento en función de la Otra- encontrar mujeres que también fantaseen con el goce de las amantes de sus parejas.
Una verificación clínica de esta última concepción de los celos normales se encuentra, por ejemplo, en el historial del Hombre de las ratas, en una situación que desencadenaría, -como efecto de la defensa-, un mandamiento obsesivo: el impulso a adelgazar, surgido con motivo de que la amada estuviese en compañía de su primo. Freud advierte la motivación inconsciente del mandamiento en el desplazamiento que reconduce el apodo de este último, "Dick", al significado de la palabra en alemán: "gordo"; pero también podría observarse en el adelgazamiento cierta asunción de un rostro habitual de la histeria a partir de la forma de un goce de la frustración y el sostén del deseo en la insatisfacción.
De esta observación podría desprenderse que los celos feminizan al hombre o, mejor dicho, lo llevan a asumir una posición pasiva (más allá de todas las demostraciones y actuaciones que puede llegar a hacer un hombre celoso). Por eso suele ocurrir que esta posición no produzca efectos de seducción en una mujer. Por ejemplo, como respuesta a su ser celoso, un hombre podría intentar celar a una mujer, esto es, desdoblar especularmente su sentimiento; y, eventualmente, pavonearse con otra mujer frente a su amada. Pero, ¿por qué en estos casos los efectos suelen ser más bien estrepitosos, o bien de rechazo, por parte de la celada? Ocurre que el recurso a una posición de objeto, tal que demuestre que puede causar un deseo, a partir de una identificación fálica que lo muestre como deseado ocasionalmente, incluso histerizándose un poco, es una actitud que en el hombre siempre sienta con alguna ridiculez, dado que desde este punto de vista el hombre se disputa con la mujer (con la celada) el lugar de causa del deseo de la mujer aunque confundiéndose con el partenaire agalmático (como si ser deseado fuera lo mismo que causar un deseo). Esta confusión expone el traslado inconsciente al lugar de la mujer a través de querer confrontar a la celada con un supuesto goce que se le podría estar escurriendo, sin tener en cuenta que apenas se trata de un goce fálico marcado por un deseo de insatisfacción. Por esta vía el hombre da consistencia al supuesto goce de La Mujer, pero reduciéndolo a una versión histérica, sin poder distinguirlo de esta última, y desconociendo que a la mujer celada quizá le hubiese interesado mucho más el alcance del goce de un oscuro objeto de los celos que podría haber encontrado en una competidora si el hombre no hubiera disputado ese lugar para él.
Celos y envidia
Desde la perspectiva lacaniana, la concepción de los celos tiene diversas aristas que cabe considerar. Conocidos son los desarrollos del Seminario 3, a los que hemos hecho referencia en la introducción. No obstante, a diferencia de Freud, quien se ocupó de realizar una descripción pormenorizada de tipos de celos, ubicando sus coordenadas estructurales, en la obra Lacan -y no sólo en la enseñanza del seminario-, en todo caso, podría decirse que hay un modelo paradigmático al que, en repetidas ocasiones, se hace mención. Se trata de un fragmento del libro primero (capítulo VII) de las Confesiones de San Agustín, en el que se expone la contemplación recelosa que un niño tiene de su competidor, quien es amamantado por la madre. Es en el artículo "La agresividad en psicoanálisis" (2002/1948) -aunque una primera mención se encuentra en "Acerca de la causalidad psíquica" (2002/1946)-, donde Lacan expone la cuestión con los siguientes términos:
Vi con mis propios ojos y conocí bien a un pequeñuelo presa de los celos. No hablaba todavía y ya contemplaba, todo pálido y con una mirada envenenada, a su hermano de leche'. Así anudaba imperecederamente [... ] la situación de absorción espectacular: contemplaba, la reacción emocional: todo pálido, y esa reactivación de las imágenes de la frustración primordial: y con una mirada envenenada, que son las coordenadas psíquicas y somáticas de la agresividad original. (Lacan, 2002/1948: 107)
Cabría preguntarse si la presentación que Lacan realiza de este fenómeno corresponde efectivamente a la experiencia de los celos. En principio, ya hemos visto que los celos pueden actualizarse en función de cualquier objeto de amor -y la figura de la madre era un primer sustituto privilegiado para frustrar el narcisismo del celoso-. De este modo, en términos generales, podría pensarse que aquí nos encontramos con el caso princeps de la posición edípica ante los celos, con el consecuente desencadenamiento de la tensión agresiva dada por la identificación narcisista. Sin embargo, Lacan enfatiza el "resentimiento" (Lacan, 2002/1948: 107) y la "mirada envenenada" con que el niño asiste al espectáculo, que parecieran indicar también un matiz diferente. Cabría recordar, asimismo, que la exposición se realiza en el contexto de una descripción de la "estructura paranoica del yo" (Lacan, 2002/1948: 106), que ya había sido entrevista en el estudio del caso Aimée en la tesis de doctorado De la psicosis paranoica y sus relaciones con la personalidad (1932). En esta estructura, que determina el carácter alienado de la constitución yoica, cuyo fundamento es el desconocimiento, se trataría de la proyección -en un sentido amplio, sin darle a este proceso el estatuto de un mecanismo psicopatológico, ya que también cabe a la posición del alma bella que denuncia, con indiferencia, el malestar de un mundo sin reconocer su parte en ese embrollo- que se realiza en el otro del kakón del propio ser. Este término "kakón" (cuyo significado es "Mal") designa un punto de goce supuesto -o, mejor dicho, transferido- al partenaire especular, en que el yo no puede reconocerse aunque le pertenezca. Es conocido el caso de los odios acérrimos en que para cualquiera es notorio que los rasgos por los que alguien odia a determinada persona -y en función de los cuales la acusa de gozar de un modo u otro- no hacen más que describir su propia posición. Es por esto que el caso Aimée fuera paradigmático (como los escritos previos al comienzo de la enseñanza de Lacan lo demuestran) para dar cuenta de la estructura del registro imaginario, y sus leyes de organización, antes que de la especificidad de una categoría nosológica.
En esta experiencia que relatara San Agustín, entonces, pareciera tratarse de otras coordenadas de manifestación, y de ninguna de las aisladas por Freud para referirse a los celos. No es una estructura que pueda reconducirse a la exclusión edípica -de hecho, tal como Lacan desarrollara el complejo fraterno de intrusión en el artículo Los complejos familiares (1938), el complejo de Edipo y la intervención del padre tendrían una función pacificante respecto del transitivismo narcisista-, ni a la suposición del goce de La Mujer, ni a la proyección de la infidelidad temida, ni a la acepción específica que Freud encontraba en los celos de la paranoia (dado que la estructura paranoica del yo no se confunde con la concepción psicopatológica de la paranoia). Por eso sería mucho más ajustado describir este fenómeno con el nombre de envidia. De hecho, es lo que hizo Lacan en el Seminario 11, cuando volvió a considerar el caso de esta situación paradigmática:
Para comprender qué es la invidia, en su función de mirada, no hay que confundirla con los celos. El niño, o quien quiera, no envidia forzosamente aquello que apetece. ¿Acaso el niño que mira a su hermanito todavía necesita mamar? Todos saben que la envidia suele provocarla comúnmente la posesión de bienes que no tendrían ninguna utilidad para quien los envidia, y cuya verdadera naturaleza ni siquiera sospecha. (Lacan, 1986/1964: 122)
De este modo, Lacan distingue ambas experiencias, y aquí precisa la relación que la envidia tiene con la mirada, a través de destacar que invidia viene de videre. Se trata -en consonancia con lo presentado en 1948- de una "mirada amarga" (Lacan, 1986/1964: 122) que le "produce a él el efecto de una ponzoña" (Ibídem), esto es, una mirada envenenada. Pero, ¿de dónde proviene este veneno, que no se vincula con el deseo que desplaza al competidor, ni reclama el amor del Otro? La referencia temprana al kakón puede permitir ampliar esta indicación, conservando aún su vigencia: se trata de la mostración de un goce ignorado del cual el envidioso se siente privado, pero que supone realizado en el partenaire especular. No se trata de que se desee el objeto del deseo del semejante, sino que se envidia la satisfacción supuesta: "Esa es la verdadera envidia. Hace que el sujeto se ponga pálido, ¿ante qué? -ante la imagen de una completitud que se cierra, y que se cierra porque el a minúscula, el objeto a separado, al cual está suspendido, puede ser para otro la posesión con la que se satisface, la Befriedigung." (Ibídem)
De este modo, podría pensarse en el caso del neurótico que -al haber desplazado al campo del Otro la búsqueda del objeto perdido, a la espera de que le sea reintegrado a través de la demanda-, encuentra en la envidia un cortocircuito para la realización del deseo a través del desconocimiento imaginario o, mejor dicho, de la puesta en forma de una escena que interrogue su posición subjetiva. En este punto, el planteo de Lacan es convergente con lo que alguna vez sostuviera Spinoza, respecto de que la envidia sólo puede darse entre pares, a lo que cabe añadir -luego de este planteo sobre la mirada- que esta coordenada imaginaria es no sólo la condición que la vincula a la agresividad, sino también a la suposición de un goce "dado a ver" en que el sujeto no se reconoce (dado que el yo lo desconoce) como causa.
Dos conclusiones pueden destacarse de este rodeo a través de la comparación entre los celos y la envidia: por un lado, las condiciones de esta última implican una coordenada estructural semejante a la de los celos, pero no idéntica. En los celos hemos destacado la suposición de un goce de otro orden, articulado a diferentes posiciones (según la diversidad de los celos en cuestión); por otro lado, y aunque parezca una conclusión trivial, podría decirse que la envidia es un afecto "triste" -en el sentido spinoziano- para el analizante neurótico, sin siquiera un valor didáctico, como el que podría tener eventualmente la angustia, y sostenido en la cobardía de desconocer la posición de objeto en el deseo.
Dejaremos de lado aquí la pregunta de si la envidia puede manifestarse, y cómo lo haría, en las psicosis y las perversiones, para retomar el hilo principal de este artículo dedicado a los celos.
Los celos proustianos
En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, ha pasado a la historia de la literatura universal, entre otros motivos, por su compleja teoría de los celos. Al respecto, Harold Bloom, en su libro El canon occidental (1994), formula una indicación metodológica que vale como punto de partida de este análisis: "Freud es el rival de Proust, no su maestro, y la narración proustiana de los celos es muy personal. Aplicar el freudismo a Proust en el tema de los celos es tan reductor y engañoso como analizar la visión de la homosexualidad que aparece en La busca de una manera freudiana." (p. 408)
Asimismo, cabría recordar que la obra proustiana ha sido objeto de análisis desde distintas perspectivas próximas del psicoanálisis, con estudios más cercanos a la lingüística, pero también con el interés específico de psicoanalistas abocados a una interpretación de la obra (Cf. Kristeva, 1994). Incluso, en la enseñanza de Lacan pueden encontrarse referencias ocasionales a la erótica proustiana: "Recuerden ustedes el prodigioso análisis de la homosexualidad que desarrolla Proust en el mito de Albertina. Poco importa que este personaje sea femenino, la estructura de la relación es eminentemente homosexual. Lea exigencia de este estilo de deseo sólo puede satisfacerse en una captura inagotable del deseo del otro, perseguido hasta en sus sueños por los sueños del sujeto" (Lacan, 1981/1953-54: 323). En este punto, cabe apreciar que la indicación de una homosexualidad en Proust -más allá de la homosexualidad declarada del autor, y todos los datos que podrían vincular su obra con personas y amantes "reales"-, debería ser entendida en términos de una forma específica de deseo: el deseo fálico, que siempre es homosexual (en la medida en que es un deseo marcado por un valor fálico).
Una segunda mención del nombre de Proust en la obra de Lacan se encuentra en el artículo sobre Gide (2002/1958), donde cabe trazar una comparación sobre la función diferencial del deseo en ambos escritores: "La obra del propio Proust no permite rebatir que el poeta encuentra en su vida el material de su mensaje. Pero, justamente, la operación constituida por este mensaje reduce los datos de su vida a su empleo de material [...]" (p. 721).
Si el caso de Gide tiene el propósito de esclarecer el carácter fijo de la constitución del deseo, articulado a su condición fetichista -C. Millot (1991) se ha ocupado de volver sobre esta cuestión-, la obra de Proust podría iluminar otra condición que lo motivaría: los celos. En busca del tiempo perdido es un tratado exquisito acerca de los movimientos y transformaciones que puede sufrir el deseo en el curso de una vida. El motor de este deseo se encuentra en la experiencia del celoso. No obstante, los celos distan de ser algo unívoco en la obra de Proust. Así, por ejemplo, se podría considerar un cierto tipo de celos en los que aquejan a Saint-Loup respecto de Rachel, desarrollados en la primera sección de La parte de Guermantes (1921-22), y que podrían ser reconducidos al modelo freudiano de los celos en que el celoso acusa recibo de su propia infidelidad (potencial o efectiva) a través de entreverla en los gestos de su amada.4
Respecto de su amante, la posición de Rachel no es menos encendida, ya que ella busca deliberadamente causar su deseo a través de hacerse celar (por ejemplo, al coquetear con otros hombres); no obstante, tampoco podría decirse que se trata de una mujer decidida a sostener un lugar exclusivo, como lo demuestra la siguiente afirmación que requiere de la participación de otra mujer que, eventualmente, descargue su lugar de ser el centro del deseo: "Ahora bien, a veces le parecía a ella que Robert había tenido tan buen gusto en sus sospechas, que acababa incluso dejando de pincharlo para que se tranquilizara y consintiera en ir a hacer un recado a fin de disponer de tiempo para trabar conversación con el desconocido, fijar una cita, a veces tener una aventura incluso." (Proust, 2008/1921: 169)En esta referencia puede verse cómo el lugar de la Otra no es necesariamente el de una persona concreta, ya que en este rodeo se destaca cómo Rachel busca ser esa mujer que Saint-Loup haría consistir en su fantasma de infidelidad. Cuando ella advierte que su deseo tiene alguna pertinencia, acepta la apuesta y se permite actuar esa suposición de goce en la cual podría no ser lo que ella sabe de sí. De este modo, puede notarse cómo los celos organizan la vida amorosa de ambos personajes y el drama del deseo que los une.
Sin embargo, no nos detendremos en esta experiencia de los celos, que ya puede resultar relativamente conocida, sino que avanzaremos en la vía de los celos del protagonista por Albertina. Al tomar esta vía, el propósito es elucidar una articulación entre celos y saber. En La prisionera (1925), el protagonista afirma que "los celos son una sed de saber" (p. 87). Asimismo, en el volumen titulado Albertina desaparecida (1927), esta relación es planteada desde un comienzo en los siguientes términos: "Resulta asombrosa la poca imaginación de los celos, que pasan el tiempo haciendo suposiciones falsas, cuando de lo que se trata es de descubrir la verdad." (p. 23)
Los celos proustianos no tienen como fin cercar la verdad, sino disfrazarla con el saber. El celoso no es un amante del conocimiento, sino de la suposición; y ya en un apartado anterior hemos destacado que el goce de La mujer puede ser un supuesto esclarecedor de estas formaciones. En esta misma dirección se expresa el protagonista cuando afirma que "lo que yo mismo llamaba pensar en Albertina era pensar en la forma [...] de saber lo que hacía" (p. 55), donde "lo que hacía" tiene un referente explícito: saber del goce de Albertina con otras mujeres, aunque no sólo representárselo, sino también exponerlo:
[...] no me bastaba con conocer dicha falta, me habría gustado que ella lo supiera. Por eso, si bien en aquellos momentos lamentaba que no volvería a verla, esa pena llevaba la marca de mis celos y, por ser muy diferente de la -desgarradora- de los momentos en que la amaba, era la de no poder decirle lo siguiente: ?Tú creías que no me enteraría nunca de lo que hiciste [...] pero, mira, lo sé todo (p. 120).
Es interesante, por este motivo, que el goce de Albertina sea expresado como un goce homosexual entre mujeres. Aquí podría decirse lo mismo que ya hemos dicho respecto de la homosexualidad de Proust; así como en este caso se trata del deseo y el goce fálico, en el caso del goce de Albertina se supone -antes que el deseo por otra mujer- un goce de otro orden. Eso es lo que el protagonista quiere alcanzar, el goce femenino a través del saber. He aquí, entonces, el punto de imposibilidad en que sucumben los celos. S. André ha destacado con precisión este imposible que los celos buscan desmentir con el deseo de saber: "Así, pues, el síntoma revelado por los celos parece fundado, más allá de la impotencia para captar la verdad, en una imposibilidad de decir lo real. Es así el signo de la realidad misma de la castración y de la irremediable división del goce." (1988: 93)
Esta división del goce remite a la condición básica del celoso: "él (ella) cree en la consistencia de lo que le es ocultado, él (ella) se cree despojado de un deseo desconocido, de un goce inaudito que él (ella) supone en su partenaire o en su rival" (André, 1990: 93). En última instancia, los tipos de celos que aquí describimos apuntan a aprehender -con el saber, como herramienta fallida- eso que, supuestamente, una mujer experimenta... y, luego, calla.
De este modo, el celoso se ubica, respecto del partenaire -como lo expone con brillantez el volumen La prisionera- en posición de "celoso y juez" (Proust, 2008/1925: 59), dado el "sentimiento inquisitorial" (Ibíd: 58) que lo caracteriza. Y su método de poner en forma el saber se apoya en la búsqueda de la confesión, como dispositivo que siempre puede ofrecer en falta la información buscada: las confesiones "dejaban entre ellas, en la medida en que se referían al pasado, grandes intervalos en blanco" (Ibíd: 100). De este modo, la confesión es un dispositivo que necesita de la mentira; o, mejor dicho, la confesión es un dispositivo acerca del saber de la mentira:
Al contrario, los mentirosos raras veces son descubiertos y, más en particular, las mujeres a las que amamos. Ignoramos adónde ha ido, lo que allí ha hecho, pero en el momento mismo en el que habla, en el que habla de otra cosa que oculta lo que no dice, se advierte la mentira instantáneamente y los celos resultan intensificados, ya que sentimos la mentira y no logramos saber la verdad. (Proust, 2008/1925: 182)
Asimismo, en la observación proustiana "mira, lo sé todo" cabe apreciar un rasgo suplementario: la articulación del deseo de saber con la mirada. El celoso es aquel que quisiera "verlo todo". En esta coyuntura, saber y visión coinciden. El "deseo de saber" (Proust, 2008/1927: 111) que acicatea al celoso se especifica como un deseo de ver; o, dicho de otro modo, los celos están al servicio de impulsar un deseo escópico. Nuevamente la obra de Proust es ejemplar para dar cuenta de este aspecto: "Vivamos totalmente con la mujer y dejaremos de ver todo lo que nos ha hecho amarla; cierto es que los celos pueden ajustar de nuevo los dos elementos desunidos." (Proust, 2008/1921-22: 362)5
De esta última referencia pueden desprenderse dos indicaciones: por un lado, que el celoso sostiene el afán de ver todo... pero a condición de no confirmar su acto. De ahí que sus objetos predilectos sean las pistas, las sugerencias y todos los signos que velan aquello que podría confirmar el engaño. En todo caso, el celoso es el principal suscriptor del engaño mismo, que encubre la verdad que prefiere permanezca como invisible. De este modo, la invisibilidad es condición del mundo visible (un gesto, una sonrisa que parece dedicada a otro, etc.) en que el celoso se satisface escópicamente. Por lo tanto, los celos, antes que un arranque posesivo, son una estructura de la mirada, en la que se pone en juego un complejo sistema de ocultación y develamiento. Por otro lado, el celoso no sólo es quien desea ver todo, sino que articula este deseo a las condiciones de su propia forma de desear. Esta visión recorta un circuito que degrada la alteridad del Otro para encontrar sólo un resto, que habla más de un goce que el celoso desconoce en sí mismo y, por eso, fantasea. En definitiva, aunque el celoso sea un firme militante del goce de La Mujer, no deja atrapar más que sus propias condiciones, cedidas al campo del Otro. Afirma la existencia de ese goce, pero le da la consistencia de su propio interés fálico. Podemos concluir este último punto con una nueva observación de Proust, quien verifica que para el deseo fálico el acceso al Otro está mediado por el objeto a: "No tenemos de nuestro propio cuerpo, al que afluyen perpetuamente tantos malestares y placeres, una silueta tan nítida como la de un árbol o una casa o un transeúnte y tal vez mi error [el extravío de los celos] había consistido en no haber intentado conocer mejor a Albertina en sí misma." (Proust, 2008/1927: 87)
2 En términos generales, Lacan distingue los celos neuróticos -aquejados por la suposición- de los celos psicóticos -fundados en la certeza- (Cf. Lacan, 2002/ 1955-56, 63-67).
3 También cabría mencionar el libro de Denise Lachaud (1998), aunque apreciando que se trata de un ensayo breve y sostenido en la idea de que el fundamento de los celos es la proyección. De este modo, se reemplaza un problema con otro problema, ya que el concepto de proyección -como noción descriptiva y metapsicológica- no es menos complejo (Cf. Sami-Ali, 1982).
4 "Las costumbres sociales han saldado cuentas sabiamente con este universal estado de cosas permitiendo cierto juego a la coqu etería de la mujer casada y al donjuanismo del marido, con la esperanza de purgar y neutralizar así la innegable inclinación a la infidelidad. La convención establece que las dos partes no han de echarse en cara estos pasitos en dirección a la infidelidad, y las más de las veces consigue que el encendido apetito por el objeto ajeno se satisfaga, mediante un retroceso a la fidelidad, en el objeto propio. Pero el celoso no quiere admitir esta tolerancia convencional [...]" (Freud, 1988/1922: 218)
5 "Albertina había perdido todos sus colores, junto con todas las posibilidades que tenían las otras de poseerla. Poco a poco h abía perdido su belleza. Necesitaba yo paseos como aquél, en que la imaginaba sin mí y abordada por una mujer o un joven [...] deseada por otros, volvía a parecerme hermosa." (Proust, 2008/1927: 177)
Referencias bibliográficas
André, S. (1990) Clínica de los celos en Marcel Proust. En I. Agoff (Trad.) Perversión y vida amorosa (pp. 87100). Buenos Aires, Argentina: Manantial (Trabajo original publicado en 1988).
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Luciano Lutereau1
1 Psicoanalista. Magíster en Psicoanálisis (UBA). Lic. en psicología (UBA). Lic. en Filosofía (UBA). Investigador de la UCES: director del proyecto "Fenomenología y Psicoanálisis: Convergencias y divergencias". Investigador Facultad de Psicología (UBA). Prof. Adjunto Historia de la Psicología (UCES). Jefe de Trabajos Prácticos Cat. I Psicología Fenomenológica y Existencial (UBA); Docente Cat. I Clínica de Adultos (UBA). [email protected]
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