RESUMEN: Sobre la base de una determinada forma de entender el concepto de biopolítica y sus elementos definitorios, hemos tratado aquí de analizar las características fundamentales de las formas de biopolítica orquestadas por los regímenes nazi y franquista. Dicha caracterización nos ha permitido elaborar, en función de una serie de elementos presentes en ambas biopolíticas, una visión comparativa encargada de mostrar tanto las similitudes como las diferencias entre una y otra, aportando así tanto una nueva conceptualización de los regímenes fascistas, como ciertos elementos ignorados hasta ahora en el debate sobre la naturaleza del franquismo.
PALABRAS CLAVE: Biopolítica, nazismo, franquismo, gobierno, racismo, degeneración.
ABSTRACT: Based upon a certain way of understanding the concept of biopolitics and its defining features, we have tried to analyze the fundamental characteristics of the forms of biopolitics orchestrated in the Nazi and Franco regimes. This interpretation has allowed us to develop a comparative view which shows the similarities and differences between the regimes, based upon a number of elements common to both. It provides us with both a new theory of fascist regimes and with certain elements that have, until now, been ignored in the debate about the nature of the Franco regime.
KEYWORDS: Biopolitics, Nazism, the Franco Regime, government, racism, degeneration.
1. Algunas apreciaciones introductorias
Los debates en torno a la naturaleza del régimen franquista han experimentado en los últimos años un auge para muchos absolutamente inesperado. A pesar de que autores como Julio Aróstegui o Javier Tusell llegaran a afirmar hace ya algún tiempo que tal debate parecía enteramente agotado (Aróstegui, 1992), o que incluso había resultado un tanto estéril a nivel explicativo (Tusell, 1993), resulta bastante frecuente en nuestros días la aparición de nuevos estudios que, retomando en mayor o menor medida las viejas interpretaciones, pretenden introducir nuevos elementos y perspectivas de análisis hasta ahora insuficientemente observadas. En este sentido, la interpretación del franquismo como una variante más o menos ortodoxa de los regímenes fascistas de mediados del siglo XX -sin duda la fórmula más exitosa desde los mismos inicios del régimen- , ha sido revitalizada en la actualidad por algunos estudiosos -herederos en parte de la historiografía marxista- preocupados por atender a esa llamada misión histórica de los fascismos, sistemas políticos interesados en estabilizar las relaciones de propiedad capitalistas asegurando de este modo el dominio económico y social de las clases medias y altas (Collotti, 1990 y 1994; Fontana, 2004; Lubbert, 1997).
Otras interpretaciones se han preocupado por negar el carácter fascista del régimen del General Franco, atendiendo a determinados aspectos que podrían permitir adjetivarlo como autoritario (Linz, 1974 y 2000), como un despotismo reaccionario (Hermet, 1971), como una dictadura personal (Tusell, 1988) (Fusi, 2001) o incluso como un régimen militar -siguiendo las caracterizaciones que de tales regímenes realiza el británico Eric A. Nordlinger (Nordlinger, 1977)-. En este punto, las interpretaciones del franquismo como algo esencialmente distinto de los fascismos europeos de los años treinta y cuarenta -como ha sugerido Pérez Ledesma-, parecen más atentas a lo que el régimen de Franco no llegó a ser que a lo que de hecho fue (Pérez Ledesma, 1994: 180). En efecto, todas estas definiciones suelen afirmar que, a diferencia de los regímenes fascistas puros, el franquismo: no contó con un ideario preciso, sino a lo sumo con una mentalidad genérica; tampoco se preocupó por la movilización política inducida por el poder; ni se organizó sobre una sólida estructura de partido; y su mantenimiento en el poder no se basó en la adhesión de sus súbditos sino en el mero control de la administración y de los llamados por Althusser aparatos represivos del Estado.
Sea como fuere, con el fin de aportar ciertos elementos interpretativos hasta ahora ausentes en estos debates, nuestra intención aquí no será sino la elaboración de un breve esquema que muestre las notas características de aquello que daremos en llamar la biopolítica nazi por un lado, y la biopolítica franquista por otro. Este esquema nos permitirá afrontar ulteriormente un análisis comparativo con el que mostrar tanto las diferencias como las similitudes de ambas formas de biopolítica y de sus respectivas formas de gobierno. En este sentido, y siempre en el marco de una perspectiva radicalmente histórica de los acontecimientos humanos que atienda a la necesidad sempiterna de un análisis de los casos concretos, nuestro estudio no se preocupará tanto por las caracterizaciones que los modelos ideales suelen ofrecer a propósito de los regímenes fascistas, sino por atender a toda una serie de elementos a nuestro juicio definitorios de ambos regímenes. La comparación desde una perspectiva biopolítica del régimen del General Franco -al menos en sus primeros años- con el sistema fascista y totalitario representado por la Alemania nazi, nos parece en este sentido absolutamente pertinente no sólo por su radicalidad, sino por su innegable interés interpretativo.
Para ello, con el concepto de biopolítica vamos a referirnos al conjunto de mecanismos de conducción de conductas y fenómenos naturales relacionados con el ser humano en tanto que organismo viviente y en cuanto a especie viviente, sujeto como tal a toda una serie de procesos biológicos de alcance colectivo -índices de natalidad, de morbilidad, de mortalidad, de higiene, de duración de la vida, etc.-, y de circunstancias vitales que inciden en la ordenación de tales procesos -en la ciudad, en el lugar de trabajo, en las distintas instituciones de encierro, etc. La biopolítica estaría por tanto compuesta por el llamado dispositivo disciplinario -nacido en el siglo XVII y orientado hacia el cuerpo individual (Foucault, 2001, 2005a, 2005b y 2005c)-, y por los conocidos como mecanismos de seguridad o regulación -aparecidos a finales del siglo XVIII y encargados de regular los procesos biológicos de conjunto (Foucault, 2004, 2003 y 2005b)-. En combinación con un tercer elemento, a saber, la soberanía, ambos dispositivos habrían ido configurando distintas formas de biopolítica asociadas a otras tantas maneras de gobierno -entendido el gobierno en la acepción foucaultiana como «conducción de conductas dentro de unas coordenadas históricas concretas» (Vázquez García, 2009: 9-16)-.
2. La biopolítica nazi
En la Alemania nacionalsocialista, el viejo poder de la soberanía -poseedor del derecho de hacer morir o dejar vivir- y el nuevo poder de regulación o biopoder- articulado en función del par hacer vivir o arrojar a la muerte- quedaron imbricados hasta el paroxismo (Foucault, 2003: 205-225). Esta yuxtaposición, común por otra parte a todos los Estados europeos, habría requerido no obstante un mecanismo capaz de justificar el derecho de matar y la función de la muerte, características del poder soberano, en el interior de un sistema de gobierno que había pasado a entenderse desde finales del siglo XVIII bajo los presupuestos de la biopolítica. Este mecanismo no podía ser otro que el racismo, una ideología sobre la que articular un discurso racial que, en el interior mismo de un ejercicio del poder considerado bajo principios positivos o productivos -esto es, biopolíticos-, permite establecer el corte entre aquel que debe morir y aquel que debe vivir (Foucault, 2003: 217 y ss.)1. Ese racismo de Estado, mecanismo encargado de asegurar y legitimar la función de la muerte en el marco de las estrategias biopolíticas será, precisamente, el primer elemento de la biopolítica nazi (Burleigh y Wippermann, 1998: 23-73).
En efecto, y apenas terminada la Primera Guerra Mundial, los doctores alemanes Alfred Erik Hoche y Karl Binding publicaron una monografía en la que defendían -utilizando argumentos médicos, económicos y jurídicos- la obligación del Estado de legalizar la eutanasia como la única medida capaz de atajar la gradual e inquietante degeneración racial de Alemania (García Marcos, 2002 y 2005; Aly, 2006). Fueron de hecho estos autores los que crearon el concepto de lebensunwertes Leben -esto es, vidas indignas de ser vividas-, expresión surgida en el campo de la psiquiatría para designar a los enfermos metales crónicos, y utilizada después por los nazis para justificar los asesinatos en masa de los enfermos incurables, culpables de la degeneración de la raza alemana. De hecho, ya desde 1905 se habían creado sociedades médicas cuyo objetivo era velar por la higiene racial del pueblo alemán, sociedades que sobre todo tras la Gran Guerra iban a tener una creciente influencia social. El propio Hitler, en su libro Mein Kampf publicado en 1925, había incluido aseveraciones explícitas sobre las políticas que sería preciso poner en práctica tras la llegada del nacionalsocialismo al poder y la puesta en práctica de sus proyectos sociopolíticos, llegando a afirmar que «si en el frente caen los mejores, en casa tenemos que matar a las sabandijas» -nombre con el que designaba precisamente a los enfermos crónicos y a los discapacitados físicos y psíquicos (García Marcos, 2005: 5)-.
Pero por supuesto, los enfermos crónicos y los discapacitados alemanes no eran los únicos que amenazaban la pureza de la raza alemana. Las razas inferiores: los judíos, los eslavos, los gitanos, etc.; o los individuos considerados degenerados: los homosexuales, los comunistas, etc., constituían asimismo un peligro inminente que era preciso eliminar con el fin de afrontar la definitiva regeneración racial del pueblo alemán. Burleigh y Wippermann han resumido en cinco los principios fundamentales de este racismo de Estado nazi: en primer lugar, la consideración de diferencias de valor entre las diferentes razas; en segundo lugar, la superioridad de la raza aria germana; en tercer lugar, la convicción de que la mezcla de la raza aria con otras razas inferiores produciría la degeneración de la raza y su misma desaparición; en cuarto lugar, no sólo la pureza sino también la salud de la raza aria debía ser objetivo fundamental de la política racial del Estado nazi, para lo que sería preciso: por un lado, un aumento considerable del número de hijos de los representantes de la raza aria, y por otro lado evitar la reproducción de los individuos considerados inferiores o degenerados; y finalmente, el pueblo judío, como enemigo absoluto de la raza aria, debía ser aislado y, en última instancia, eliminado (Burleigh y Wippermann, 1998: 42-43).
Estos principios guiaron toda una serie de leyes encaminadas a preservar y mejorar la salud y la pureza de la raza aria: la Ley para la Previsión de las Enfermedades Hereditarias de julio de 1933, aplicable a enfermos crónicos, esquizofrénicos, discapacitados mentales, etc., y que permitió la esterilización forzosa de unas cuatrocientas mil personas entre 1934 y 1945 (García Marcos, 2005: 4)2. La Ley de Peligrosidad Social y Medidas para Atajarla de noviembre de 1933, por la que las medidas de esterilización previstas en la anterior Ley de julio eran también aplicables a psicópatas antisociales: homosexuales, comunistas, alcohólicos, etc. (García Marcos, 2002: 71). La Ley de Salud Matrimonial de 1935, por la que se prohibía el matrimonio a todos los individuos portadores de enfermedades trasmisibles genéticamente y que obligaba a los comprometidos a consultar antes del matrimonio a sus médicos de cabecera -los Hausärzte, responsables de las esterilizaciones requeridas (Kater, 1989; Bock, 1983; y Czarnowski, 1996)-. Las famosas Leyes de Nuremberg, la Blutschutzgesetz (Ley para la Protección de la Sangre Alemana) y la Reichsbürgergesetz (Ley de la Ciudadanía Alemana), promulgadas en septiembre de 1935, y que privaban a los judíos de la ciudadanía alemana y prohibían los matrimonios y las relaciones sexuales entre judíos y arios, y cuya misión primordial era frenar la degeneración racial producida por el mestizaje (Proctor, 1988).
Pero todo este entramado legal no era sino el anuncio de lo que a partir del 1 de septiembre de 1939 iba a convertirse en un verdadero sistema de depuración racial encargado de regenerar el cuerpo de la nación alemana. En este sentido, aquel inimicus al que se refiriera Carl Schmitt (Schmitt, 1999: 59), el enemigo interior no iba a ser únicamente el adversario político del régimen, sino también aquellos individuos que amenazaban la pureza racial de Alemania. Mediante un decreto firmado por Hitler fechado en el mismo día de inicio de la guerra contra el hostis3-contra el enemigo exterior del Reich-, se daba comienzo al programa Aktion T4, un dispositivo de depuración racial compuesto por psiquiatras, médicos y funcionariado de la Cancillería y del Ministerio del Interior, y cuyo cometido era el exterminio de los considerados enfermos incurables (García Marcos, 2002 y 2005; Burleigh y Wippermann, 1998: 136-197). Para tal fin se habilitaron varios manicomios, el más importante el de Hadamar, donde se perfeccionarían los métodos de eliminación que más tarde se emplearían en el progromo judío: cámaras de gas, hornos crematorios, etc. Mediante esta gnadentod o muerte de gracia, fueron asesinadas más de 70.000 personas, cifra a la que habría que sumar las 230.000 asesinadas mediante la wilde Euthanasie (eutanasia salvaje), y que consistía en la privación de alimentos en los manicomios (García Marcos, 2005: 6-7)4. Si a estas 300.000 personas añadimos las 400.000 víctimas de esterilizaciones forzosas y las muertes provocadas por los experimentos infrahumanos, la cifra de víctimas de la medicina nacionalsocialista rondaría las 800.000 personas (García Marcos, 2005: 7).
Pero además, esta cuestión del racismo de Estado -como decimos primer componente definitorio de la biopolítica nazi- debe ser entendido como un elemento fundamental también en cuanto permitió al partido único y a su líder supremo la distorsión -e incluso ruptura- con la teoría de la soberanía del Estado-nación moderno. En este sentido, para el nazismo la soberanía no podía fundarse ya en la idea de la nación como comunidad política que habita un territorio común, sino en la concepción de una raza superior que permite la distinción en el mismo seno de la comunidad política de toda una serie de enemigos internos que, por ello mismo, no forman parte intrigante de aquélla. Esto es precisamente lo que permite la construcción de un régimen totalitario que reclama la eliminación de los considerados enemigos internos, una guerra policial dirigida según una función disciplinaria y biopolítica de vigilancia, de sometimiento, de extirpación, de depuración y, en último término, de exterminio. Es precisamente por esto que, en esta nueva forma estatal, las instituciones propias del llamado Estado de Derecho: el parlamento, la administración, el ejército, los tribunales de justicia, etc., quedan subordinadas en una especie de estructura hojaldrada en la que nada es realmente lo que parece ya que el partido es el verdadero detentador del poder, y la voluntad del líder supremo, en fin, la única instancia de la que emana toda ley y de la que depende todo poder. Es por esto que autores como Hannah Arendt (Arendt, 1999) o Michel Foucault (Foucault, 2003: 221) han sostenido que los regímenes totalitarios no suponen más Estado-como opinan economistas neoliberales como Hayek o Friedman o pensadores de extrema izquierda como Deleuze o Negri- sino menos Estado, puesto que el verdadero poder lo ejerce la cadena policía-partido-líder, y no las diferentes estructuras del Estado-nación soberano.
Son precisamente estas cuestiones las que conducen al segundo elemento característico de la biopolítica nazi: a saber, la concepción de una política como biología aplicada cuya misión fundamental sería organizar una sociedad que favoreciera la supervivencia de los más fuertes y excluyera o eliminara a los más débiles o considerados enemigos biológicos (Burleigh y Wippermann, 1998; Proctor, 1988 y 1995; Fritzsche, 2009). Se trataba en efecto de un proyecto biomédico que concebía la sanación y el asesinato como las dos caras de una misma moneda, proyecto orientado al reestablecimiento de la pureza racial alemana. Los considerados seres inferiores: los judíos, los gitanos, los homosexuales, los discapacitados, etc., no eran entendidos sino como agentes patógenos que amenazaban la pureza racial de los seres superiores, lo que justificó toda una serie de medidas inmunitarias absolutamente inhumanas. Se trata en efecto de aquel cuarto elemento característico del racismo nazi al que antes nos referimos junto a Burleigh y Wippermann: a saber, la obsesión del régimen nazi por asegurar la pureza y la salud de la raza aria sobre la base de una distinción radical entre quienes merecen la vida y están llamados a engrandecer el cuerpo de la nación, y aquellos otros que es preciso excluir o eliminar para evitar así la degeneración racial.
En este sentido, las esterilizaciones, las muertes por eutanasia de enfermos crónicos y discapacitados mentales y físicos, y los asesinatos en masa de judíos, gitanos, comunistas, etc., perpetrados en los campos de concentración nazis no eran, en efecto, sino una parte del proyecto. La otra parte de esa política biológica que guiaba las estrategias del régimen nacionalsocialista iba a ser, precisamente, el cuidado de aquellos individuos considerados los mejores representantes de la raza aria. Es por ello mismo que el régimen nacionalsocialista iba a atender con celo exquisito las cuestiones relativas a la maternidad y al cuidado de los niños: sólo un aumento considerable de la natalidad entre los verdaderos representantes -o mejor, especímenes- de la raza podía asegurar tanto la definitiva regeneración del pueblo alemán como su dominio sobre las otras razas (Burleigh y Wippermann, 1998: 201-266; Bock, 1983 y 1993). Por ello, la mujer alemana fue entendida por el régimen nazi exclusivamente en su función de madre y esposa, glorificada la maternidad como elemento fundamental de todo el programa nacionalsocialista en cuanto piedra angular del gran proyecto biológico de preservación y mejora de la raza aria (Begoña Prieto, 1996: 112). No es de extrañar que autoras como Begoña Prieto hayan llegado a afirmar que la lucha nacionalsocialista tenía dos pilares fundamentales: el primero, el odio hacia los judíos -en el que se incluiría tanto el odio a otras razas como a los disminuidos físicos y psíquicos-, y el rechazo de la emancipación de la mujer (Begoña Prierto, 1996: 110).
En efecto, el verdadero culto que el régimen nacionalsocialista dispensaba a la mujer como madre no era sino el signo más evidente del antifeminismo visceral del régimen hitleriano. De hecho, como ha mostrado Carme Molinero, quizá la política respecto a la mujer sea el mayor ejemplo del proyecto social del fascismo, en cuanto que las políticas antifeministas desarrolladas por los regímenes fascista, nazi y franquista -los casos que ella analiza- no se diferenciaron en efecto en nada relevante (Molinero, 1998). El único papel de la mujer era proporcionar a la patria hijos sanos y fuertes, baluartes de la raza que asegurasen - en el caso del nazismo- el proyecto milenario del III Reich. Y por ello mismo, el cuidado de los niños y su educación en la teoría del nacionalsocialismo debía ser cometido fundamental, no sólo de las mujeres, sino también de todo un conjunto de dispositivos diseñados a tal efecto por el régimen nazi (Burleigh y Wippermann, 1998: 201-241). Desde las Juventudes Hitlerianas hasta los libros de texto de la escuela primaria, en los campamentos de verano o en las actividades de la Liga de Muchachas alemanas, los niños y jóvenes alemanes fueron cuidados y educados en la doctrina del nacionalsocialismo, moldeados sus cuerpos y sus mentes sobre la base de una política racial que los encumbraba como miembros privilegiados de la raza superior, al tiempo que legitimaba la exclusión y eliminación de los enemigos de la raza.
Pero esta primera función del racismo: a saber, seccionar el interior mismo del continuum biológico de la población para dictaminar precisamente quién debe morir y quién debe vivir, viene acompañada en opinión de Foucault por una segunda utilidad del racismo, encargada esta vez de redefinir la relación guerrera de enfrentamiento en función de una correlación de tipo biológico: esto es, la muerte del otro, la eliminación de esa raza que tenemos en frente, va a permitir que nuestra propia raza devenga más fuerte y sana (Foucault, 2003: 218 y ss.). En este sentido, y ya desde la segunda mitad del siglo XIX, la guerra había sido considerada -bajo la influencia de la teoría biológica y del darwinismo social- sobre la base de dos presupuestos básicos: por un lado, lo que se persigue con el enfrentamiento armado no es simplemente la destrucción del adversario, sino la eliminación de su raza, de ese peligro biológico que representa para nuestra propia raza un peligro permanente. Y por otro lado, la guerra no sólo como una forma de robustecer nuestra raza destruyendo a esa que tenemos delante, sino como una forma de regenerar la propia raza. En este sentido, la guerra es considerada como un mecanismo de eliminación-selección orientado a la purificación de la propia raza.
Esta concepción de la guerra -como decimos presente desde finales del siglo XIX- no alcanzará su total realización hasta la instauración del régimen nazi en Alemania, concepción que debemos señalar aquí como tercer elemento característico de la biopolítica nazi: a saber, la guerra como condición misma de posibilidad de la política (Schmitt, 1999: 64). En un último giro conceptual de la teoría schmittiana de la guerra, el enfrentamiento bélico se había convertido en efecto en el único medio para alcanzar la máxima pureza de la raza aria, purgada en su enfrentamiento con las otras razas y proclamada la raza superior en su victoria. La raza aria se depuraría así en el campo de batalla, y como raza superior, eliminaría a los individuos que amenazaban con corromperla a través del mestizaje. Además, como arriba vimos, la abundante descendencia de los discapacitados físicos y psíquicos ya no sería un problema, pues aquéllos estaban siendo eliminados en la retaguardia. Como estadio último y decisivo de todos los procesos políticos y como directriz biopolítica del Estado racial nazi, la guerra se presentaba como la posibilidad de la destrucción total de la propia raza, en una sociedad que llega a extender hasta el absoluto tanto el viejo poder soberano de matar como el nuevo biopoder del hacer vivir.
Junto a todo ello, y como cuarto elemento fundamental de la biopolítica nazi, un extenso sistema de seguros sociales de jubilación, de desempleo, de sanidad, etc., encaminado a asegurar tanto un mínimo de bienestar social para toda la población alemana, como su propia salud como raza5. Junto a las regulaciones biológicas más perversas y los crímenes más brutales, una sociedad universalmente asegurada, protegida por toda una serie de mecanismos reguladores encaminados a la maximización de las fuerzas vitales del Estado. No lo olvidemos, la imbricación entre el viejo poder soberano de hacer morir y el nuevo poder biopolítico de hacer vivir fue un elemento definitorio de los países europeos desde principios del siglo XIX. No obstante, en ningún caso como en el Estado nacionalsocialista tal imbricación tomó proporciones tan desmesuradas, al darse la coincidencia entre un biopoder generalizado y una dictadura absoluta capaz de transferir a todo el cuerpo social una formidable multiplicación del derecho de matar y de la exposición a la muerte, tanto hacia el exterior como interiormente (Foucault, 2003: 222). Obviamente, en este punto es preciso tener en cuenta el extraordinario desarrollo que los dispositivos biopolíticos (sobre todo de regulación) habían experimentado en Alemania desde mediados del siglo XIX, especialmente si los comparamos con los desplegados en otros países de la Europa mediterránea como España (Labisch, 1994) (Vázquez García, 2009: 201-221). En muchos sentidos, el Estado alemán había sido pionero en la articulación de una Medicina Social ciertamente efectiva, y tanto a nivel de legitimación política ante las clases populares como de estrategia de regulación de los fenómenos poblacionales. Por todo ello, el nacionalsocialismo, a su llegada al poder, se encontró con toda una serie de mecanismos que harían posible -precisamente y junto a su obsesión asesina- la regulación productiva de toda la población considerada alemana. De hecho, fue justamente ese desarrollo médico y socio-sanitario de la Alemana prenazi lo que permitió, en gran parte, una articulación tan radical del viejo poder soberano y del nuevo biopoder durante el gobierno nacionalsocialista, tal y como venimos señalando.
Llegamos aquí a un quinto y último elemento característico de la biopolítica nazi, a saber, una férrea política económica autárquica e intervencionista, de inspiración fascista, y orientada esencialmente a mejorar los ámbitos estratégicos del país y la adquisición de material bélico (Bettelheim, 1971) (Overy, 1982) (Hardach, 1980). Tomando de nuevo la guerra como elemento vertebrador, el Tercer Reich transformó el sistema de mercado alemán en una economía meticulosamente regulada por toda una serie de medidas de control de consumo, de fuerte inversión pública y de provisión de mano de obra, donde las reglas del mercado debían quedar subordinadas a las directrices estatales6. El objetivo perseguido no era otro que la consecución de un régimen de autarquía capaz de sostener y asegurar la inminente expansión del Reich en una situación de guerra. En este sentido, los nazis utilizaron selectivamente y sin ningún tipo de escrúpulos dogmáticos lo que podía servir mejor a los propósitos de cada momento, rediseñando los mecanismos de la economía clásica con el fin de amoldarlos a los objetivos políticos definidos en cada caso (Hardach, 1980: 214 y ss.). Tal política económica fue tremendamente efectiva en primera instancia, sobre todo en los años treinta, cuando produjo un considerable incremento del Producto Interior Bruto alemán. Todo ello hizo posible un notable descenso de los altos niveles de desempleo alcanzados en la Alemania de finales de los años veinte y principios de los treinta, lo que se mostró como un elemento de legitimación fundamental para el régimen nazi. No obstante, una política económica tal no habría podido sostenerse en el tiempo y, a pesar de haber sido diseñada en función de una serie de objetivos primordialmente bélicos, una vez comenzadas las hostilidades la economía alemana mostró sus debilidades y dependencias exteriores.
Tenemos pues una serie de elementos que pueden permitirnos diferenciar los rasgos idiosincrásicos de la biopolítica nazi, mecanismos que aquí hemos resumido en cinco: en primer lugar, un Racismo de Estado capaz de asegurar y legitimar la función de la muerte en una sociedad de regulación; en segundo lugar, una concepción de la política entendida como biología aplicada cuya visión biomédica entiende la sanación y el asesinato como partes integrantes de un mismo proyecto; en tercer lugar, la guerra considerada como fase última de todos los procesos políticos y pensada, por un lado, como un método de exterminio de aquellas razas que desde el exterior amenazan la supervivencia y la pureza de la raza alemana y, por otro lado, como técnica de purificación de la propia raza; un sistema de previsión social encargado de asegurar un mínimo de bienestar a todos los individuos estimados como parte de la comunidad étnica aria, esto es, de la Volksgemeinschaft; y por último, una economía intervencionista orientada a la maximización de los recursos disponibles y a la ordenación de un sistema económico autárquico capaz de sostener la deseada y necesaria -en sus postulados- expansión del Reich.
3. La biopolítica franquista
Tomando lo anterior como punto de partida, también durante el primer franquismo un cierto racismo de Estado jugó un papel fundamental en la acomodación de los distintos dispositivos disciplinarios y reguladores que caracterizan la biopolítica franquista. En este mismo sentido, también el franquismo entendió siempre al homosexual, al anarquista, al judío, al rojo, como un peligro para el porvenir de la raza hispánica, un agente patógeno capaz de corromper el cuerpo de la nación. La España eterna estaba en peligro, amenazada por toda una serie de individuos culpables de la progresiva y alarmante degeneración racial del país, individuos portadores de toxinas antiespañolas e inauténticas que era preciso neutralizar a partir de toda una serie de medidas inmunitarias encargadas de salvaguardar la pureza de los caracteres patrios. Y es que el espíritu revolucionario no era sino el resultado de toda una serie de complejos de inferioridad y resentimiento capaces de transformar al individuo sano en un enfermo mental; por eso podía afirmar Vallejo Nágera -el más destacado psiquiatra de este primer franquismo- que «las características psicopatológicas de los predicadores de la revolución marxista española no difieren mucho de las de los personajes de otras revoluciones » (Vallejo Nágera, 1938: 53).
Por supuesto, las convicciones religiosas de la mayoría de los psiquiatras y médicos nacionales no les permitían la defensa de todas aquellas medidas de higiene racial y restricción estatal eugenésica tan en auge en esos años, y no sólo en Alemania, sino también en otros países desarrollados como Suecia o Estados Unidos. Las técnicas encargadas de la regeneración de la raza hispánica debían pues ser respetuosas con la doctrina moral católica, por lo que la mejora del mefítico ambiente espiritual que había contaminado a España desde el inicio de su extranjerización era el primer objetivo a perseguir. Como señalaba Vallejo Nágera, «aún en el caso de que parezcan evidentes y rigurosamente científicos los principios eugenésicos, jamás estaremos autorizados para su aplicación cuando mermen los más sagrados derechos naturales del individuo» (Vallejo Nágera, 1937: 48). La pureza de la raza hispánica debía pues ser salvaguardada mediante medidas tales como el internamiento en penales, asilos y «colonias de tarados», el estímulo para la procreación de los más dotados psíquica y físicamente, contribuir al desarrollo intelectual de niños y jóvenes y, sobre todo, la creación de un ambiente social favorable a la «expansión biopsíquica de la raza selecta» (Vallejo Nágera, 1938: 21 y ss.). El consejo matrimonial, la adopción de medidas pronatalistas o la creación de una Moderna Inquisición encargada de defender las buenas costumbres eran asimismo para Vallejo Nágera mecanismos necesarios para la regeneración de la raza (Polo Blanco, 2006: 101-152) (Puig Samper y Naranjo Orovio, 1988: 10-32).
De igual modo, Juan José López Ibor -otro de los más destacados psiquiatras franquistas- desarrolló una psicología de la raza encargada de legitimar la segregación o eliminación de los desafectos a la causa nacional, pues eran precisamente ellos los que habían conducido a España a su degeneración. Así, los rojos -adjetivo laxo para calificar a los partidarios de la II República Española-, eran considerados por el valenciano como degenerados representantes de la Anti-España, mientras que los partidarios de la España nacional eran los verdaderos portadores de los valores eternos de la raza (López Ibor, 1964: 78 y ss.). Precisamente por eso en el ejército republicano se dieron una serie de psicopatologías inexistentes en el bando nacional:
«Hubo, en efecto, una guerra de larga duración. Pero, por si esto fuera poco, una mitad de España estuvo sometida a un terror caótico que ponía el instinto de defensa humano en las situaciones más inverosímiles. En los primeros meses no valía, apenas, la previsión ni el pensar reflexivo. Después, por el contrario, hubo en la zona roja una auténtica simulación organizada que se infundía en todas las actividades, desde la bélica de primera línea, hasta el servicio sanitario de retaguardia. Aquellas actitudes forzadas constituías de por sí un cultivo cuidadoso de lo no auténtico que ha dejado secuelas en la época de la post-guerra» (López Ibor, 1942: 9-10).
Sea como fuere, la política racial del Nuevo Estado franquista, orientada a la regeneración de la raza sobre la base del cultivo de las buenas costumbres, tendría como elemento esencial una política natalista orquestada en torno a una serie de medidas encaminadas a asegurar el engrandecimiento de la Patria y la salud de quienes conformaban el verdadero pueblo español. Por supuesto, dentro de esta concepción racial, el aborto era considerado como un delito social y la publicidad o el uso de contraceptivos calificados de crímenes contra la integridad de la raza (Polo Blanco, 2006: 124 y ss.). En este sentido, las pérdidas humanas sufridas durante la guerra debían ser subsanadas mediante un aumento de los nacimientos favorecido por una decidida política pronatalista, considerada en sí misma como la piedra angular de la política racial y exigencia ineludible para una efectiva regeneración de la población (Vallejo Nágera, 1938: 40). La lucha contra el maltusianismo y el neomaltusianismo, la educación, la oposición al trabajo femenino, el consejo matrimonial y la lucha contra la esterilidad debían completar el catálogo de medidas directrices de esta política natalista.
En último término, este peculiar racismo de Estado sirvió al régimen franquista no sólo para distinguir los auténticos españoles de aquellos enemigos internos que habían degradado las entrañas mismas del cuerpo nacional, sino también para justificar la eliminación del Estado republicano y sus instituciones. En efecto, fue durante el gobierno de la II República cuando todos esos elementos patógenos y extranjerizantes se extendieron incontrolablemente por el país poniendo en peligro los valores eternos de la raza hispánica. La eliminación de los partidos políticos y de las demás instituciones representativas, la censura, la creación de un partido único y de una policía política, y el culto a un líder supremo considerado como fuente última de toda ley y de todo poder, completaban las similitudes con el régimen hitleriano. En este sentido, y a pesar de las incontables críticas que un juicio tal pueda despertar, se trataba de una nueva versión de Estado totalitario fundado en primera instancia sobre la eliminación de la soberanía democratizada propia de las democracias liberales, y sostenido después a partir de una distinción racial entre quienes pertenecían por pleno derecho a la comunidad nacional, de aquellos otros que era preciso corregir y encauzar o, si fuera necesario, eliminar. Ni el Movimiento ni Falange llegaron nunca a poseer la fuerza del NSDAP y las SS, y por supuesto tampoco Franco pretendió llevar a España al suicidio -como fue el caso de Hitler-, pero tanto en la Alemania nazi como en la España franquista fue una cierta ideología racial la que permitió -junto con el empleo brutal de la violencia, claro- la sustitución o enajenación de las instituciones democráticas soberanas por otras de claro signo totalitario.
Llegados a este punto, debemos aquí señalar las características fundamentales de la raza hispánica, segundo elemento definitorio de la biopolítica franquista al menos en su primera década. Por supuesto, en una versión tan peculiar de aquel racismo de Estado al que se refiriera Foucault, la caracterización de la raza española debía de ser igualmente particular. Identificada casi por completo con la misma Hispanidad, la concepción franquista de la raza iba a quedar fundada sobre la existencia de un genio nacional que, asentado en una supuesta base biológica, se heredaba entre los españoles como una predisposición para una serie de cualidades psicológicas: el estoicismo, el carácter apasionado más que reflexivo, idealista y sobrio, el amor por los valores guerreros, la indiferencia ante la posibilidad de la muerte, etc. Para Vallejo Nágera, por ejemplo, la raza hispánica estaba fundada tanto en función de las características particulares de la lengua y la cultura, como en el respeto a la moral católica y las tradiciones de la patria. Es por eso que, a pesar de subrayar la preeminencia de los factores genéticos, el palentino concede a los factores ambientales una importancia decisiva en la mejora y salud de la raza, considerada más como comunidad espiritual que como un grupo con caracteres genéticos homogéneos:
«En la raza ibérica no existe unidad en el biotipo, y así el vasco nos ofrece una figura corporal, un temperamento y un carácter que le hacen muy distinto del andaluz, del catalán, del gallego y del castellano. Pero la raza ha rebasado los límites territoriales y ha poblado o repoblado muchas naciones americanas, infundiéndoles no solamente caracteres biológicos, sino ideas, hábitos, idioma, religión y cultura, de manera que el argentino, el peruano, el chileno, el mejicano, ofrecen tales semejanzas con el castellano, por ejemplo, que podemos hablar de unidad racial. Empero repetimos que no debemos dar importancia ni al ángulo facial ni al color de la piel, porque lo que llamamos raza no está constituido exclusivamente por las características biológicas que pueden trasmitirse al través del plasma germinal, sino por aquellas que son luz del espíritu, como el pensamiento y el idioma» (Vallejo Nágera, 1937: 108).
La raza no iba a ser entendida por los psiquiatras y médicos franquistas como un grupo biológico humano -como en el caso del nazismo o de otras ideologías raciales-, sino como una sociedad o un grupo social concreto: en este caso, la sociedad de la época de la caballería y la aristocracia (Vinyes et al., 2002: 36 y ss.) (Álvarez Peláez, 1997: 87 y ss.). La regeneración de la raza pasaba entonces por la reorganización de una sociedad jerárquica ordenada según el modelo de vida militar, y tanto respetuosa de las tradiciones y la religión católica como extraña al materialismo capitalista y a la democracia extranjerizante. Esta era precisamente la misión de aquellos verdaderos representantes de la España eterna que ahora volvían a empuñar sus armas para defender los valores de la Hispanidad: el patriotismo, los ideales éticos y estéticos del hidalgo español, la religiosidad, la austeridad, la responsabilidad moral, etc., detentores de aquel sentimiento espiritual diferencial propio de la raza hispánica (Vallejo Nágera, 1937: 108 y ss.).
Este discurso racial funcionó en el interior mismo de la Nueva España de Franco como un elemento diferenciador esencial, en cuanto permitió justificar científicamente la división entre quienes eran considerados los verdaderos representantes de la raza, de aquellos otros que amenazaban con corromper, como agentes patógenos, los mismos cimientos de la Hispanidad. Junto con autores como Vallejo Nágera, Rojo Sierra o Linares Maza, el mismo López Ibor -en otro claro ejemplo de proyecto parapsiquiátrico- desarrolló una teoría de la Raza Ibérica cuyas notas características vendrían dadas por una especie de mezcla ideal entre el tipo mediterráneo: extrovertido, excitable, apasionado, tendente a los extremos, etc.; y el nórdico: sobrio, robusto, organizado, místico, etc. Estas notas características habrían terminado de definirse, a lo largo de toda la historia de España, precisamente en aquellos momentos de esplendor nacional que dieron gloria a la patria forjando de este modo un «estilo de vida» genuinamente español. El hombre ibérico se caracterizaría así por el desprecio a las riquezas materiales y el poco interés por la técnica, la indiferencia ante la muerte y siempre a la búsqueda de heroísmos, amante de la gloria militar y literaria, sobrio, estoico, desdeñoso de las circunstancias de la vida cotidiana (López Ibor, 1971: 160 y ss.).
Al margen del hecho de que estas caracterizaciones del hombre español podían servir para minusvalorar las pésimas circunstancias económicas por la que atravesaba el país en aquellos difíciles años cuarenta7, esta concepción de la raza estaba llamada a sostener la imagen de la Guerra Civil como Cruzada, visión muy extendida en la época y tercer elemento característico de la biopolítica del primer franquismo. En efecto, el llamado Alzamiento encontró en la misma guerra su más caro dispositivo inmunitario, pues aquel trágico enfrentamiento fraticida fue entendido desde el principio como una cruzada salvífica de la civilización cristiana y restauradora de los valores eternos -sociales, culturales, religiosos, etc.- que forjaron el Imperio y la misma Hispanidad. En este sentido, si el nacionalsocialismo debía ser entendido en expresión de Rudolf Hess, secretario de Hitler, como biología aplicada, la Guerra Civil supuso para la causa nacional un verdadero dispositivo de eliminación-selección capaz de regenerar una España moribunda y degenerada por esos infieles representantes de la Anti-España que eran los partidarios de la República8.
Era preciso pues eliminar al máximo número posible de desafectos a la causa nacional, pues en ellos anidaba ese virus marxista que amenazaba con corromper el cuerpo de la nación. Para ello, las formas de hacer la guerra puestas en práctica por el ejército español en el norte de África iban a ser las más caras a los sublevados (Nerín Abad, 2005). En efecto, se trataba de una particular guerra de desgaste, justificada científicamente por un discurso racial que convertía en pseudobiológicas las diferencias sociales y culturales. En este punto, iba a ser de nuevo Vallejo Nágera el primero en prestar a los nacionales sus capacidades técnicas para psiquiatrizar a la disidencia, uno de los pioneros mundiales en este campo y director del famoso Gabinete de Investigaciones Psicológicas, organismo sin precedentes y facultado para «estudiar las raíces biopsíquicas del marxismo» (Vallejo Nágera, 1938) (Vinyes et al., 2002: 234-299). Por supuesto, las conclusiones de los estudios realizados por dicho Gabinete sobre reclusos del bando republicano y de las Brigadas Internacionales no podían ser más estimados por el nuevo gobierno; de hecho, en ellos se demostraba mediante pruebas empíricas no sólo la inferioridad mental de los partidarios de la República, sino además la perversidad inherente a los regímenes marxistas y democráticos. No era de extrañar dadas las premisas de las que partía el estudio:
«Partimos de los siguientes postulados de trabajo, orientadores de nuestras investigaciones:
1°. Relaciones entre determinada personalidad biopsíquica y predisposición constitucional al marxismo;
2°. Proporción del fanatismo marxista en los inferiores mentales;
3°. Proporción de psicópatas antisociales en las masas marxistas» (Vallejo Nágera, 1938: 172-173).
De este modo, a partir de un estudio riguroso de las correlaciones entre determinadas variables como la figura corporal, el temperamento, la inteligencia o la cultura recibida, Vallejo Nágera habría pretendido demostrar la brutalidad, fealdad, inferioridad y maldad del fanático marxista9.
Desde un discurso pseudocientífico, la psiquiatría y la medicina franquistas estaban así deshumanizando al adversario político, legitimando con ello tanto las políticas de segregación auspiciadas por el régimen como el resto de sus acciones represivas. Los marxistas, los republicanos, los homosexuales, los judíos, etc., ya no eran simplemente adversarios políticos, sino elementos perniciosos que, insertos en el interior mismo del cuerpo nacional, amenazaban con corromperlo. En este sentido, la guerra era la mejor oportunidad para purgar a España de todos esos seres inferiores que amenazaban con degenerarla, guerra que como antes señalamos siempre fue considerada la primera y esencial medida inmunitaria del Nuevo Estado franquista:
«Se ha sentido [...] España, quebrantada en la misma médula de su historia, y ahora, cuando se ha visto en la disyuntiva de ser o no ser, es cuando han chocado en su superficie, de un modo más puro, las fuerzas positivas y negativas que, en insoldable antinomia, forman todo su devenir histórico. Así, el español, en esa terrible purificación de la guerra, se ha podido purificar como pueblo y como destino, y tras la noche oscura de una vida sin profundidad, entregado a remediar su necesidad cotidiana, ha sentido la iluminación súbita de su propia esencia» (López Ibor, 1971: 150).
El campo de batalla les había brindado a esos auténticos representantes de la raza la mejor oportunidad de depurar de una vez por todas las tierras de España. No es de extrañar -apuntaba Vallejo- que en las filas nacionales no se registrasen casos de psicosis de guerra, pues sus soldados -como antes señalamos-, «defensores de una causa noble y entusiasta», estaban a salvo de tales trastornos; el ejército republicano, por el contrario, estaba plagado de psicóticos y neuróticos histerizados, precisamente por estar compuesto por enfermos contagiados de ese virus marxista que les impedía todo signo de heroicidad (Vallejo Nágera, 1942: 12).
La guerra fue así concebida como un auténtico mecanismo de depuración quizá no en términos biológicos, pero que seguía considerando el enfrentamiento bélico como una oportunidad inestimable para eliminar esos individuos que habían puesto en peligro la pureza del cuerpo nacional. En este sentido, el hecho de que la psiquiatría y la medicina franquistas rechazaran ciertos principios eugenésicos no puede hacernos olvidar que, al menos durante aquellos años cuarenta, los caracteres raciales siempre se concibieron como fruto de la transmisión hereditaria, y tanto los nobles y positivos como los negativos y anómalos (González Duro, 1978: 33-34). Es por eso que habían sido los representantes de la Verdadera España quienes habían empuñado sus armas contra la Segunda República, los portadores de los auténticos caracteres raciales hispánicos: la heroicidad, el estoicismo, el desprecio por las necesidades cotidianas y el lujo, la disciplina, el respeto a las jerarquías, la sobriedad, etc., los encargados de iniciar el «doloroso pero necesario » proceso depurador que hiciera posible la regeneración de España. La guerra, dispositivo inmunitario esencial y fundacional del régimen de Franco, había hecho posible la sanación de la raza española mediante el asesinato o la segregación de todos aquellos elementos inauténticos que habían corrompido el cuerpo de la nación. La nueva sociedad debía ahora quedar organizada de tal modo que favoreciera la supervivencia de los más fuertes, de la élite de la raza, y excluyera a los más débiles -en este caso, aquellos individuos que se habían dejado corromper por el virus de la democracia y el igualitarismo. Las cámaras de gas no podían ser aceptadas por un régimen declarado católico, pero tampoco eran necesarias.
Este proceso de depuración racial debía ser jalonado -al menos en principio- por un extenso sistema de previsión social encargado de asegurar un mínimo de bienestar social para toda la población10. Este cuarto elemento de la biopolítica del primer franquismo iba a quedar estructurado sobra la base de un sistema total de seguros sociales pretendidamente equiparable al del resto de los países europeos desarrollados. No obstante, este no dejó de ser un objetivo frustrado debido principalmente a la falta de determinación e ineficacia de las autoridades sanitarias franquistas, unido a la escasez de recursos disponibles (Marset Campos, Sáez Gómez y Martínez Navarro, 1995). Sea como fuere, y a pesar de la gravísima situación socio-sanitaria por la que atravesó el país sobre todo en el decenio de los cuarenta, el régimen franquista fue capaz de articular un conjunto de dispositivos biopolíticos que -al menos en determinados ámbitos como la mortalidad infantil- consiguieron resultados ciertamente notables. Además, si bien la mayoría de los instrumentos socio-sanitarios articulados durante este primer franquismo no fueron destinados sino a cubrir ciertas necesidades benéfico- asistenciales básicas entre la población más necesitada, éstos cumplieron asimismo una función propagandística, legitimatoria y de control social inestimable (Jiménez Lucena, Ruiz Somovilla y Castellanos Guerrero, 2002).
En este sentido, dispositivos tales como el propio Auxilio Social (Cenarro, 2006; Orduña Prada, 1996), determinados instrumentos diseñados en el seno mismo de la Sección Femenina de Falange como las famosas Cátedras Ambulantes (Sánchez Llamas, 1994; Sánchez López, 1990: 34 y ss.), o el Seguro Obligatorio de Enfermedad-un Seguro Total promulgado el 29 de diciembre de 1942- , estuvieron desde un principio orientados a la consecución de determinados objetivos políticos: fundamentalmente, la legitimación del nuevo régimen, inscritos en el marco de un discurso higiénico-sanitario preocupado esencialmente por crear imágenes de la realidad beneficiosas para el gobierno (Jiménez Lucena, 1994). En el marco de estos criterios gubernamentales, los discursos sobre la salud y la enfermedad, los consejos y medidas profilácticas, así como otros muchos instrumentos de actuación socio-sanitaria, perseguían -y además de intentar responder a las verdaderas y preocupantes necesidades de la población- ciertos intereses políticos e ideológicos claros: a saber, la adhesión política al régimen y la obediencia a sus expertos. En este contexto, los gravísimos problemas sanitarios eran achacados al bloqueo Aliado o a las deplorables medidas adoptadas por el anterior gobierno republicano, al tiempo que las más tímidas mejoras se anunciaban como los atinados aciertos de las autoridades franquistas.
Tal y como había sucedido en el régimen nazi, la salud del paciente concreto quedó así supeditada a la robustez del cuerpo nacional, y su bienestar sólo valorado en cuanto redundaba en la optimización de los recursos disponibles para el Estado. En este sentido, las enfermedades no tenían su causa en las durísimas condiciones vitales por las que atravesaba una gran parte de la población o en la carencia de productos de primera necesidad, sino en el descuido e ignorancia de los individuos o en aquella moral relajada de los tiempos de la República (Álvarez Sainz de Aja, 1946). Por otro lado, la salud de la mujer quedó supeditada a la de su descendencia, considerada la maternidad como la única e ineludible misión de la mujer (Polo Blanco, 2006: 21-100). De hecho, fue entonces cuando comenzó a fraguarse el conocido mito de los 40 millones de españoles, cifra considerada ideal para un país como España. En este sentido, si bien el número de nacimientos relativo siguió su camino descendente -aunque con algún repunte desde mediados de los cincuenta-, las mejoras sanitarias y la educación materno-filial contemplada con celo por determinados dispositivos del régimen consiguieron su objetivo (De Miguel, 1976: 27-43).
Llegados a este punto, podemos analizar el quinto y último de los elementos característicos de la biopolítica de este primer franquismo: a saber, la ordenación de una política económica autárquica e intervencionista, de inspiración netamente fascista, orientada al logro de ciertas necesidades estratégicas (González, 1999; Fontana, 2004; Barciela, 2003). Como antes habían hecho Alemania e Italia, la España franquista intentó ordenar los diferentes intereses de los distintos agentes económicos en función de las necesidades políticas de cada momento. De este modo, la máxima directriz política de la supervivencia guió en aquellos difíciles años las medidas económicas auspiciadas por las nuevas autoridades. Por otra parte, la autosubsistencia del país y la adquisición de material bélico eran objetivos ineludibles para el régimen, sobre todo teniendo en cuenta el más que probable enfrentamiento armado que, por otra parte, nunca llegó a producirse. De este modo, en aquel difícil contexto nacional e internacional el régimen, estrangulado por un asfixiante aislamiento, privilegió la actuación de determinados sectores considerados decisivos para la defensa armada del país. Ciertas industrias como la de producción de material bélico, la adquisición de combustibles a partir de minerales presentes en el país, las comunicaciones o determinados sectores agroalimentarios, fueron el destino de la mayor parte de las inversiones estatales. En este punto, el famoso Instituto Nacional de Industria (Gómez Mendoza, 2000) o el Instituto Nacional de Colonización (Barciela López y López Ortiz, 2003: 55-93) -ambos de inspiración fascista-, fueron dotados con importantísimos recursos materiales y financieros, dispositivos cuya función principal no era sino el fomento de determinados intereses intervencionistas y estatales en el desarrollo de determinados sectores considerados fundamentales para alcanzar el supremo ideal de la autarquía económica.
Tenemos pues los cinto elementos de la biopolítica franquista que van a ordenar el funcionamiento y los planes de actuación de los distintos dispositivos disciplinarios y mecanismos reguladores activados durante, al menos, el primer franquismo, a saber: en primer lugar, un determinado racismo de Estado que va a permitir la distinción entre aquellos que pueden ser considerados los auténticos componentes del cuerpo nacional de aquellos otros agentes disolventes y representantes de la Anti-España; en segundo lugar, una concepción de la raza hispánica identificada con la misma Hispanidad, definida en función de ciertas notas características del hombre español; en tercer lugar, la imagen de la Guerra Civil como Cruzada salvadora de la civilización cristiana y restauradora de los valores esenciales de la España Eterna. Imagen que a su vez legitimó ciertos mecanismos de depuración racial y de exterminio de determinados actores sociales; en cuarto lugar, un sistema de previsión social que supeditó el bienestar de los individuos al fortalecimiento y salud del cuerpo nacional, un sistema por otra parte absolutamente ineficiente y con una clara función de legitimación política; y por último, una política económica intervencionista, directamente inspirada por el fascismo italiano, y que ordenó la economía del país en función de determinadas necesidades políticas y estratégicas.
4. Una visión comparativa
A partir de estos cinco puntos característicos de la biopolítica franquista, y en correlación con aquellos otros tantos elementos idiosincrásicos de la biopolítica nazi que antes analizamos, podemos afirmar aquí que ambos regímenes ordenaron un conjunto de mecanismos reguladores y disciplinarios preocupados fundamentalmente por asegurar la pureza racial de la nación y la absoluta sumisión de los individuos a los superiores propósitos del Estado -convertido éste en instrumento totalitario al servicio del Partido o la casta dominante. Bien bajo una concepción de la política como biología aplicada-en el caso del nazismo-, o bien como cruzada cristiana-en el caso del franquismo-, los dos regímenes se sirvieron de teorías pseudocientíficas encaminadas a legitimar la deshumanización del adversario, considerado en ambos casos como un parásito y un enemigo biológico. Tanto para unos como para otros, el cuerpo nacional fue considerado en términos biologicistas como un cuerpo vivo formado por los individuos que componían la verdadera nación, un organismo amenazado por el peligro de la degeneración, y que era preciso desparasitar mediante las medidas inmunitarias pertinentes (Esposito, 2005). En este sentido, aquel Racismo de Estado al que se refiriera Foucault y presente en ambas formas de biopolítica, jugó un papel crucial en cuanto permitió la articulación entre el antiguo poder soberano de dar muerte y el nuevo derecho biopolítico de hacer vivir.
No obstante, no es nuestra intención aquí negar las notable y palpables diferencias entre ambas formas de biopolítica. La primera y más evidente sería, por supuesto, el rechazo generalizado de las prácticas más brutales de la tanatopolítica nazi (Esposito, 2006: 175-234) por parte de los médicos y psiquiatras franquistas, medidas como las esterilizaciones forzadas o el exterminio de los judíos, los homosexuales, los gitanos, los discapacitados psíquicos y físicos, etc., que no podían ser contempladas por unos individuos en su mayoría de profundas creencias católicas. Pero incluso en este sentido, las autoridades franquistas optaron por medidas menos sutiles de exterminio como los fusilamientos, los asesinatos indiscriminados, los trabajos forzados en condiciones infrahumanas, o el hambre y el frío en los campos de concentración que poblaron la España de la posguerra. Al tiempo, y conectado con esto, una segunda diferencia notable entre ambas formas de biopolítica sería precisamente el conjunto de medidas sociales, de protección del medio ambiente y sanitarias que el régimen nazi puso a disposición de la comunidad étnica aria: sanidad, pensiones, paro, etc., por otra parte herederas en gran medida del sistema de previsión social prenazi. En este sentido, la lucha contra las enfermedades contagiosas como la viruela, el tifus exantemático o la difteria eran la principal preocupación de las autoridades sanitarias del primer franquismo, mal preparadas en su mayoría y con un sistema de seguros sociales que distaba mucho del alemán. Junto a esto, una tercera diferencia notable entre ambas formas de biopolítica -aunque en este caso relativizable- fue el inicial impulso que para la economía alemana supuso la política económica intervencionista y belicista nazi, mientras que el único resultado de la política económica del primer franquismo no fue sino la prolongación durante más de una década de las penurias y la situación de escasez generalizada que siguieron al enfrentamiento civil. Por supuesto, la respuesta de una economía en muchos sentidos subdesarrollada como era la española de los años cuarenta no podía ser la misma que la de uno de los países más avanzados del momento, pero -como todos los estudiosos del tema se han preocupado en señalar- la principal causa de ese estancamiento e incluso atraso de la economía española en los años cuarenta no fue sino la misma política económica del régimen.
En efecto, no es necesario ahondar aquí en las enormes diferencias que pueden detectarse entre ambas formas de biopolítica. No obstante, debemos afirmar a partir de lo expuesto más arriba que el régimen del General Franco fue capaz de desarrollar una determinada forma de biopolítica totalitaria-como señala el profesor Francisco Vázquez (Vázquez García, 2009: 16-17)- emparentada en muchos más elementos de lo que se tiende a suponer con la biopolítica nazi. En este sentido, y por decirlo con Esposito, sólo desde una concepción biológicoinmunitaria de la política -compartida por ambos regímenes- puede entenderse que el General Emilio Mola advirtiera que sólo la eliminación de dos tercios de la población española podría permitir la verdadera regeneración de España. Los rojos eran considerados en efecto por el bando nacional -como los judíos, los gitanos o los homosexuales por los nazis- como bacterias de las que había que librarse, como virus que amenazaban el sagrado cuerpo de la nación y que era precioso eliminar. En este sentido, que los asesinatos en masa no llegaran a alcanzar el nivel de tecnificación que sí lograron en Alemania, o que la diferenciación racial entre los verdaderos representantes de la raza y aquellos que no hacían sino poner en peligro su pureza se basara en concepciones ciertamente distintas, no puede hacernos ignorar la finalidad de tales discursos y prácticas, ni sus horribles consecuencias.
Además, si partimos de una concepción pluralista que permanezca siempre atenta a las particularidades y a las variaciones históricas de cada país, debemos tener en cuenta la necesidad de un análisis de los casos concretos que impida visiones transcendentalistas y a menudo en exceso formalistas de los procesos sociopolíticos. En este sentido, los conceptos, del tipo que sean, deben ser usados en su carácter puramente histórico y como tal mudable, y no como ideas fijas que permaneciesen en un mundo eterno e inalterable al margen de las circunstancias políticas, sociales y científico-técnicas particulares. Como con cualquier otro concepto político, con los términos de fascismo o totalitarismo nos permitimos designar determinados sistemas estatales entre los cuales, sin lugar a dudas, debemos incluir tanto al nazismo como al franquismo -al menos hasta mediados de los años cincuenta-, sistemas inscritos en su particular momento histórico y con características definitorias. Que determinados elementos difieran entre los distintos regímenes que podemos adjetivar como fascistas es perfectamente lógico y asumible, sobre todo si partimos de la convicción de que no podremos encontrar en la realidad algo así como un régimen fascista puro. En este sentido, el régimen de Franco comparte con los regímenes mussoliniano y nazi muchos más elementos de con los que difiere. Por ello mismo, que el franquismo presente ciertas características propias no debe hacernos olvidar las diferencias que sus homólogos alemán e italiano guardaban entre sí. No existe un único modelo de fascismo, sino distintas formas estatales cristalizadas en función de toda una miríada de estrategias políticas a las que es posible referirnos como fascistas, pero que indudablemente guardarán siempre una singularidad propia. Como hemos tratado de mostrar, una aproximación biopolítica a los distintos Estados fascistas puede ofrecernos nuevas imágenes que nos permitan comprender mejor la estructura y el funcionamiento de tales sistemas políticos y de sus respectivas formas de gobierno. En este sentido, un acercamiento biopolítico-si se nos permite la expresión- a los fenómenos fascista y totalitario puede resultar, como aquí hemos tratado de mostrar, tremendamente fructífero.
* Una versión inicial de este artículo fue pronunciada como ponencia el 6 de junio de 2009 en el marco de las Primeras Jornadas Internacionais de Jovens Investigadores de Filosofia, en la Universidade de Évora (Portugal).
1 Se trataba en efecto de un discurso cuyas huellas pueden rastrearse fácilmente desde mediados del siglo XIX, cuando el triunfo del darwinismo social y del biologicismo positivista parecía querer combinarse con el nacionalismo exacerbado de los Estados europeos.
2 En este punto son varias las cifras barajadas por los diferentes autores. Begoña Prieto, por ejemplo, citando a S. Groth, apunta la cifra de 400.000 mujeres y 500.000 hombres esterilizados (Begoña Prieto, 1996: 116-177). Por su parte, Proctor, uno de los grandes estudiosos del tema, señala entre 350.000 y 400.000 el número de personas esterilizadas, cifra que admite podría ser mucho mayor (Proctor, 1995: 21). En cualquier caso, es preciso apuntar aquí que no se trató de medidas exclusivas de la Alemania nazi. De hecho, desde mediados de los años veinte fueron esterilizadas en Estados Unidos más de 15.000 personas, aplicándose medidas similares en varios países europeos como Suecia o Suiza (Proctor, 1995: 21-22).
3 Nos referimos al 1 de septiembre de 1939, cuando las tropas alemanas entraron en Polonia dando comienzo según la opinión comúnmente acepta a la II Guerra Mundial. En este sentido, cabría preguntarse si la conflagración mundial no sería más bien una suma de varios conflictos más o menos locales que fueron extendiéndose en Europa y el mundo hasta llegar al gran enfrentamiento total de 1941, cuando Hitler invade Rusia y Japón bombardea Pearl Harbor.
4 Este cambio de política se debió precisamente a la creciente movilización social encabezada por el clero alemán, oficialmente contrario a tales medidas y que logró crear un movimiento de contestación popular pocas veces reseñado por los estudiosos del nazismo. Esta circunstancia podía ser un buen ejemplo crítico de las interpretaciones del nazismo como un régimen absolutamente monolítico en el que la disidencia no tenía en absoluto márgenes de actuación, interpretaciones puestas hoy en duda por no pocos de los historiadores de la Alemana nazi (Kershaw, 1983 y 1992; Ayçoberry, 1998; Frei, 1994).
5 Por supuesto, en este punto deberíamos tener presente lo avanzado del sistema de seguros sociales alemanes, desarrollado ya desde los tiempos de Bismarck con intereses no muy distintos a los aquí señalados (Labisch, 1994).
6 Sería no obstante interesante en este punto señalar las enormes similitudes entre las políticas económicas de países fascistas como Alemania e Italia, y aquellas otras desarrolladas en aquel momento por distintos Estados, no ya únicamente socialistas reales como la URSS, sino también democráticos como Francia o Estados Unidos.
7 Autores como Michael Richards han sostenido de hecho que tal situación de penuria generalizada fue una estrategia política consciente, utilizada por el nuevo gobierno con el fin de asegurar el control social de la población y la adhesión al nuevo régimen (Richards, 1999). Sin embargo, otros como Carme Molinero y Pere Ysàs mantienen que fue una circunstancia no deseada, y que incluso llegó a despertar la preocupación gubernamental debido al constante peligro de inestabilidad social que conllevaba (Molinero e Ysàs, 2003). En nuestra opinión, se trataría más bien de una circunstancia no deseada pero asimilada por el sistema en beneficio propio, un mecanismo de castigo no planificado pero que permitió en muchos sentidos el proceso de acumulación capitalista que más tarde haría posible el espectacular desarrollo económico de España.
8 Es más que curiosa en este sentido la referencia que Vallejo Nágera le dedica a los judíos conversos en uno de sus artículos de 1938: «la conversión de los apellidados marranos fue fingida, de conveniencia, de adaptación a las circunstancias [...] La sumisión en el Jordán cristiano no modificó el genio de la raza, no transformó la ancestral psicología sionita, sus típicas avaricia, falacia, filisteísmo y maldad [...] Y cuando advino la revolución, disfrazada de república, dice el converso claramente sus propósitos, desarticula los nudos vitales de la sociedad cristiana, asesina, roba, viola, perpetra toda suerte de desmanes» (Vallejo Nágera, 1938b).
9 De hecho, y si exceptuamos su precocidad, no se trata de un caso tan particular. Estudios similares fueron realizados también por psiquiatras soviéticos para demostrar la inferioridad moral y la degradación física y psíquica de los burgueses capitalistas. De lo que se trataba era precisamente de psiquiatrizar a la disidencia para desacreditarla científicamente, justificando así el apartarla de la sociedad o, sencillamente, eliminarla.
10 En este punto, y en relación con el sistema de previsión social de la Alemania nazi, hay que tener necesariamente presente el enorme atraso con el que partía el Nuevo Estado de Franco. No obstante, y sin entrar en más detalles, es preciso advertir que las autoridades sanitarias franquistas se preocuparon y mucho por desandar lo andado por la II República Española, sobre todo en cuanto a la universalización real de los servicios sanitarios y al carácter ambulatorio y descentralizado de la asistencia sanitaria se refiere (Huertas, 2000; Mazuecos, 1980).
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Recibido: 20/06/2011
Aceptado: 17/10/2011
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